Ser sionista de izquierda y antiimperialista: un repaso de ayer a hoy

En este profundo ensayo, el historiador argentino-israelí se refiere a la intrincada relación entre el sionismo, la izquierda y el antiimperialismo. Desde las cambiantes políticas de la URSS respecto del Estado de Israel hasta el más reciente antisionismo poscolonial, Senkman repasa el conflictivo vínculo Del movimiento de liberación nacional de pueblo judío y los discursos antiimperialistas, y cómo esta tensión fue vivida por el sionismo de izquierda. “Ser de izquierda y antiimperialista hoy, pareciera sigue siendo tan ilegítimo como ayer”, sentencia el autor.
Por Leonardo Senkman, desde Jerusalén.

Pertenezco a la generación de judíos argentinos de los años sesenta que enfrentamos los mitos conspirativos tanto de la derecha nacionalista (Tacuara y grupos del peronismo sindical) como de la izquierda comunista. Si los Tacuaras nos acusaban de judíos ‘bolches’ y cipayos con doble lealtad, los integrantes del PC acusaban a nuestro sionismo socialista de hacerle juego al imperialismo. Enfrentamos con bastante éxito la violencia tan temida del primer mito porque todos reconocían que éramos antifascistas. En cambio, mucho más difícil fue militar como sionistas socialistas y ser aceptados “de izquierda” en Argentina.
El antiimperialismo era un test ineludible que debíamos pasar para que nos aceptaran como jóvenes de izquierda: una prueba que no debían pasar ni los camaradas bolches, de quienes nadie dudaba de su antiimperialismo yankee, ni los militantes antibritánicos de la izquierda nacional. Años antes de la Guerra de los Seis Días ambos nos echaban en cara que el pecado original del Estado de Israel durante la Guerra Fría era haber girado hacia Occidente. No les importaba que en la Juventud Anilevich nos posicionábamos contra el partido pro norteamericano de Ben Gurión y que Nueva Sion era el vocero del Partido Obrero Unificado Mapam, homólogo al Partido Socialista Italiano de Pietro Nenni. Ya en aquellos años el prejuicio antiisraelí no admitía matices.
La derrota de los países árabes que la URSS había armado previo a la Guerra de los Seis Días fue una afrenta insoportable para Moscú: desde entonces, Israel será difamada de imperialista en todos los foros ya que su alineamiento político y militar con los EEUU fue y continúa siendo prueba inexcusable del ADN imperialista del estado judío.
Rápidamente la URSS y sus PC se volvieron amnésicos sobre la decisiva ayuda para la creación del Estado de Israel por parte del bloque de países pro soviéticos. El fundamento histórico e ideológico del discurso de Andrei Gromyko, el representante de la URSS en la ONU, fue sustituido por la diatriba oficial antiisraelí durante los años de la Guerra Fría. La tercera edición de la Gran Enciclopedia Soviética (1969-1978) pontificaba, impertérrita: “Las principales posturas del sionismo moderno son de militantes del chauvinismo, racismo, anti-comunismo y de antisoviéticos; (…) sirviendo como el escuadrón delantero del colonialismo y neocolonialismo, el sionismo internacional participa activamente en la lucha contra los movimientos de liberación nacional de los pueblos de África, Asia y América Latina”.
Pero no todos los judíos de mi generación aceptaron olvidar la fundamentación histórica de Gromyko para apoyar la creación de Israel. Sus palabras siguen siendo el desmentido más contundente a la incriminación de “imperialista” al estado judío.  En 1947 la URSS era favorable a “la creación de un Estado judeo-árabe unificado”. Pero Gromyko añadía: “si se viera que las relaciones entre los judíos y los árabes de Palestina son tan tensas que es imposible asegurar la coexistencia pacífica”, entonces Moscú apoyaría la “partición de Palestina en dos Estados, un Estado judío y un Estado árabe”. Incrédulo, David Ben Gurión declaró: “una toma de posición así constituye para nosotros un regalo inesperado… La Unión Soviética es ahora la única potencia que apoya nuestra causa”.
