Reflexiones luego del intento de magnicidio de la Vicepresidenta de la Nación

Instrucciones para descender una escalera

Como una moda que no parece ser pasajera, el concepto de “discursos de odio” se puso en boca de todos y todas. Sin embargo, como historiadora vinculada a la memoria del Holocausto, no puedo evitar preguntarme por la especificidad de este concepto. Cuando nos adentramos en el estudio de los totalitarismos, y buscamos comprender cómo fue humanamente posible que determinados líderes llegaran al poder, construyeran regímenes totalitarios y diversas sociedades permitieran el exterminio de un otro, comprendemos que ello no sucedió de la noche a la mañana. El siglo XX nos mostró, de manera cruel y atroz, las diferentes formas en las que en todos los continentes se sembraron terrenos de violencia en los que todo estuvo permitido
Por Wanda Wechsler

En 1962 Cortázar publicó las instrucciones para subir una escalera: “Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón”. Con su magnífica pluma, nos mostró lo sencillo que es subirla. El atentado a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner fue un escalón. Si nos detenemos a mirar la larga fila de escalones anteriores, encontramos todo el desarrollo de las fuerzas que construyeron el camino para subir esa escalera. Podemos preguntarnos cuál podría ser el final o adonde nos lleva ese recorrido. Sin querer spoilear mucho, el final no es para nada tranquilizador.

El responsable de semejante hecho no es “un loco suelto”, sino un sujeto producto de su época y la responsabilidad de lo sucedido no es sólo de él. Si pensamos en las responsabilidades, y vamos de mayor a menor, el responsable es el sistema capitalista, el modelo neoliberal, los medios de comunicación, y la lista sigue. La violencia política condensada en este suceso nos obliga a preguntarnos por todos aquellos escalones que le sirvieron de marco al autor de los hechos.

Como una moda que no parece ser pasajera, el concepto de “discursos de odio” se puso en boca de todos y todas. Sin embargo, como historiadora vinculada a la memoria del Holocausto, no puedo evitar preguntarme por la especificidad de este concepto. Cuando nos adentramos en el estudio de los totalitarismos, y buscamos comprender cómo fue humanamente posible que determinados líderes llegaran al poder, construyeran regímenes totalitarios y diversas sociedades permitieran el exterminio de un otro, comprendemos que ello no sucedió de la noche a la mañana. El siglo XX nos mostró, de manera cruel y atroz, las diferentes formas en las que en todos los continentes se sembraron terrenos de violencia en los que todo estuvo permitido.

El siglo XXI, aunque con muchas resistencias, memorias y luchas, lejos de mostrar una humanidad progresista y con firmes derechos humanos, evidenció un giro a la derecha. Con diferentes matices, vimos aparecer gobiernos sin miedo a pronunciar discursos discriminadores, segregacionistas y xenófobos. También observamos cómo los medios de comunicación difundieron y difunden sin problema el odio. Parece que estos discursos son atractivos, impactan, tienen fama y son de fácil consumo. Como afirmó recientemente Esteban Rodríguez Alzueta, Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes, el odio no piensa, no tiene ganas de pensar, está cansado, indignado. (Ver aquí) Es un recurso accesible, sin mucho argumento, pero con mucha potencia y ahí radica su peligrosidad.

El riesgo de banalizar

¿Cómo podemos desarmar estos discursos de odio o evitar su circulación? ¿Qué son y qué implican? ¿qué riesgos corremos al banalizar el concepto?

Comienzo entonces por la última pregunta. La generalización del concepto, y el uso constante y sin reparos, podría llevarnos a una banalización, es decir a un uso que vacíe de contenido lo que queremos denominar. El acto de generalizar y utilizar sin reparo la idea de “discursos de odio” puede llevarnos a perder la especificidad y quitarle peso a lo que significa. Entonces, en vez de alertar sobre este fenómeno y generar una preocupación por su aparición en la arena pública, al utilizarlo de forma indiscriminada, no hacemos más que quitarle sentido. Es preciso parar, y problematizar lo que escuchamos, cómo denominamos a los y las líderes políticos, cómo pensamos al otro u la otra y de qué forma dialogamos con quienes no piensan como nosotros y nosotras.

Si pensamos la segunda pregunta, y las especificidades de estos discursos, estamos ante palabras que promueven la violencia, e incitan a potenciar lo peor del ser humano es decir la ira, la envidia, el odio. Un informe reciente publicado por la UNSAM sobre redes sociales los define como “cualquier tipo de discurso pronunciado en la esfera pública que procure promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y/o la violencia hacia una persona o un grupo de personas en función de la pertenencia de las mismas a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial, de género o cualquier otra identidad social. Estos discursos generan con frecuencia un clima cultural de intolerancia y odio y, en ciertos contextos, pueden provocar en la sociedad civil prácticas agresivas, segregacionistas o genocidas” (Ver aquí). Esta definición nos muestra que estos discursos no quedan en palabras, sino que promueven e invitan a la acción y, en especial, a la acción violenta. Este paso entre el escuchar, el decir y el hacer, lleva un tiempo de cocción y en Argentina llevamos varios años de escucha y repetición sin cesar. Sin duda, la potencia del odio es que reúne, aglutina, convoca y dispara (o, al menos, pretenden hacerlo).

