En estos días, en Israel hemos presenciado el final de una zaga que terminó en farsa. Fuimos a rescatar a los remanentes de la comunidad judía en Irak.
Fuimos a decirles: ¡Somos judíos y venimos a traerlos a vuestra tierra!
En una operación secreta y peligrosa logramos traer seis viejitos de la diáspora judía Iraquí. Una muestra de que estamos rascando el fondo del barril.
Eso es lo que pasa cuando un establishment oxidado insiste en utilizar su fuerza para exprimir las últimas gotas de un Viejo Mito, para justificar la continuación de su existencia burocrática.
Durante dos semanas, los emisarios de Israel lo intentaron todo para traer a una comunidad de 34 almas, y la verdad es que les fue mal. Incluso, considerando que sus vidas allí son bastante miserables.
Aquí, solo los «Cananitas» y las traidores post-sionistas, son los únicos que se atreven a negar la validez de la revolución sionista que aún está viva gracias a la existencia de las «instituciones» sionistas.
Uno podría suponer que hay emisarios de Israel arriesgando sus vidas para traer a los judíos del mundo, muchos de los cuales, no lo son, como los Falashas de Etiopía, y las tribus perdidas desde el Himalaya hasta la Cordillera de los Andes, quién sabe.
Todo se justifica por la amenaza de que el pueblo judío se torne una minoría en su propia Patria, y por eso, la renovada necesidad de absorber nuevos inmigrantes, para continuar la hazaña sionista, de judaizar los desiertos y construir comunidades en el corazón de áreas árabes hostiles, de un lado y del otro de la Línea Verde, en la Gran Tierra de Israel.
Con profunda rectitud y seriedad, el establishment sionista sigue manteniendo los viejos slogans en los medios, contando con enormes recursos financieros y humanos, utilizando a estos pobres seis viejitos, para justificar la renovada búsqueda de valores y fondos frescos.
Una vez que los traen, ya no es su problema si estos adultos mayores requerirán de los servicios del seguro social de salud que está colapsando, así como no son responsables por el destino de los olim (inmigrantes) de la Argentina que, cuando terminan de recibir los subsidios de la «canasta de absorción» (los dineros que reciben durante un periodo inicial en el país), se ven arrojados al sector creciente de desocupados en Israel.
Ciertamente no son responsables, tampoco, por las consecuencias sociales y culturales de la inmigración (de acuerdo a la Ley del Retorno, por supuesto) de cientos de miles de rusos cristianos ortodoxos que no pueden casarse en Israel.
Y eso sin mencionar, sin siquiera susurrar, la influencia de la aliá en la profundización de los odios extremistas y la intensificación del etnocentrismo, y el extremismo tribal judío (el autor hace referencia referencia a la creciente inmigración anglosajona y neorreligiosa que conocemos como «los colonos del los asentamientos»).
La inmigración es considerada como un imperativo absoluto, sin consideraciones prácticas, ni revisión abierta y pública de sus costos.
Lo único que nos queda, entonces, es asistir sin esperanza a la renovación de la versión del mito del crisol de las diásporas en este tercer milenio, el desastre ecológico, la desintegración urbana, la arrogancia nacionalista y la ambición descontrolada de los contratistas y sus asociados.
No nos podemos burlar de los seis viejitos iraquíes porque eso es traición nacional.
Pero eso no nos impide ser compasivos con la industria naciente de trámites por la adquisición de la ciudadanía polaca, checa o húngara, como un intento de convertirse, a corto plazo, en ciudadanos del Mercado Común Europeo.
Quién sabe, por ahí los Estados Unidos se apiaden de estos viejitos y les concedan la ciudadanía norteamericana.
¿Cuándo llegará el día en que Israel se convierta en un Hogar Nacional definitivo y deje de perpetuarse como un país que se presenta transitoriamente como una sociedad de inmigrantes?
¿Y ese día, entonces, habremos de cerrar las «instituciones» que se sostienen en los «valores sionistas»?