De hecho, en la votación del 29 de noviembre de 1947 en la ONU, Moscú y sus satélites (salvo Yugoslavia) apoyaron la partición. Más aún, cuando en marzo de 1948 la guerra civil en Palestina empujó a Washington a renunciar su apoyo a la partición, Gromyko machacó en el Consejo de Seguridad de la ONU: “El único medio de reducir el baño de sangre es la creación rápida y efectiva de dos Estados en Palestina”. La URSS mantendrá esta posición al día de la proclamación de la independencia de Israel, el 14 de mayo de 1948. Dos días después, el ministro israelí de relaciones exteriores, Moshé Shertok, escribió a su homólogo Viatcheslav Molotov para pedirle el reconocimiento de Israel y expresarle “la inmensa gratitud del pueblo judío de Palestina y de los judíos del mundo entero por la posición firme de la delegación de la URSS en la ONU sobre la creación en Palestina de un Estado judío independiente y soberano, y por la defensa de tal posición a pesar de todas las dificultades”. Al día siguiente, el 17 de mayo, Moscú será la primera potencia mundial en reconocer de jure a Israel.
Pero, por si fuera poco, otro posicionamiento diplomático de la URSS constituía un histórico e incontrastable antecedente, que los comunistas prefirieron olvidar durante los años sesenta y setenta. No solo apoyará la admisión del Estado judío en el seno de la ONU el 12 de mayo de 1949 sino que también, sobre la cuestión de los refugiados, Moscú decidió defender la posición israelí: ¡votó contra la resolución 194 del 11 de diciembre de 1948 que planteaba el derecho de los refugiados palestinos al retorno o a una compensación![1]
Abba Eban explicó aquella actitud soviética en términos antiimperialistas: “En 1948, Moscú nos había apoyado porque éramos los mejores garantes de la salida de los británicos de Palestina. Una actitud idéntica por parte de los países árabes respecto a Gran Bretaña y sus aliados llevó posteriormente a los rusos a adoptar una actitud pro árabe”.
En cambio, años después, hasta el líder judío del PC de la Palestina mandataria, Meir Vilner, quien había firmado la Declaración de la Independencia “por antibritánico”, silenciará el rol antiimperialista de la Haganá laborista cuando se volvió un obediente estalinista. Mucho menos reconocerá el terror de la derecha sionista del Irgún, Stern y Leji, que obligaron a Londres estacionar hasta 100.000 soldados, de los cuales 758 murieron entre 1945 y 1948. Sin dudas, el fin del Mandato marcó el declive imperial del Reino Unido: en el mismo año de la partición de Palestina, la Pérfida Albión perdía en agosto de 1947 su diadema colonial imperial más valiosa. El movimiento independentista, encabezado por el Congreso Nacional Indio (INC) y caracterizado en gran parte por la resistencia no violenta y la desobediencia civil, provocó la partición del territorio colonial, en el cual el Imperio Indio Británico se dividió con criterio religioso entre Unión de la India y el Pakistán. Semejante a la Palestina mandataria, la partición desembocó en violentos disturbios, centenares de miles de muertes y millones de hindúes, Sijs y musulmanes refugiados. El fracaso de Gran Bretaña en Palestina y su evacuación de la India Británica apuró su declive progresivo en toda la región: desde la revolución de los Oficiales Libres en Egipto (1952) al derrocamiento de la monarquía en Bagdad (1958).
Pero el giro decisivo para consagrar el antiimperialismo como prisma de legitimación de los movimientos nacionales de liberación se da en 1955: la URSS adhiere a la descolonización del mundo árabe y concluye un contrato de entrega de armas con el Egipto de Nasser, campeón del panarabismo y aliado militar de Siria y Jordania. Nasser nacionalizó el canal de Suez en julio de 1956 mientras armaba a los fedayines palestinos en Gaza, imponiendo el bloqueo de los estrechos de Tirán, vía de acceso a Eilat.
La respuesta fue la guerra del Sinaí, librada sobre territorio egipcio en 1956, mediante la alianza militar del Reino Unido, Francia e Israel, aunque también contó con el apoyo -en mayor o menor medida- de países pro imperialistas que actualmente conforman la Liga Árabe. El éxito militar de la aventura colonialista se transformó en derrota política por el ultimátum compartido de ambas potencias imperialistas adversarias, los EEUU y la URSS, forzando a la evacuación total de los ejércitos invasores.
Desde entonces, Nikita Jrutchov consagró el vituperio de “Israel, instrumento del imperialismo contra los pueblos árabes con el objeto de explotar implacablemente las riquezas de la región”, slogan de condena política extendida también a los partidos de la izquierda sionista[2].
Iniciativas como el Movimiento de Países No Alineados o el apoyo de la URSS a la independencia de los pueblos en el Tercer Mundo colaboraron a que, finalmente, se accediera a dar el paso hacia la descolonización. Consecuentemente, Israel y el sionismo durante los años sesenta y setenta fueron condenados de colonialistas por el Movimiento de Países No Alineados. Integrado por países que supuestamente no debían adherir a ninguno de los bloques enfrentados en la Guerra Fría, Israel fue víctima de un conflicto entre potencias imperialistas que, según advertía Nkrumah, distraería a los africanos de su objetivo: la independencia.
