Vestidos de marineritos y sumergidos en un baño espuma, los Rolling Stones cantaban en 1974 “Ya lo sé, es solo Rock and Roll, pero me gusta”. La sobre-intelectuación de algunos fenómenos puede no ser el modo más conducente para explicarlos, y así como la banda inglesa se entregaba al mero disfrute de esa maravillosa música, el pueblo argentino se arrojó literalmente, por estos días y siempre, al goce provocado por ese apasionante ¿juego?, ¿deporte?, ¿arte?… que es el fútbol. El mismo domingo 18 de la victoria, y sobre todo el martes 20 de diciembre, millones de personas salieron a la calle para festejar la obtención del campeonato mundial revalidando, por tercera vez, las credenciales de una potencia futbolística singular.
¿Dónde, cuándo, cómo?
La llegada al país del plantel liderado por Lionel Scaloni y Lionel Messi desató una histeria colectiva, colofón de la alegría derramada cuando la bala de cañón pateada desde el punto penal por Gonzalo Montiel, rompió el dique de contención construido durante 36 años. El ánimo celebratorio era un hecho, un dato casi axiomático de la realidad, y todo estaba listo para participar de una fiesta popular sin precedentes. Pero ¿dónde festejar?, y no menos importante, ¿quién sería el anfitrión de la fiesta? Se planteó realizar una caravana que partiera del predio de la AFA en Ezeiza, y culminara en el centro porteño. Trascendidos contradictorios aseguraban la visita (o la no visita) del equipo a la Casa Rosada para como en 1986 y 1990, saludar al pueblo desde el histórico balcón. El volumen imprevisto e inmanejable de personas alteró todos los planes. Porque, ¿Cómo organizar un evento al cual concurren tres, cuatro, cinco millones de personas? ¿Cuál habría sido el operativo necesario para garantizar la seguridad del micro que iba al paso de una procesión religiosa? ¿Sobre qué escenario de la Plaza de la República se presentarían los jugadores, sumergidos en una especie de beatlemanía tardía? Y si la recepción hubiera tenido lugar en Casa Rosada y Plaza de Mayo, ¿Habría sido el espacio propicio para contener a una masa en éxtasis festivo? En las redes sociales abundan videos de personas que pusieron en peligro sus vidas, en un contexto en el cual toda evaluación del riesgo personal quedó definitivamente de lado. Buscando afanosamente la altura sobre luminarias, mástiles, semáforos, árboles, monumentos y estatuas, marquesinas y paradas de colectivos, los manifestantes agitaban en círculo banderas argentinas y remeras de la selección. Desde la cima del obelisco, sentado sobre un reflector amurado con bulones, un hincha pendulaba sus piernas a casi 70 metros sobre el asfalto de la avenida Corrientes transgrediendo, antes que otra, la ley de la gravedad. Aun así, toda esa algarabía ocurrió en un contexto de orden, confirmando el respeto y cuidado que la masa tiene sobre sí misma (siempre y cuando a ningún ministro de seguridad se le ocurra arrojar gases lacrimógenos o disparar balas de goma contra la multitud). Quizás la falta de organización que tanto se endilgó a las autoridades en los días posteriores, colaboró mucho con el mantenimiento de ese orden profano. Por eso es difícil (y tal vez inútil) afirmar que los eventos del martes 20 de diciembre estuvieron mal conducidos, o que los vaivenes de la caravana terrestre y la posterior vuelta olímpica celestial obedecieron necesariamente a una disputa política o jurisdiccional, a una interna gubernamental o a la impericia estatal. Es probable que el único acierto haya sido decretar un feriado el día del retorno de la selección, dado que el carácter de la movilización resultaba incompatible con la actividad habitual de la ciudad. Sin dudas, se trató de un estado de excepción, con un pueblo alegre como protagonista indiscutido de la jornada.

