-¿Y Nacho qué opina? ¿No tiene nada que decir?
Levanté la cabeza y recién entonces advertí las miradas del grupo sobre mí, conjurados por la pregunta de Pocho. Éramos siete u ocho personas en esa pieza donde vivía Manuela, el altillo de una casa con otros recovecos. Una pequeña mesita en el centro con la pava y el mate, que iba rodando por el círculo de los presentes, una cama de plaza y media, algunos libros en los estantes y la infaltable mesa de dibujo de una estudiante de arquitectura.
-A mí me gusta escuchar- contesté. -Y así aprendo cosas. La palabra no es lo mío.
Felizmente, Pocho no insistió. Tal vez reconoció la diferencia de edad que me separaba un par de años del grupo, producto de los grados rendidos como libre en la escuela primaria que se habían trasladado hasta mi vida universitaria.
-Estamos hablando de una cuestión importante, compañeros. La situación política se ha degradado con rapidez y el partido me informa que estamos ingresando en una nueva etapa- agregó Mickey, que dirigía a este grupo de jóvenes inquietos formado en la Facultad.
Hizo una pausa y, de pronto, cambió el tono de voz.
-Para decirlo de una vez, compañeros. Tenemos que ir preparándonos para lo que viene, que será muy duro. Ahora la acción es en serio, no sólo pintar paredes o pequeñas trifulcas callejeras.
Todos lo observamos, en silencio.
-En dos semanas vamos a hacer un ejercicio y estamos recabando voluntarios. Asaltaremos un cuartel para quedarnos con las armas. El Partido se juega mucho en esta primera acción. ¿Alguno se ofrece como voluntario?
-¡Yo!- saltó Manuela, los ojos brillantes. Elías esperó un par de segundos y levantó la mano.
Me acurruqué en mi asiento, sin saber qué decir.
Creo que los otros estaban casi tan paralizados como yo.
Con una sonrisa entre pícara y fraternal, Mickey comentó: -No se asusten, chicos. Era sólo para probarlos en su determinación.
Unos meses después iniciamos otra aventura con Elías. Siempre habíamos sido lectores compulsivos y ese encuentro nos unió rápidamente. Ambos escribíamos, como casi todos los cerebritos asociales de nuestra edad.
A través de él llegué a su pequeño grupo de amigos, curiosamente todos varones: los hermanos Rinstein, el tanguero Anselmo y Gustavo, algo mayor que nosotros y con conocimientos literarios que excedían su presencia allí. Era traductor del francés, trabajaba sobre obras de Filosofía y Ciencias Sociales y tenía un finísimo oído para escuchar textos y luego analizarlos.
Como ocurría en esa época -los gloriosos y finales años ’60- todo grupo de entusiastas de las letras quería editar una revista propia. Pasamos muchas noches -luego del trabajo y el estudio- dibujando molinetes imaginarios sobre esa posibilidad. Pero todo cerraba bien.
Los Rinstein solicitaban un dibujo original a alguno de los artistas plásticos progresistas que conocían, quien solía entregarlo sin cargo “para apoyar a los compañeros”. Ellos le “vendían” el original a su madre, que coleccionaba cuadros. Con ese dinero ya teníamos para el primer y algo rudimentario número de la revista. De tanto fatigar las veredas de Corrientes y el bar “La Paz”, Anselmo se había hecho amigo de Pedro Sirera, dueño del quiosco de revistas frente al cine Lorraine (que estaba de moda para cinéfilos), quien se especializaba en revistas literarias y ayudaría a repartirla en otros quioscos. No podía fallar. Con una familia numerosa, fui el que mayor cantidad de ejemplares “vendió” a sus conocidos.
Es habitual que, cuando jóvenes descubren la posibilidad de escribir, lo hagan sin respirar, sin pausa. Tal vez sólo sábado y domingo, pero las páginas se van sumando como barriletes desobedientes y, casi siempre, terminan en el cesto de basura. Así, a los tropezones, con pleonasmos y errores de puntuación, se va creciendo. Cuando mi primer cuento se publicó -en el segundo número de la modesta revista “Rebelión”- alcancé la (fugaz) gloria. Elías fue el que más cerca estuvo de mí en el intercambio de relatos para corregir, tal vez por circunstancias imprecisas: ambos veníamos de familias de trabajadores, a diferencia de los opulentos Rinstein, del académico Gustavo y de Anselmo, que anteponía el tango a la literatura (aunque tuvo su época de autor de flamígeros textos revolucionarios y terminó, poco después, casado con la heredera de una fortuna, también tanguera).
Como no podía ser de otra manera, fui el impaciente primero que quiso publicar un libro. Elías accedió, generoso, a escribir la contratapa.
Después, en un cruce de caminos en zigzag y aunque juramos compartir el final del recorrido, una bisectriz separó nuestros pasos.
Tres años más tarde, volví a Buenos Aires.