Así, un año antes de la guerra del Sinaí, en la Conferencia de Bandung, por iniciativa de los presidentes Jawaharlal Nehru (India), Gamal Abdel Nasser (Egipto) y Sukarno (Indonesia), Israel fue condenada como país colonialista por 29 estados principalmente afro-asiáticos recientemente descolonizados, aunque la independencia de la mayoría haya sido conseguida con tutela neocolonial de las antiguas metrópolis europeas.
Luego de la Guerra de los Seis Días, cuando las superpotencias se alinearon a ambos lados de la discordia violenta árabe-israelí, el Movimiento de Países No Alineados se alineó del lado de uno de sus miembros fundadores, Egipto, poniendo así en tela de juicio la supuesta consistencia de la no alineación.
Desde su principio, el Movimiento de Países No Alineados enfrentó el problema de cómo comprometerse dentro del sistema internacional bipolar. Por un lado, se suponía que se mantendría al margen de los bloques de la Guerra Fría; por el otro, su misma existencia propulsaba la toma de partido de sus miembros en el discurso antagónico de ambos imperialismos, el soviético y el estadounidense. Por lo tanto, ese Movimiento fue parte de la Guerra Fría, aun si su voluntad era no participar de ella. Esta contradicción inherente casi desgarró a los No Alineados durante sus primeros doce años. Asimismo, en Argentina, nos perturbaba como sionistas socialistas de Juventud Anilevich porque reclamábamos reconocer también a Israel como un país de la onda de descolonización, pero el antiimperialismo de la izquierda politizada en aquellos años negaba a Israel el derecho a ser reconocido como otro nuevo estado-nación del Tercer Mundo descolonizado, un país surgido de particiones territoriales sangrientas con centenares de miles de desplazados, como ambos países enfrentados en el conflicto indopaquistaní, ese cruento parto contemporáneo del conflicto israelí-palestino.
Asimismo, vivíamos indignados en la Juventud Anilevich porque la Israel “bengurionista” violaba el principio estratégico internacional de no alineación durante la Guerra Fría. En la izquierda sionista juzgábamos que el deber de la hora era velar por los intereses del pueblo judío que vivía en países pertenecientes a ambos bloques mundiales enfrentados: la diáspora judía exigía del Estado judío observar una estricta posición principista de no alineación. Postura estratégica que no era exclusiva de la izquierda sionista: también la hizo suya el lúcido dirigente sionista liberal Nahum Goldmann, legendario presidente del Congreso Judío Mundial (1951–78) y de la Organización Sionista Mundial (1956-1968).
Además, desde un punto de vista principista a escala global durante los años sesenta, considerábamos que tomar partido por uno de los dos imperialismos en la Guerra Fría conducía a identificaciones políticas erradas. Nuestra condena a EEUU contra la guerra de Vietnam fue una causa justa, pero para lograr tener derecho de solidarizarnos con las víctimas rechazábamos la exigencia de adhesión acrítica al Vietcong, en tanto ícono antiimperialista. Los reflejos anticoloniales del movimiento de No Alineación lo condujeron en el este asiático por mal camino hacia el apoyo incondicional a Vietnam del Norte y al régimen emergente de Pol Pot en Camboya durante la primera mitad de la década de 1970.

Politización del antiimperialismo y autodeterminación de los pueblos

La politización del antiimperialismo desplazó durante mucho tiempo el paradigma de la autodeterminación de los pueblos para legitimar la reflexividad política de quienes luchábamos por la liberación nacional y social. Este principio había sido tempranamente adoptado en diciembre de 1960 por la Asamblea General de la ONU cuando aprobó la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales. En ella se establecía que “todos los pueblos tienen el derecho a la libre determinación”, lo que los habilita, entre otras cosas, a determinar libremente su condición política. El resultado es de sobra conocido: entre 1945 y 1975 se crearían un total de 93 nuevos estados, proceso histórico de descolonización que volvió a situar en un primer plano los problemas de indeterminación de fronteras y ambigüedades étnicas.