El mayor temor…

La mayor preocupación radica en quiénes se apropian de estos discursos. Como observamos en el caso del autor material del atentado a la vicepresidenta, de forma mayoritaria son los jóvenes. Él y sus compañeros y compañeras que se pasean por los medios de comunicación, son jóvenes que no superan los veinticinco años de edad. Además, son trabajadores del sector popular. Como lo describe Ariel Wilkis, Sabag es un trabajador por cuenta propia, vendedor callejero de copos de azúcar, inquilino de mono-ambiente en el partido de General San Martín y con pasado laboral como chofer de aplicación”. Quizás en estos aspectos radica mi mayor miedo: el público que se apropia de los discursos de odio, a veces los genera y muchas otras los reproduce, es el de los jóvenes.

La derechización de la juventud, proceso que no ocurre solo en Argentina, nos debe alertar sobre los posibles peligros históricos que enfrentamos. Esta derechización incluye un desprecio por el Estado y su intervención, un odio al “enemigo” político y una pérdida de esperanza en la política en general. Enzo Traverso denomina a estos fenómenos actuales como un auge de los posfascismos, donde la nueva derecha tomó ciertas distancias con el fascismo clásico, en términos de lenguaje, organización y movilización. Esto para Traverso presenta una tendencia internacional y, en el caso argentino, los partidos de la nueva derecha -con líderes como Espert y Milei- se han ganado un lugar en la política nacional. Son estos referentes los que promueven parte de los discursos de odio que escuchamos todos los días, y no es casualidad que sus principales votantes sean jóvenes. La responsabilidad de los representantes políticos y sus dichos debe ser resaltada. Pocos días antes del atentado, otro líder de la oposición planteaba la arena política en los términos de “son ellos o nosotros”, pensando a la política como una guerra.

Entre la criminalización y la educación

Quiero entonces terminar con la primera pregunta. ¿Cómo desactivamos estos discursos?, ¿es posible pensar a la política por fuera del odio?, ¿cómo transformarlos y llegar a los y las jóvenes? Sabemos que, por más de que estos discursos nos generen rechazo, repudio y horror, se encuentran amparados bajo una derecho constitucional básico que es la libertad de expresión (1)  El desafío se nos presenta cuando debemos pensar nuevas formas para evitar la construcción y propagación de estos discursos sin limitar la libertad de expresión.

Mientras escribo estas palabras, recuerdo un suceso del año 2005, en el cual unos jóvenes hostigaron de forma verbal a un chico judío en la Ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Belgrano. Con un discurso de contenido nazi y antisemita, persiguieron a Salomón Mohamed hasta arrinconarlo en un local. Estos chicos fueron detenidos y en una resolución inédita, el juez federal Daniel Rafecas debió tomar medidas parar reparar el hecho. Lejos de criminalizarlos por lo que habían hecho, eligió el camino de la educación. Para eso, constituyó el juzgado en el Museo del Holocausto de la Ciudad y les dictó una clase sobre el nazismo, incluyendo una visita por el museo. Las reacciones de estos jóvenes fueron inmediatas, según el juez. Ignoraban por completo el nazismo como proceso histórico, y comprendieron en la visita al museo que sus acciones podían ser parte de un proceso que derivara en un régimen violento, autoritario y genocida. Aunque su ignorancia en la temática no puede explicar de por sí el odio expresado hacia la víctima, podemos sospechar al menos que una mayor educación y conocimiento de los sucesos podría haberlo evitado. Este leading case fue una muestra de lo que podía hacerse frente a los discursos de odio y muchos otros casos se resolvieron de esta manera, con formación, charlas y educación.

En esta experiencia, que ya tiene más de quince años, observamos que frente a los discursos de odio se nos presentan dos posibles caminos. Uno es la criminalización, y el otro es la educación. Creo que el segundo, aunque lejos de ser rápido, puede ser efectivo. Hoy más que nunca debemos recomponer el déficit educativo. Cortázar nos enseñó que las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. Más que nunca, hoy es necesario desandar esa escalera, bajar los escalones en vez de seguir subiéndolos y apostar profundizando en una educación en las aulas que incluya el estudio de los genocidios y el Holocausto. Si comprendemos que esos procesos no son parte del pasado, quizás nos alarmemos lo suficiente como para accionar en pos de evitar su repetición. Como afirma Traverso, levantar las memorias antifascistas y antigolpistas es urgente, reforzando nuestra historia de Memoria, Verdad y Justicia.

 

1 ) El derecho a la libertad de expresión se encuentra consagrado en la Constitución Nacional (artículos 14 y 32), así como también en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículos 19y 20), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 13), la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 19) y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo 4), entre otros instrumentos con jerarquía constitucional (artículo 75 inciso 22 de la CN).