Ricardo Feierstein y el discreto encanto de la nostalgia

La escritora Virginia Feinmann ofrece -especialmente para Nueva Sion- algunas sutiles y sentidas pinceladas sobre el último libro, con tintes autobiográficos, de Ricardo Feierstein, editado por Tzavta. “A lo largo de Nostalgias imprecisas, aquel niño de Villa Pueyrredón estudiará Arquitectura, pegará un estirón de 2 metros, viajará por el mundo, escribirá libros, explorará los matices de su judaísmo y sobre el final volverá al principio”.

Por Virginia Feinmann

Los pies del niño sentado en una tarima no llegan al piso. Los zapatitos blancos, puede adivinarse, todavía dieron muy pocos pasos sobre este mundo. Para asegurarse de que valdrá la pena darlos, el niño llama por teléfono al futuro y exige saber su destino. Lo despachan con evasivas y generalidades. Entonces se baja y pisa de todos modos. A lo largo de Nostalgias imprecisas –reciente volumen de cuentos de Ricardo Feierstein– el niño estudiará Arquitectura, pegará un estirón de 2 metros, viajará por el mundo, escribirá libros, explorará los matices de su judaísmo y sobre el final volverá al principio: los demás encuentran su pronóstico en una galletita de la fortuna, pero él la traga con papel y todo. Sabe que la vida se acepta con lo que venga, y –en tanto buen sartreano– con lo que uno haga a partir de eso.

Pero vayamos por partes.

La forma al servicio del contenido

Los primeros cuentos hacen gala de un estilo experimental, rupturista, que Feierstein cultiva con soltura como integrante de la vanguardia literaria de los 60-70. Produce placer estético leerlos, desde ya, pero la decisión no es caprichosa. En “Genealogía: azar y elección”, el uso permanente del condicional: “Si un grupo revolucionario no hubiera asesinado al zar Alejandro II. Si mi abuelo Moishe Burej no hubiera sido reclutado en la Primera Guerra. Si toda la rama paterna no hubiera estado formada por sastres”, no nos deja bajar jamás, nos tiene en ascuas, va generando un ritmo, un suspenso, es el pulso de una posibilidad, es la respiración entrecortada del inmigrante polaco que viaja de polizón a un país que desconoce, es una combinación infinita de hechos, sin conclusión ni respuesta más que la vida. Vivir. O seguir leyendo, que en este caso es lo mismo.  

En “Tiempos sin presente del indicativo”, el recurso formal consiste en conjugar los verbos en todos los modos posibles salvo el presente. “Y en la fiesta de la escuela que festejaron el día de la independencia de Israel nos sentarían con los banquitos adelante de los papis y nos hubieren dado la banderita con la estrella azul y yo me di vuelta y le hube dicho a papi mirá como si tuviera o tuviese la estrella de sheriff justiciero”. El registro remeda la psiquis infantil aún en conformación. Pero narra de todos modos una historia, y su sonoridad –su ser casi otro idioma que a la vez entendemos– resulta apasionante. Esta elección tampoco es arbitraria y va generando la idea de que nada realmente ES, que el presente es una sustancia de difícil acceso, y que solemos vivir entre la nostalgia del pasado y la fantasía de lo por venir.

El terreno de la añoranza

“La infancia es la patria del escritor” dijo Rilke, y en el caso de Feierstein es una patria multiétnica. En los años 50, Villa Pueyrredón era una suerte de Naciones Unidas vernácula, donde quienes jugaban a la bolita, al fútbol o se trenzaban en peleas aprendidas del cine eran hijos de gallegos, judíos rusos, judíos polacos, sicilianos, asturianos, gitanos, búlgaros, yugoslavos o portugueses. El barrio de esa época es un territorio mítico donde la madre debe prestar atención al cruzar la calle porque ya pasan “no menos de 5 vehículos por hora”. Donde el sobrenombre más común de los niños es “Tito”, donde la burla más osada es decirle al que pegó un estirón que deje bajar sus botamangas a tomar agua, donde se pintan papeles de marrón para que parezcan billetes de 100 y se espía al que se agacha a levantarlos.

Los chicos de Villa Pueyrredón son un sujeto colectivo. La narración está en primera del plural: nosotros (mezclada a veces con un impersonal chismoso: “se decía”). Son ellos los que ponen los sobrenombres: “Pintita”, “Anchoíta”, “Miti y Miti” o “el flaco Angustia”. Ellos avisan, con un sistema de postas, que la Susi se bajó del colectivo a una cuadra, sana y salva después del bombardeo del 55.

Feierstein consigue un efecto anacrónico. Quienes no vivimos la época la extrañamos igual. Nos impregna una nostalgia profunda por algo que no conocemos. Deseo, yo, de pronto, dejar de sentir que algo me falta si no tengo el celular en la mano derecha; poder sentarme en la vereda y jugar a adivinar con qué número termina la patente del auto que, en algún momento, pasará.

Puedo imaginar a Feierstein en una charla parsimoniosa con mi padre, que nació apenas un año después que él, y que en vez de ir al Cine Aconcagua iba al Cine Cabildo, que en vez de un “desesperado enamoramiento con Dorothy Malone” lo tenía con Virginia Mayo, que compartía la fantasía de “volar” como un arquero, y que al visitar de adulto su casa de la infancia también se dirigió a la escalera –sin una sombra de duda– y encontró el hoyo que había hecho para jugar a la bolita.

La paleta judía

La paleta de Feierstein –que entre otros es autor de Vida cotidiana de los judíos argentinos, Contraexilio y mestizaje: ser judío en la Argentina y Memoria e identidad: las avenidas del barrio judío en la ciudad literaria– obviamente incluye todos los colores de esta particular forma de existir en el mundo. Así las páginas están salpicadas de cursivas para varénikes, knéidalej, guefilte fish, goglmogl o káchkale. Las madres aguzan el ingenio para embuchar de comida a sus hijos. El viejo más cascarrabias relaja el ceño ante el primer bocado de kamish, que lo lleva a su infancia en una aldea polaca. Marcos consulta a Sartre, a Raphael Patai, a Jacques Hassoun y a Carlos Grünberg sobre cómo vivir su identidad. Elías traduce el anuncio de la era mesiánica a su versión laica, como advenimiento de la revolución socialista.

Y las esposas siempre tienen la última palabra.

Detener la vida

Hay un texto del libro que funciona como bisagra. Narra el reencuentro, 50 años después, de los estudiantes del Colegio Nacional Reconquista. Mezcla registros entre el diálogo, la reproducción de un discurso leído, el monólogo interno y la narración objetiva. Y lo que empieza como el recuerdo emocionado de una estudiantina que aprende a vivir entra en un proceso de degradación –almuerzo tras almuerzo, mail tras mail, brulote tras brulote antisemita y xenófobo– que termina alejando al protagonista, y empujándolo de manera irremediable hacia la nostalgia como única salida.

Es la vida real que viene a arruinar el recuerdo. Las primas amadas están llenas de cirugías, el patio de la escuela es pequeño y las casas de la infancia han sido horrendamente refaccionadas.

Por eso Feierstein cita a Faulkner. Escribir es tratar de detener la vida. En cada uno de estos cuentos, se ha preservado la esencia sutil de una vida bien vivida. Con las herramientas propias del oficio, el escritor la mantuvo fija, para que en todo momento quien desee pueda leerla y hacerla vivir otra vez.