Aunque menos indeterminado que el antiimperialismo, el mayor problema del principio de autodeterminación era la inexactitud de su configuración, que no solo impedía saber a ciencia cierta en qué supuestos se podía aplicar, sino que su propia aplicación parecía ser contradictoria con otros principios. De hecho, en la Declaración se intentaba limitar su alcance estableciendo que todo intento encaminado a quebrantar la unidad nacional y territorial de un país era contrario a los propósitos y principios de las Naciones Unidas. Sin embargo, las dificultades continuaban, incluso con territorios que se pueden considerar descolonizados.
Un ejemplo de manipulación antiimperialista que desalojaba al principio de autodeterminación judía fue adoptado en enero de 1966 cuando tuvo lugar en La Habana, la Primera Conferencia Tricontinental, con la participación de gobiernos y organizaciones de África, Asia y América Latina. El objeto fue acordar lineamientos para la lucha anticolonial y la creación de la Organización de Solidaridad de los Pueblos África, Asia y América Latina (OSPAAAL). Dos de los líderes de mayor prestigio en el desarrollo y pronunciamientos de aquel encuentro fueron Fidel Castro, líder de la revolución cubana, y Gamal Abdel Nasser, campeón del panarabismo e ícono de la descolonización de las revoluciones nacionalistas en el Tercer Mundo.
En aquella Tricontinental la condena al imperialismo israelí fue absoluto e intentamos reaccionar desde Nueva Sion. En primer lugar, nos resultaba intolerable que los organizadores censuraran indiscriminadamente la participación de la delegación israelí, conformada por militantes del Partido Comunista de Israel y el Comité Israelí por la Paz, que reunía a militantes de diversos partidos y organizaciones sionistas de izquierda. En segundo término, la Conferencia promulgó una resolución específica sobre el conflicto israelí-palestino que caracterizaba al sionismo como “un movimiento imperialista por naturaleza”, cuyos métodos eran “racistas y fascistas”. Repudiaba, además, la emigración de europeos a Palestina como una forma de dominación imperial–colonialista. Finalmente, mientras legitimaba la lucha de la OLP por la independencia de Palestina, condenaba la existencia del Estado de Israel y promovía su boicot a través de la ruptura de relaciones políticas y el boicot económico y cultural.
El maniqueísmo antiimperialista de aquella declaración fundacional que excluía a las fuerzas progresistas israelíes fue aprobado en la Tricontinental. Sin embargo, hubo honrosas abstenciones de las delegaciones de Uruguay (Carlos Quijano, director de Marcha y Eduardo Galeano, director de Época) y de intelectuales de Argentina (Ismael Viñas, León Rozitchner, miembros del MLN). La denuncia de tal maniqueísmo ha sido recopilada en dos icónicos documentales, publicados por Nueva Sion luego de la Guerra de los Seis Días: Israel, un tema para la Izquierda e Informe sobre Medio Oriente, compilados por mis javerim Bernardo Kliksberg y Nahum Solán. No tiene desperdicio la desmitificación del escritor Bernardo Kordon, entonces simpatizante pro China: “Se está por la destrucción de Israel o se es pro imperialista. El rey Feisal y el generalísimo Franco pasan a ser amigos del socialismo árabe, mientras el nombre de Jean Paul Sartre encabeza la lista negra publicada en Argelia. No interesa recordar quiénes masacraron y torturaron argelinos, sino tener presente y nunca olvidar quienes no aceptaron la destrucción de Israel”.

El antisionismo en la nueva teoría marxista del imperialismo

Lejos de morigerarse con el tiempo, la politización creciente del antiimperialismo ganó ímpetu en las décadas siguientes, a medida que fue avanzando la globalización y la legitimización del ataque al sionismo en foros internacionales. Un proceso paralelo a funestas políticas de seguridad de los gobiernos israelíes que profundizaron la ocupación civil militar en territorios palestinos, implantando, de hecho, un sistema apartheid condenado por el derecho internacional.
Simultáneamente, la manipulación del discurso antiimperialista contra Israel tomó nuevo impulso, especialmente en nuevas teorías neo-marxistas sobre el imperialismo, focalizadas en las relaciones estratégicas a nivel económico y militar de Israel como proxy de los EE.UU.
El conocido ensayista latinoamericanista marxista de EE.UU., James Petras, interpela al rol del sionismo en las actuales configuraciones del poder sociopolítico e ideológico que conformarían la política imperial de Estados Unidos. En un difundido texto de 2006 advertía sobre el olvido en las teorías sobre el imperialismo contemporáneo “del papel que juegan las configuraciones del poder sionista y los ideólogos militaristas en la conformación de la política norteamericana en el Medio Oriente, a pesar de ser una consideración crucial del Estado imperial norteamericano y del imperialismo contemporáneo, tanto en la teoría como en la práctica”[3].
