Quien diga que no sabía que Israel es un país que está en conflicto bélico con sus vecinos, simplemente falta a la verdad. La pregunta que nos hacemos es cuánto evaluamos esto a la hora de decidir vivir en este país.
Los últimos años de calma, quizá, nos brindaban la sensación de que las cosas se habían tranquilizado. Y de pronto, en medio de un verano que amenazaba con calcinarnos, una lluvia de cohetes katiusha nos introduce, del modo más violento, en la realidad de ser israelí.
Todo aquel disfrute de tener documentación ni bien llegamos al país, la igualdad de derechos con los nativos, las cuentas en el banco en forma inmediata -con sus respectivos descubiertos- los teléfonos celulares, los canales de cable e Internet, todo al alcance de la mano tiene -como contrapartida- este clima angustiante de guerra.
Cuando la guerra se presenta desnuda y cruda frente a tus ojos, difícilmente deje lugar al pensamiento claro y el análisis ideológico. Seguramente no sucederá mientras las bombas caen sobre tu casa y las indicaciones que recibís son de mantenerte en un refugio.
Quienes llegamos a Naharía en los últimos años nos vimos, de pronto, en el centro de la vida internacional. Conmovidos por los cohetes que caían en las mismas calles que hasta hace pocas horas eran nuestro lugar de tránsito seguro y, sumado a esto, la terrible noticia de que la muerte había arrancado a un miembro de nuestra comunidad argentina. Había robado sus sueños de una vida mejor y acababa por destrozar una familia sin ninguna posibilidad de reparación.
Contar lo felices que éramos yendo a la playa, tomando mate en ronda de amigos y viendo crecer a nuestros hijos alejados de los temores de que sean arrebatados en las calles argentinas para robarles algo, o simplemente sean secuestrados en forma express, hoy parece no ser relevante.
Las grandes dificultades para aprender el idioma o conseguir un trabajo que nos permitiera, definitivamente, sentirnos dignos en esta vida, han quedado relegadas a la mínima expresión, a la simple necesidad de vivir literalmente.
La guerra nos borró las sonrisas, las ganas de seguir hablando del Mundial y también, de pronto, nos sacudió de esa dulce anestesia que nos mantenía alejados de la política local por falta de idioma.
Nos despertamos de golpe a la verdadera realidad, la que forjó este carácter aparentemente tan frío que tienen los israelíes.
Hoy también nosotros nos recibimos de israelíes y debemos enfrentar un desafío durísimo, un examen sin preparación previa.
Ya sabemos que nada será igual que antes. Ahora la guerra y el miedo no son sensaciones que nos puedan haber contado, las vivimos. No será igual caminar por nuestras calles, en ellas están las muestras del horror.
No será lo mismo levantarse a la mañana y saber que por más que la busquemos, la sonrisa de Mónica (Saidman) ya no estará entre nosotros. Y nunca encontraremos una explicación…