Cuando Ben Gvir ponga orden

En un país cuyo ethos básico es lo militar -no importa acá si por una necesidad existencial o como respuesta a la hecatombe del pasado, o alguna combinación de ambas y otras-, pareciera que la coalición triunfante está jugando con fuego. Nunca antes en la historia de Israel, un gobierno por asumir encaró un discurso de franco desafío a los mandos militares, de desautorización de la jerarquía, de sospecha de "zurdismo" contra el último bastión del consenso israelí.

Por Yoel Schvartz *

En los últimos días, y en paralelo a las negociaciones para formar gobierno, una serie de sucesos han estado sobre el tapete de la polìtica israelí, teniendo como epicentro la ciudad de Hebrón y la tensión permanente entre los cientos de colonos judíos, los soldados que los protegen, los manifestantes de la izquierda israelí que visitan semanalmente la ciudad (denominados “anarquistas” por los voceros de la derecha,) y la enorme mayoría de pobladores árabes.

Hebrón es, desde hace décadas, un microcosmos que condensa la crispada realidad de la ocupación. Ciudad sagrada para judíos y musulmanes, permanentemente al borde la violencia, escenario del pogrom de 1929 que terminó literalmente con su centenaria comunidad judía, y de la masacre de Baruj Goldstein en 1993 en la cueva de los Patriarcas, masacre que hasta no hace mucho era reivindicada públicamente por algunos de los que hoy se perfilan como la voz cantante del nuevo oficialismo. La misma cueva de los Patriarcas en cuyas inmediaciones el soldado Elor Azaria remató frente a las camaras a un guerrillero palestino ya neutralizado, en marzo de 2016, violando las normas básicas de apertura de fuego y generando una crisis política que llevó a la renuncia del entonces ministro de Defensa, Moshe “Bugie” Ayalon, que se transformó desde ese momento en uno de los críticos más furibundos de Netanyahu y su entorno.

Circula en las redes y los medios un video en el que se vé a un soldado de la Brigada Guivati atacando y golpeando a un manifestante de la izquierda israelí, y a su compañero mirando a la cámara y anunciando que “Ya viene Ben Gvir a poner orden aquí”. Se refiere a Itamar Ben Gvir, convicto por apoyar a una organización definida por Israel como terrorista (el “extinto” Kaj del Rabino Meir Kahana) y líder del partido “Poder Judío”, que será el próximo ministro de Seguridad Nacional (un ministerio de Seguridad Interna pero reforzado en sus atribuciones, que incluiría ahora la responsabilidad sobre la Guardia Fronteriza en Judea y Samaria e inclusive la posibilidad de crear una milicia civil, formada por “ex-combatientes y fuerzas de la Derecha”, para reforzar la seguridad y la gobernabilidad, mantras con las que Ben Gvir ha llevado adelante su exitosa campaña).

El primer soldado está siendo investigado por la policía militar y el segundo ha sido castigado con diez días de prisión en una base militar por una conducta incompatible con sus funciones militares, lo que motivó la furia de los personeros de la ultraderecha. En las redes de la ultraderecha se acusa al comandante de Guivati, y por extención a muchos de los actuales generales, de hacer causa común con la izquierda y no respaldar a los soldados en el frente (el “frente” en este caso sería Hebrón, una ciudad ocupada hace 55 años).  El propio Ben Gvir ha declarado que el castigo a los soldados no es proporcional a la nimiedad de los actos, y advertido que esas prácticas cambiarán en cuanto asuma el nuevo gobierno.

Jugar con fuego

No es la primera vez en los últimos años que desde círculos cercanos a Netanyahu surgen críticas a la conducción militar, pero el actual nivel de virulencia y cuestionamiento es novedoso, si bien sus raíces se pueden rastrear en un pasado de décadas.

En un país cuyo ethos básico es lo militar (no importa acá si por una necesidad existencial o como respuesta a la hecatombe del pasado, o alguna combinación de ambas y otras), pareciera que la coalición triunfante está jugando con fuego. Nunca antes en la historia de Israel, un gobierno por asumir encaró un discurso de franco desafío a los mandos militares, de desautorización de la jerarquía, de sospecha de «zurdismo» contra el último bastión del consenso israelí. Beguin, Shamir, el propio Netanyahu, y ni que hablar Sharon, se cuidaron muy bien de mantener a fuego muy bajo las inevitables tensiones entre su proyecto político y la visión estratégica de las fuerzas de seguridad.

Lejos de representar a alguna “izquierda”, los mandos militares y de Inteligencia suelen insistir en la necesidad de reducir tensiones en Judea y Samaria, de mantener un diálogo con la Autoridad Nacional Palestina y en última instancia de mantener un horizonte político alrededor de la solución de dos Estados. Los mandos militares y el aparato de Seguridad son perfectamente conscientes del efecto que el policiamiento constante de los territorios y la necesidad de proteger a los colonos produce sobre la preparación militar de Tzahal y de sus tropas. Esta visión, que puede denominarse “realista”, suele chocar con el discurso irredentista y los proyectos anexionistas de la derecha israelí. Pero esa tensión solía resolverse en el plano de las reuniones de Gabinete y no llegaba a romper el sólido consenso alrededor del papel de Tzahal y sus comandantes en la sociedad israelí.

Entre el realismo y el maximalismo

Con Netanyahu cada vez más rehén de sus socios políticos, condicionado a resolver su compleja situación judicial, y con Ben Gvir y Smootrich -el líder del Sionismo Religioso y efectivo vocero del nacionalismo mesiánico- inflados como si tuvieran 40 mandatos cada uno, esa doctrina del consenso parece haberse terminado.  Las declaraciones públicas del primero y algunos gestos del segundo (que en un principio exigió el ministerio de Defensa en las negociaciones coalicionarias, para “conformarse” finalmente con un ministerio de Finanzas reforzado con autoridad sobre la Administración Civil de Judea y Samaria), sugieren un cambio de paradigma. Ya no se trata de una discusión estrategica sobre la política de seguridad en los territorios ocupados, sino de una visión que busca eternizar las bases del supremacismo judío.

Hay quienes  ven estas tensiones como una estrategia de Bibi para sujetar las riendas y reposicionarse como el «adulto responsable» de su próximo gobierno, e inclusive como herramienta de presión hacia sus rivales de la centro-derecha para que en un futuro depongan su oposición y acepten unirse a su gobierno para “salvar a Israel” de sus propios demonios.  Recientes declaraciones de Netanyahu, de compromiso con los derechos de las minorías y de salvaguardar a Tzahal de la discusión política, parecieran apuntar en ese sentido.

Pero vale preguntarse en primer lugar si no es demasiado tarde para «domar» a sus ultras. La historia es rica en ejemplos de fuerzas que una vez desatadas han tomado una dinámica propia y han terminado destruyendo inclusive a aquellos que las han cultivado. No menos importante es preguntarse hasta qué punto Tzahal y los servicios de Seguridad de Israel aceptarán el papel de policías a cargo de hacer cumplir  una polìtica que contradice su visión profesional. Los proximos meses nos dirán si seremos testigos de un proceso de alineamiento ideológico  o por el contrario alguna forma de oposición o protesta por parte del grupo más poderoso y respetado de la agrietada sociedad israelí. Declaraciones como las del actual diputado y ex.comandante en Jefe del Ejército, Gadi Eizenkot, llamando a poner “un millón de israelíes en la calle para la defensa de la democracia” parecieran indicar una dirección posible.

* Historiador y docente