Ahora bien: me parece interesante dar a conocer las opiniones del filósofo Noam Chomsky, reconocido ícono intelectual judío norteamericano de izquierda, insospechable de defender a gobiernos de Israel, sean laboristas o de derecha, cuyas presuposiciones contradicen frontalmente las denuncias de Petras del supuesto poder sionista en EE.UU.
Petras no disculpa al notable lingüista e intelectual de izquierda el hecho de haber omitido en sus críticas a los grandes medios de comunicación norteamericanos la acusación de estar controlados por el lobby pro Israel: “¿Es un simple lapsus puntual o se trata de un caso de amnesia intelectual ideológicamente inducida?”, se pregunta Petras[4].
Pero leamos primero cómo Petras formula sus preguntas capciosas e “ideológicamente inducidas”, antes de sacar conclusiones: “Chomsky, crítico notable de la manipulación de los medios de comunicación, atribuye a la influencia de las grandes empresas las noticias contrarias a los trabajadores que dichos medios publican. No obstante, a la hora de evaluar la abrumadora manipulación pro israelí, nunca analiza los vínculos entre la élite pro israelí de dichos medios y el sesgo en favor de ese país”.
Inmediatamente, Petras recuerda que Chomsky ha sido vilipendiado por todas las principales organizaciones y medios de comunicación judíos y pro israelíes por sus críticas de las políticas israelíes hacia los palestinos, “aunque siempre haya defendido la existencia del Estado sionista de Israel”. Y, a pesar de reconocer su bien ganada reputación “de documentación, disección y exposición de la hipocresía de los gobiernos de Estados Unidos y de Europa, y de sus agudos análisis de los engaños intelectuales de los apologistas imperiales”, Petras deplora que sus virtudes analíticas “están lamentablemente ausentes en relación con el debate sobre la formulación de la política exterior de Estados Unidos en Oriente Próximo, en particular el papel de su propio grupo étnico: el lobby judío pro israelí y sus defensores sionistas en el gobierno”.
Explícitamente, Petras reconoce que su hipótesis explicativa es de carácter identitario sobre la supuesta “ceguera (de Chomsky) de criticar cualquier imperialismo salvo el propio y con los abusos de poder que otros cometen, pero no de los que cometen los de su grupo”.
Pero, si analizamos detenidamente los argumentos centrales de Chomsky que tanto molestan a Petras, comprenderemos que el afamado intelectual de izquierda no sionista rechaza validar ciertos prejuicios bastante frecuentes entre propagandistas antisionistas enrolados en teorías del imperialismo.
En efecto, las principales “proposiciones dudosas” criticadas por Petras son, indudablemente, teorías conspirativas inadmisibles para Chomsky sobre el fabulado poder judío que controlaría a gobiernos y elites de poder en EE.UU. Así, Chomsky cree que se trata de un lobby judío como cualquier otro, sin influencia especial o espacio significativo alguno en las políticas de EE.UU. El poder de los grupos que apoyan a Israel no sería mayor o más influyente que el de otros grupos de presión. Además, Chomsky sostiene que las principales fuerzas que conforman la política de Estados Unidos hacia Medio Oriente son las grandes corporaciones petroleras y el «complejo militar-industrial», dos grupos que no están relacionados con el lobby pro israelí. Asimismo, el insigne lingüista está convencido de que la guerra de Irak y las amenazas a Siria e Irán en 2006 son obra en su origen de las grandes corporaciones petroleras y el «complejo militar-industrial», y no el resultado del lobby pro israelí o de sus colaboradores en el Pentágono y otros ministerios.
Finalmente, Petras rechaza indignado proposiciones de Chomsky sobre relaciones internacionales y política imperial. Así, desecha la proposición de que la debilidad del lobby quedaría demostrada por el hecho de que Israel no es sino «una simple herramienta» en la construcción del imperio estadounidense, utilizada cuando es necesaria y abandonada después. No sorprende, entonces, que sean totalmente inaceptables para Petras otras proposiciones de Chomsky, especialmente su sospecha de que el programa del lobby pro Israel tendría éxito porque coincidiría con los intereses de los grupos e intereses dominantes en el Estado norteamericano, ya que “los intereses de Estados Unidos coinciden, en líneas generales, con los intereses de Israel”.