La sed verdadera
¿Qué es lo que convocó a millones de personas, sobre todo jóvenes, para arrojarse en torrente hacia las calles con decisión y ánimo de encuentro colectivo? Entre las cientos de entrevistas que los medios de comunicación levantaron ese martes, un joven expresó con genuina emoción que estaba “re feliz”; confesó públicamente sus sentimientos al grito de “¡Argentina te amo!”, y proclamó que “¡hay que festejar, porque esto es hermoso!”. Ese pibe, apenas entrando en su segunda década de vida, quizás no haya tenido –sino hasta hace pocos días– nada para festejar: no vivió nunca el orgullo de un éxito deportivo internacional, ni experimentó un proceso social expansivo e inclusivo que le otorgue sentido y futuro a la vida en sociedad. Probablemente lo único que haya cosechado en sus pocos años es el sentimiento de desánimo, la frustración personal y generacional, la dura realidad de la exclusión del mercado de trabajo, la sensación multiplicada por tantos medios de comunicación de que la solución para los problemas del país es la emigración (para quien la puede costear), y que vivimos en el peor país del mundo… El triunfo mundialista es tal vez la primera saciedad a una prolongada sed para esos jóvenes, que ocuparon las calles con un orgullo recuperado para sí. Tienen ahora algo que les es inexpropiable: esa enorme felicidad victoriosa que el destino puso en su camino.
Los partidos se ganan en la cancha
Claro está que la manifestación record no puede ni debe leerse exclusivamente en clave deportiva. El fútbol es un fenómeno social, y por lo tanto está atravesado por múltiples variables. Sería dificultoso encontrar otra organización o grupo de personas que exprese hoy con tanta unanimidad de criterio los anhelos de nuestra población, como es la selección nacional. El tire y afloje en torno a la visita del equipo a la sede presidencial ofrece una pista para entender el lugar subordinado que detenta el Estado en la consideración popular. ¿De cuál fuente abreva la desvalorización del lugar del Estado como representación de lo nacional, en contraposición con la potencia movilizadora de un grupo de deportistas que ganó la copa del mundo? Una organización se legitima por los beneficios concretos que produce. Un Estado que controla los resortes fundamentales del desarrollo, que garantiza los derechos y cubre las necesidades básicas de la población, que se ocupa de la educación, la salud, la vivienda, la inclusión social y laboral, y que hace de la vida una experiencia digna, asegurando que los hijos e hijas vivan mejor que las generaciones que las preceden, es un Estado que se legitima socialmente. Desde hace algunos años el Estado, cooptado por intereses particulares, se viene demostrando poco capaz para asegurar el bienestar general. En cambio, un equipo de fútbol, aquel que ante cada partido entona el himno luciendo la casaca celeste y blanca, y que finalmente obtiene títulos de amplio reconocimiento en el campo deportivo mundial, se legitima socialmente por la alegría que provoca, por la felicidad que suscita, por propiciar la comunión y la aparente concordia entre la población, por diluir –aunque sea por un momento– las diferencias políticas, de clase, sociales y regionales al interior de nuestro país. El equipo de Scaloni ofreció a la población un sólido sentido de pertenencia, y algo que es fundamental: una identidad de la cual enorgullecernos. Poco de ello parece estar hoy en el campo de acción del Estado. El problema radica en que las mieles ofrecidas por el triunfo deportivo se demostrarán efímeras, porque no alteran ni las condiciones materiales de existencia, ni la producción de riqueza, ni la distribución del ingreso. Es el Estado el que tiene que trabajar todos los días para garantizar la vida y el bienestar de las personas, funciones de las cual ha sido obligado a retirarse paulatinamente, dejándolas en manos del mercado, cuya marca identitaria no es la celeste y blanca ni el sentir popular, sino la acumulación sin límite y la fuga de las riquezas socialmente producidas.
No puede ni debe soslayarse la alegría popular, legítima y contagiosa. Sin ella, la vida sería sólo una herida absurda. Pero tampoco se puede ni debe ignorar el conflicto social y de clase que impide nuestras alegrías duraderas.