Armar otra vez una vida laboral no es fácil pero la soledad puede funcionar como afrodisíaco. Veo un aviso en la Facultad solicitando arquitecto. Arranco el papel y me lo llevo en el bolsillo. Único aspirante, consigo el puesto, que exige medio día. Mientras tanto, necesitamos un lugar. Mi socio Fernando consigue una bizarra, sonámbula y casi extravagante casa desocupada: local comercial abajo (cerrado) y un primer piso muy extenso y abandonado. Es un préstamo hasta que los dueños logren vender la propiedad.
Limpiamos, arreglamos y pintamos de manera superficial la parte delantera. Queda más o menos razonable.
Debemos utilizar los muebles que allí quedaron cuando ese lugar funcionaba como oficinas: un escritorio grande, varias sillas, mesa de madera multiuso, un sofá de felpa púrpura desteñida que debe tener medio siglo de antigüedad: dos cuerpos con respaldo y patas terminadas en firuletes, que mi colega quiere tirar en la basura. Me opongo. Es muy antiguo y está algo descascarado en su recorrido, pero el bermellón imprevisto de su diseño original conserva algo del orgullo de haber sido.
“A vos te gustan las viejas”, se burla Fernando. Ubico el vejestorio frente a mi escritorio: me siento algo nostálgico con este nuevo comienzo.
-Una regresión ese color, Nacho: estamos en la Argentina de 1975 y vos te remitís al Caballero Rojo de “Titanes en el ring” de tu infancia.
-O a la historieta de Pimpinela Escarlata- digo.
-“Rojo y negro”, la novela de Stendhal.
-La Revolución de Octubre.
-“Rayo rojo”, la revistita de cómics que se imprimían en los recortes de papel.
-Marte, el planeta rojo.
-“La roja insignia del coraje”, de Stephen Crane.
-Bueno, suficiente. Podríamos seguir una semana- cortó Fernando.
Hay problemas con los baños, porque el agua no llega con la suficiente fuerza. Baldes, una manguera directa al tanque de reserva, mi socio se arregla de alguna manera para hacerlo funcionar. Ya tenemos oficinas propias para recibir a algún cliente.
Ida y vuelta: el traqueteo por la amada calle Corrientes, las librerías y cines, los cafés. En uno de esos recorridos nostálgicos por la noche, encuentro de pronto a Elías: ¡está atendiendo un quiosco de venta de cigarrillos y golosinas en una esquina! Nunca le hizo asco a ningún trabajo, eso lo sabía. Mi amigo de nombre profético sigue siendo un morocho grandote, con su arenosa voz de bajo. Pero algo ha cambiado en la mirada, como si las pupilas hubieran retrocedido hasta el fondo de sus ojos, ahora más tristes y profundos. Conversamos brevemente. Le doy mi dirección y asegura vendrá a visitarme la semana siguiente.
Tocó timbre un lunes por la tarde.
Entendí en seguida que no venía a hablar de literatura. Apretón de manos cariñoso y un gesto mío le indica el sillón doble con pana de un avejentado carmesí, frente al escritorio.
-Ponete cómodo, Elías. Ese asiento está fuera de moda, pero tiene un lindo diseño y sólo hay que disimular algún pedacito desteñido por ahí. Lo tenemos hace muchos años, sólo para los amigos muy queridos.
Busco en el armario una muestra (botella chica) de un vino tinto que me han recomendado para alguna ocasión especial. Brindamos por el aserrín de un pasado compartido que hoy aparece lejano.
Sin sonreír por la descripción del veterano mueble, comienza a hablarme del país, la difícil situación política y económica, los asesinatos callejeros. Algunas palabras sobre Chile -donde había estado cuando la caída de Salvador Allende- y, en seguida, breve descripción de una lucha revolucionaria que ya ha comenzado en la Argentina años antes, ahora incrementada tras la muerte de Perón y la guerra abierta entre sectores.
-Tengo familia y dos hijos pequeños- atiné a murmurar.
Se movió algo inquieto y cruzó las piernas en el sentido opuesto.
-Todos tenemos familia- contestó. Pero vamos a tomar el poder. ¿De eso hablábamos cuando jóvenes, verdad?
No supe qué decirle.
-Es un momento de decisiones, Nacho. Hay que jugársela. Terminó el tiempo de la pereza intelectual, las palabras lindas y las proclamas incendiarias que publicábamos en la revista. Hoy se dirime el destino del país. Y quiero saber participás en esta patriada. ¿O seguís callado como cuando Mickey nos chuceó?
Lo observé con una mezcla de admiración y desconcierto.
-¿Tomar el poder?
-Sí. Esa es la estrategia final, que costará mucha sangre. Pero los pueblos siempre triunfan…
-Sí, Elías… pero si se gana ¿qué sucede después?
-¿De qué hablás?