El antisionismo antiimperialista de Petras, al criticar la supuesta “ceguera” de Chomsky, continúa tributaria de la falaz lógica conspirativa que aún sigue alimentando algunas teorías del imperialismo. De lo contrario, resulta incomprensible la explicación de Petras sobre la responsabilidad que atribuye a Israel en las últimas guerras norteamericanas: “En cuanto a las costosas y destructoras guerras contra Irak, en la obediencia al liderazgo israelí y a sus lobbies, la política pro israelí ha socavado gravemente la capacidad militar de Estados Unidos para defender su imperio, ha conducido a una pérdida de su prestigio y ha desacreditado toda manifestación estadounidense de liderazgo en el ámbito de la libertad y la democracia”.
Pero aún más incomprensible resulta leer del teórico de economía marxista Petras su denigración en clave moral contra los dirigentes de Israel en el siguiente discurso de odio: “Ayer, las principales organizaciones sionistas nos informaban a quién se puede criticar y a quién no en Oriente Próximo; hoy, nos informan de a quién podemos criticar en Estados Unidos; mañana, nos obligarán a humillar nuestras cabezas y tragar sus mentiras y engaños, a fin de dar respaldo a nuevas guerras de conquista al servicio de un régimen colonial moralmente repugnante”[5].
Por el contrario, las críticas de Chomsky a la ocupación militar y a la expansión territorial israelí se leen en las antípodas de la satanización antiimperialista de Petras. Cuando el gran filósofo lingüístico de la teoría de la gramática generativa recordaba que la ocupación sine die israelí en los territorios envenena la moral de su población, invocaba al eximio pensador judío israelí ortodoxo Yeshaiahu Leibowitz para comprender su implacable juicio ético. Así, Chomsky advertía a los israelíes en noviembre 2018 que “en el caso de que la ocupación continuara la población de religión judía podría llegar a convertirse en lo que Leibowitz llamó Judeo-Nazis”. Chomsky reconocía que tal calificativo es un “término duro” y que la mayoría de los ciudadanos judíos no se habrían dejado llevar hasta el punto de describir a Israel de esta manera, pero que la respetada posición de “profeta iracundo” de Leibowitz le permitía hablar sobre Israel sin importarle exponerse a las iras del establishment que le negó el Premio Israel.
A diferencia de antisionistas como Petras, que cuestionan la legitimidad misma de la existencia estatal judía, el no sionista Chomsky critica solamente las anexiones al Gran Israel, como el mismo plantea: “No debemos engañarnos pensando que los acontecimientos se están desarrollando hacia un resultado de un Estado o hacia una confederación, como se está discutiendo ahora por parte de algunos de la izquierda israelí. No se está avanzando en esa dirección, ni siquiera es una opción por ahora. Israel nunca lo aceptará mientras tenga la opción del Gran Israel. Y, además, no hay apoyo para ello en la comunidad internacional”[6].
También Chomsky sale al cruce a uno de los mantras más asiduos del antisionismo: la comparación entre la ocupación israelí en territorios palestinos con el apartheid sudafricano: “Sudáfrica necesitaba a su población negra, dependía de ella. La población negra era el 85% de la población. Era la mano de obra; el país no podía funcionar sin esa población y, en consecuencia, intentaron hacer su situación más o menos tolerable para la comunidad internacional… Esperaban el reconocimiento internacional, que no obtuvieron. [Pero eso] no ocurre con los palestinos de los Territorios Ocupados. Israel sólo quiere deshacerse de ellos, no los quiere. Y sus políticas durante los últimos 50 años, sin mucha variación, han sido simplemente hacer la vida invivible de alguna manera, para que [el pueblo palestino] se vaya a otra parte”[7].

 El nuevo antisionismo poscolonial: ¿antiimperialismo posmodernista?

La versión historiográfica del posmodernismo procura eliminar la fecunda tensión que siempre existe entre, por lo menos, dos mundos y culturas diferentes, además entre el pasado y presente. La tendencia a anular esta tensión propia del lingüistic turn que reduce todo el pasado a un texto implica un riesgo: porque si todo se reduce al texto, se puede malearlo de cualquier manera, ya que se utilizan categorías globales y universales, aunque se ignore casi todo sobre las contradicciones de un proceso histórico local. Tal tendencia presenta una distinción básica entre la investigación histórica y el escrito histórico. Por más que en la fase investigadora el historiador pueda establecer qué ocurrió en el pasado y cómo, de forma descriptiva y explicativa, las monografías históricas posmodernistas no son más que interpretaciones narrativas, representaciones en suma, y éstas no son sino Gestalten, organizaciones del conocimiento, más que conocimiento en sí mismo. Lo importante en la historiografía posmoderna es desplegar nuevas formas de imaginar, representar y experimentar el pasado.
