Los fundadores del Estado de Israel conocían muy bien la Torá y los preceptos, pero se rebelaron contra la realidad judía del exilio y emprendieron un nuevo camino, sin esperar al Mesías ni a la redención divina. «El Primer Gran Templo sucumbió por adorar otros dioses, por incesto y por derramamiento de sangre. Pero en el Segundo Templo, sabemos que eran aplicados en el cumplimiento de los preceptos y virtuosos, ¿por qué sucumbió? Por apego al dinero y odio vano, que son más graves que la herejía, el incesto y el derramamiento de sangre».
Los fundadores del Estado tenían muy presente esta cita de Nuestros Sabios del Tratado de Iomá. La pesadilla de una guerra civil dentro de la Jerusalén sitiada, en que los fanáticos quemaban depósitos de alimentos y el enemigo asediaba a las puertas de la ciudad, no dejaba de atormentarlos. El interrogante que se les planteaba era, si acaso los judíos son capaces de constituir un pueblo que sostenga un Estado, o si llevan en su seno una especie de instinto desafiante, una tendencia a insistir en cada detalle, un gen de autodestrucción que les impide sostener un Estado por un tiempo prolongado, con las concesiones que implica su existencia, la tolerancia requerida de sus líderes, los límites en cuanto a la palabra y a la acción, vitales para la subsistencia de un diálogo inclusivo.
Los antisemitas acostumbraron presentar a los judíos a lo largo de las generaciones como un «pueblo de parásitos»: no son capaces de sostener un Estado y por eso se adhieren a la raza fuerte de otra nación gozando de su capacidad de hacer persistir un orden y un régimen. No existe el judío, sostenían, capaz de trabajar la tierra ni de ser soldado. Sólo es capaz de ser un huésped no invitado en el seno de un pueblo arraigado que, a diferencia de él, sea capaz de sostener un Estado.
Entretanto, aprendimos que somos capaces de ser campesinos y soldados.
Creímos habernos desembarazado de la maldición del odio vano: he aquí el Estado de Israel cerca de cumplir 75 años de existencia alcanzando ya a la última expresión de soberanía judía concretada en el Reino Hasmoneo.
Las bases en que se asentara la existencia del Estado de los judíos fue el acuerdo de que hay en su seno judíos dispuestos a aceptar la tradición judía sin consagrar a la Halajá, judíos celosos de la religión y no judíos cuyos derechos personales y civiles están asegurados. Se trata de un equilibrio delicado que sólo puede ser mantenido por un régimen democrático.
Por una ironía de la historia, uno de los momentos álgidos de la existencia del Estado, la Guerra de los Seis Días, fue el momento en que se inició el agrietamiento de aquel acuerdo que servía de muro de contención contra el odio vano. Desde entonces, imperceptiblemente, en momentos maravillosos y en momentos trágicos, lentamente se fue corrompiendo el delicado tejido sobre el que se asentaba el pacto nacional, el reconocimiento de los judíos en tanto nación, sin relación con la religión. Tal como consignara David Ben Gurión en la Declaración de la Independencia, «un pueblo como todos los pueblos».
La conciencia de ser «como todos los pueblos» no se contradice con la conciencia de que tenemos elementos religiosos, que en algunos de nosotros priman más que en otros, pero lo que nos une es la solidaridad nacional. No somos «un pueblo sagrado», ni mejores que otras naciones.
El sábado a la noche, al estar de pie bajo la lluvia torrencial en la plaza Habima dentro de un apretado gentío decidido a defender la democracia israelí, sentí una fraternidad que atraviesa fronteras de status, etnias y creencias. La canción que entonaban los que me rodeaban allí era la del Rabi Najman de Breslau: «Vehaikar, lo lefajed klal«, lo importante es no tener miedo.
Fue un momento de esperanza, tal vez surja la conciencia de que el pueblo judío tiene capacidad para sostener un Estado reconociendo los compromisos que implica su existencia. Israel puede existir pura y exclusivamente en tanto Estado democrático, tolerante, laico. Si esas bases sucumben, nos veremos obligados a volver a asumirnos culpables: por nuestros pecados fuimos exiliados de nuestra tierra.
* Anita Shapira es una historiadora israelí. Es la fundadora del Centro Isaac Rabin, profesora emérita de historia judía en Universidad de Tel Aviv, y anterior directora del Instituto Weizmann para el Estudio del sionismo en la Universidad de Tel Aviv. Laureada con el Premio Israel de Historia en 2008.