“Tengo cuatro hijos y estoy dispuesta a entregárselos al jeque Hasán Nasrallah para que se conviertan en mártires en la lucha contra Israel”, afirma una de ellas.
Los motivos para esta lealtad hasta la muerte, incomprensibles para quienes miran la situación desde afuera, son variados.
Por una parte, Hezbollah no es sólo una milicia, sino un partido político que ha creado una red de servicios sociales muy funcional. Además, el grupo chiíta es, también para muchos suníes, una organización que “ha restaurado el honor de los árabes”.
Tampoco hay que subestimar la brillante retórica de Nasrallah precisamente entre la gente más sencilla. El culto a la personalidad del jeque se ve reflejado en los pósteres con su imagen colgados en los postes de luz y en los parabrisas de los coches.
La crítica abierta contra Hezbollah o Nasrallah es actualmente un tabú. Nadie quiere parecer sospechoso o ser acusado de “traidor” por sus vecinos.
En los refugios de emergencia donde se agolpan muchos chiítas procedentes del sur del país se escucha cómo los refugiados corean con pasión las consignas de Hezbollah y contra Israel.
El valor del martirio es tan alto entre los chiítas que es difícil encontrar en ellos a un hombre entre los 18 y los 40 años.