En 2005 viajé a Kurilovich, el pueblito ucraniano donde mis antepasados por vía paterna vivieron durante unos cuantos siglos. Sin embargo, mi padre nunca mencionó a Ucrania sino a Rusia, o a Moldavia, o a Besarabia, mientras balanceaba la mano como diciendo “más o menos”. Pero la famosa Kurilovich quedaba en Ucrania, nomás, cerca de Moguilev-Podolski, minúscula ciudad junto al Dniester, rotosa y despintada, aunque con un cementerio donde Abraham Kaplan, director del Museo del Holocausto, me mostró unas cuantas tumbas de Dujovnes que se habían dado el lujo de tener una, a la vista, digo. En el taxi destartalado que nos llevaba hasta el pueblito, don Abraham murmuró: “Usted debe saber que estamos yendo sobre fosas comunes que todavía no han sido abiertas desde la invasión de los nazis. Todos los judíos de las aldeas están aquí”. “¿Y los ucranianos?” “Algunos tapaban las fosas a cambio de un par de botas”. Las empleadas de la alcaldía de Kurilovich casi lloran al enterarse de que esta señora mayor se había costeado desde el fin del mundo para visitar la cuna de sus ancestros. “¿Qué siente?”, me preguntaron con ojitos celestes, tiernos. Yo lo único que no sentía era la más profunda admiración hacia la inteligencia de mis abuelos que en el 1900, huyendo de los pogroms, se fueron a las colonias entrerrianas del Barón Hirsch. Pero como tenían la cuarta parte de mis años, y ninguna culpa, no se los dije.
Poco después viajé a Moscú, a buscar las huellas de mi padre, Carlos Dujovne *, en los archivos del Komintern. Me asomaba a un momento exaltante de su vida, cuando, en 1923, el pibe nacido en las colonias se fue a la URSS, se alojó en casa de su primo Ben Sión, presidente del Banco Central de Moscú, e ingresó al ala clandestina de la Internacional Sindical Roja. Lástima que yo conocía la continuación de la historia: Ben Sión fusilado en 1937, y mi padre que, tras haber participado de unas cuantas revoluciones en Sudamérica, y de aguantarse la cárcel de Neuquén del 43 y al 45, dos años después renunció al Partido a causa del antisemitismo estalinista- una decisión tomada de común acuerdo con mi madre, la escritora feminista Alicia Ortiz-. Solo como un paria hasta el día de su muerte, vivió rumiando la frase de Lenin en su Testamento: “Cuidado con Stalin, es autoritario y brutal”. En lo personal, la experiencia de estos dos pioneros de la disidencia me ahorró el trabajo de acercarme a cierta izquierda que no ha experimentado una notable mejoría desde que Vladimir Illich le diagnosticó su “enfermedad infantil”; esa izquierda que hoy cree en Putin, tal como siguió creyendo en Stalin cuando la realidad saltaba a la vista.
Por si fuera necesario aclararlo, tampoco el pensamiento binario es lo que me caracteriza, de donde Putin y sus cansados seguidores, aplastados por él, por los Zares, por la URSS y por un capitalismo que les llenó la boca de Mac Donalds gigantes para seguirlos dejando mudos, me parecen bastante menos rusos, en el sentido tolstoiano del término, que los ucranianos de hoy, tan libres, heroicos y enamorados de la vida como Navalny o como esas bailarinas del Bolchoi que se niegan a recibir el sueldo de manos de un asesino. Y, sin embargo, rara vez, como en el caso de esta guerra, se habrá podido observar un contraste tan tajante entre dos formas de lo humano. Por una parte, Vladimir, muñequito sin ojos, fajado dentro de un traje que le queda chico, y que en sus comienzos dentro del KGB fue un empleaducho insignificante, aunque empeñado en juntar poder (toda similitud con Stalin que utilizó su puesto de oscuro secretario del Partido para los mismos fines es meramente casual); Vladimir Putin a quien el aislamiento del poder y del COVID le exacerbaron su idea fija: recrear las fronteras del Imperio, o anular de un zarpazo las de otras latitudes, destruyendo de modo sistemático lo esencial para la vida humana, vale decir, la casa. Lo hizo en Grozny, lo hizo en Alepo, y lo hace en cada una de las ciudades ucranianas, consciente de que dejar a la gente sin techo es dejarla sin alma (como nieta de inmigrantes y exiliada yo misma, sé lo que digo). Y, por otro, Volodimir, descendiente de víctimas de la Shoah y “único presidente judío del mundo” según el rabino de Odessa, hombre rebosante de gestos que nos mira de frente con la mano en el corazón al referirse a los chicos de su país, pero también a los soldaditos rusos de dieciocho años mandados a morir en una guerra que no entienden. Un hombre que está vivo, que es capaz de cambiar, de inventar soluciones, así como se acabó de inventar la Ucrania moderna iniciada durante la Revolución Naranja. Recomiendo a los lectores el documental “Zelenski story”, donde se lo ve jovencito, ágil como una ardilla y enfundado en unos trajes tachonados de lentejuelas, mientras sus espectadores (y futuros electores) se descostillan de risa. Mirando esa película me dije que, si Tato Bores hubiera sido el presidente de la Argentina, otro habría sido el cantar.
Lo curioso es que al acartonamiento del uno y a la rapidez del otro les correspondan actitudes opuestas, tanto en lo mental- los desesperados pedidos de ayuda de Zelenski a Biden, a Johnson, a Scholz, a Bennett o a Macron incluyen hábiles alusiones a I Have a dream, a Churchill, al Muro de Berlín, a la “solución final” o a Liberté, Egalité, Fraternité, pero también certeras pataditas ante el escaso apoyo recibido -, como en lo militar: tanques pesados, contra una guerrilla con armamentos livianos que hasta ahora, toco madera, parece dar sus frutos. Siempre y cuando los misiles supersónicos no terminen con todo. ¿Zelenski cree seriamente que su agresor irá hasta el final? Una de sus frases, digna de Woody Allen, lo demuestra con una sutileza muy suya: “Estoy preocupado: Putin me acusa de utilizar armas químicas, y si me acusa de utilizarlas es porque él lo va a hacer”. Moraleja de una guerra de supuesta desnazificación: Dime de qué me acusas y te diré de qué eres capaz.
* El camarada Carlos, Itinerario de un enviado secreto, Aguilar, 2007.