El reciente libro de Jorge Ramos Tolosa, Palestina desde las Epistemologías del Sur (Buenos Aires, CLACSO, 2022), reemplaza la vieja categoría marxista del antiimperialismo por unas pretendidas epistemologías del Sur global con el designio de representar el pecado ontológico original de Israel: el de ser un condenable caso de colonialismo de asentamiento del Norte.
El primer apotegma del profesor de historia de la Universidad de Valencia es negar el carácter de “conflicto” al histórico altercado y combate nacional Palestina-Israel: “explicar lo que ocurre en Palestina como un “conflicto” mueve a pensar que la relación histórica entre el colonialismo sionista-Estado de Israel y la población palestina colonizada es, de alguna manera, una relación entre dos partes simétricas que desarrollan roles similares. Esto es erróneo”, pontifica el autor, “puesto que ensombrece que Israel- Palestina ha sido el lugar en el que se ha puesto en práctica un proyecto (en marcha) de colonialismo de asentamiento”.
La condena de Ramos Tolosa, por lo tanto, no es contra la alineación internacional imperialista de Israel sino contra su atribuida naturaleza de ‘colonialismo de asentamiento’ a fin de ilegitimar la existencia de Israel desde su misma creación nacional. Si bien el historiador Ilan Pappe ya había utilizado el colonialismo de asentamiento sionista como categoría para explicar su teoría de “limpieza étnica”, la novedad de Ramos Tolosa es su abordaje hermenéutico y cultural.
Su segundo apotegma: la guerra de Independencia de Israel no solo deja de ser un sangriento enfrentamiento nacional entre dos pueblos que se disputan la misma tierra, sino que la Naqba, dice Ramos Tolosa, no habría terminado con los armisticios de 1949 y fue apenas el inicio del despojo territorial y limpieza étnica colonial del sionismo, el cual continuaría hasta el día de hoy.
Basado en un esencialismo que excluye a los pueblos del Sur respecto del Norte, la oposición entre Israel y Palestina es deconstruida no desde la historia de ambos pueblos sino desde un radical antagonismo ontológico por una línea divisoria cartográfica entre pueblos que arbitrariamente aísla a los que son del Sur global de aquellos del Norte que no son.
“La modernidad y su otra cara, la colonialidad, operan a través de líneas abismales. Como explica Boaventura de Sousa Santos, la realidad social está dividida entre “el universo de ‘este lado de la línea’ y el universo del ‘otro lado de la línea’”. Esta es la distinción entre las sociedades metropolitanas o del norte global y los territorios colonizados o excolonizados. Esta separación supone la invisibilización del otro”.
Pretendiendo dar un ejemplo histórico de colonialismo de asentamiento, Ramos Tolosa compara la empresa de colonización sionista con el paradigmático Estado Libre del Congo (1885-1908), colonia privada del rey Leopoldo II de Bélgica tras el reparto colonial de África.
“Por un lado, a este lado de la línea abismal, en Bélgica, existía el “Estado de derecho”, el país era una monarquía constitucional liberal desde 1831 y operaba una pugna entre los principios de emancipación y regulación. Mientras tanto, al otro lado de la línea, en el territorio colonial del “Estado Libre del Congo”, ese mismo monarca constitucional imponía una zona del no-ser, negando ontológicamente que las personas congoleñas fuesen sujetos y que pudiesen estar regidas por el derecho”.
Ahora bien: tales trasplantes ilegítimos de la posmoderna teoría poscolonial son más peligrosos que los realizados por los usos del antiimperialismo. Ramón Tolosa ensaya trasplantar un eje transversal entre componentes antihegemónicos –de raíz vinculada a la izquierda– y la ideología etno-nacionalista que hoy reivindican regímenes autoritarios no solo europeos. Además de hacer un uso de la historia al estilo de un constructivismo posfáctico que llena el pasado con proyecciones del presente, Ramos Tolosa pretende corregir los efectos de la presumida ‘falsificada’ historia colonial europea: en efecto, suprime la formación histórica compuesta de múltiples identidades colectivas de diásporas judías askenazíes, sefardíes y judeo-árabes en la Palestina hebrea mediante la deconstrucción de una nueva y exclusiva identidad palestina de tipo etno-indigenista.
Pero este constructivismo posfáctico al interpretar la historia del conflicto Israel-Palestina muestra su lógica no histórica, hecha completamente de representación narrativa. Por ejemplo, cuando Ramos Tolosa sostiene que la guerra de la Independencia de 1948-49 “no fue la causa principal de la limpieza étnica de Palestina. Simplemente fue su contexto, su medio o su vía. En otras palabras, aunque nada estaba predeterminado y la coyuntura de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial permitió la Naqba, su causa primordial no fue la contingencia”.
Más aún: el apartheid y la valla de separación que construyó Israel para protegerse del terrorismo fundamentalista palestino luego de la segunda Intifada son caracterizadas como “la prisión epistémica que ha conseguido amurallarlo y protegerlo simbólicamente en algunos ámbitos del mundo”, basado “en lo que podría denominarse la doctrina de la seguridad nacional”; pero si aún no fuera suficiente, Ramos Tolosa denomina “trampa israelo-estadounidense a los Acuerdos de Oslo de 1993-1995”. Ninguna palabra interpretativa sobre la Autoridad Nacional Palestina y el mutuo reconocimiento histórico con Israel; no sorprende, pues, su conclusión de que “el colapso del falso proceso de paz” de la década de 1990 condujera a la segunda intifada palestina (2000-2005).

Coda. Del mito conspirativo del antiimperialismo a nuevas modulaciones del discurso de odio antisionista.

El transnacionalismo y la globalización logran transformar la persistencia del mito conspirativo del sionismo en tabú político que no apunta solo a políticas reales de Israel sino a figuraciones del imaginario sobre el “poder judío” que se mundializa a medida que Israel es vista como potencia militar y tecnológica, además de exitosa start up nation en la economía internacional.
En Las nuevas derechas, Enzo Traverso analiza el enorme avance de la sociedad globalizada y desideologizada que han agotado las utopías políticas, tanto de las izquierdas menguantes como de las derechas posfascistas. Lúcidamente acierta en analizar a las derechas europeas islamofóbicas como fenómeno transnacional que utiliza una retórica nacionalista esencialista, defensora de una comunidad étnicamente incontaminada y antagonista de la globalización. Pero Traverso omite el discurso de odio también antiglobalización de la nueva izquierda en que Israel ha sido tabuizada. Ciertamente, el antisemitismo fue constitutivo de los nacionalismos fascistas europeos en la primera mitad del siglo XX, mientras la islamofobia parece constitutiva de su versión “post” en los albores del siglo XXI. Sin embargo, también es cierto que la fobia antiglobalización de cierta izquierda nacionalista ha reemplazado como enemigo principal al Imperio en vez del imperialismo, instalando en su política de identidad a Israel. Una política identitaria manipuladora que marca paralelos globales según estrategias de “interseccionalidad” de la izquierda, conforme a las diferencias entre Occidente y Oriente, Norte y Sur, niveles de modernización, la clase, color de piel y, sobretodo, alineación con los EE.UU.
La idea del “choque de civilizaciones” de S. Huntington no solo es una propuesta teórica sofisticada que explicaría la islamofobia, sino también piedra de toque para identificar a enemigos y a los proxis del Imperio. Lamentablemente, la izquierda antiglobalización logra colocar a Israel, proxy de USA, junto a uno de los contendientes del choque de civilizaciones. O, en palabras de Pierre-André Taguieff, “la extrema izquierda antifascista, antirracista y antiimperialista ha encontrado en el “sionismo”, una entidad fantaseada, su enemigo absoluto”[8].
Ser de izquierda y antiimperialista hoy, pareciera sigue siendo tan ilegítimo como ayer.

1] Michel Réal, «Quand l»Union soviétique parrainait Israël», Le Monde diplomatique, septiembre de 2014.
2] Dominique Vidal, «L»URSS “sioniste”? Moscou et la Palestine 1945-1955», La Revue d»études palestiniennes, n° 28, été 1988; y, sobre todo véase, Laurent Rucker, “Staline, les Juifs et Israël”, PUF, 2001.
3]  J. Petras, (2006). The Power of Israel in the United States. Atlanta: Clarity Press
4] J. Petras, “Noam Chomsky y el lobby pro israelí: catorce tesis erróneas”, Rebelión, 06/04/2006
5] J. Petras, “Noam Chomsky y el lobby pro israelí: catorce tesis erróneas”, op. cit.
6] Entrevista a Chomsky. Monitor de Oriente, 27/6/22
7] Entrevista a Chomski, íbidem
8] P. André Taguieff, «Une menace planétaire», Les Collections de L’Histoire, (83):2019.