-Sí, después de la victoria. Porque si mencionás algo así, me interesa saber en detalle la continuación.
Hubo un momento de silencio.
-¿Tenés miedo?
-Por supuesto. Pero no es sólo eso. Llegué hace seis meses a Buenos Aires y vengo de atravesar una guerra, Elías.
Ahora fue él quien observó con interés.
-Me avergüenza contarlo pero… Cuando comenzaron las batallas y nos dieron las recomendaciones (yo todavía no tenía instrucción militar) pensé, como en la época de la revista “Rebelión”: “esto es genial para un escritor. Después de una experiencia así -como Hemingway- podré escribir la mejor novela de mi vida”.
-¿Entonces?
-Cuando explotó cerca el primer cañonazo y todo se estremeció, al igual que las paredes del búnker donde estábamos refugiados, se me encogió el corazón. Poco después, mientras la tierra oscilaba alrededor y llegaban noticias de nuestros jóvenes muertos, recuerdo que pensé: “¡No quiero escribir ninguna novela, sino que esto termine ya!”
Tomé aire, estremecido por el recuerdo.
-Ahora, vos proponés una acción donde morirán miles de jóvenes, para llegar ¿adónde? ¿Qué pasará después? ¿Los hombres serán mejores? Basta de guerra para mí. No quiero volver a contar muertos. ¿Es el precio necesario de la era mesiánica?
-Hablás en difícil. En esta etapa hay que derrocar al imperialismo y crear una nueva sociedad. Que construiremos entre todos, cuando llegue ese momento. ¿Necesitás una
guía completa e ilustrada del futuro? ¿No te alcanza con vivir en esta realidad de hambre y muerte para las mayorías populares?
Carraspée. Elías pareció, de pronto, comprender. Su tono se hizo bajo, seductor.
-No necesariamente tenés que ser un combatiente en el campo de batalla, Nacho. Hay muchas otras formas de adherir: llevar propaganda, colaborar en la prensa, conseguir adherentes.
Hablamos unos minutos más, sin entendernos. Se despidió con el rostro serio, pero nos abrazamos.
Apenas pasaron cuatro meses cuando los antiguos compañeros de la revista me avisaron que Elías había sido secuestrado en la calle y desaparecido. Una sensación de culpa invadió mi cuerpo, la oficina, se extendió a todo el edificio y supe que jamás podría escapar de ella.
Sin poder explicármelo, un día tomé por un extremo el sillón de pana encarnada donde él había estado sentado y lo arrastré hacia afuera, a la sala de espera. No pude soportar tenerlo frente a mis ojos todo el tiempo, con el fantasma transparente de Elías allí, hablándome. Si permanecía afuera, quizás alguna vez él volvería, aluciné.
Mi socio aprovechó la ocasión para insistir en sacarlo a la vereda: “que cualquiera se lleve esa reliquia”. Me puse algo violento en la discusión que siguió. Parece Fernando se asustó, porque no volvió a mencionarlo. El paño deteriorado, el colorado desteñido y la inevitable decadencia del mueble no eran los mejores argumentos. Pero no cedí.
Realizando una mudanza encontré unos papeles abrochados. Aunque escritos con una máquina cuya letra desconocí, identifiqué el origen. Un cuento de Elías llamado “La espera”. El último escrito, probablemente, mientras duró la revista. Era habitual que compartiéramos esas novedades para opinar, corregirlas, criticarlas. Releído ahora, me pareció perfecto. A través de un periódico de la resistencia donde yo colaboraba, lo hice publicar: el texto era una metáfora sobre el país, claro, pero muy sutil y trabajada.
¿Elías estaría con vida? Los compañeros no tenían esperanzas. Yo preferí dudar.
Una noche de invierno soñé con él. Llegaba a la oficina, subía distraído la escalera y, de pronto, lo encontraba en el hall, esperándome, sentado en el viejo sofá. Lo abracé, no podía creerlo. Con palabras entrecortadas, le conté que había publicado su hermoso relato inédito, que él me había dejado en algún momento.
Se alegró. Así seguimos, hablando uno y luego el otro, cómodamente apoltronados en el viejo asiento desgastado, acariciando con las manos esa tela roja que, aún gastada y desteñida, conservaba la hidalguía y el abrigo de su origen. Nuestro sillón de recuerdos, que alguna vez fue flamante, pero hoy seguía latiendo en algún lado con los reflejos de la juventud. Le recordé a un personaje bíblico, el profeta que llevaba su nombre, a quien había que reservarle un sillón y una copa de vino en las Pascuas Judías, porque venía a anunciar la llegada del Mesías. Esa era mesiánica donde “los hombres no se prepararán para la guerra, transformarán las espadas en rejas de arado y el lobo pacerá junto al cordero”.
El sueño de un mundo mejor. La época donde escribíamos en las paredes: “lo imposible lo hacemos en seguida, los milagros nos llevan algún tiempo”. Y reíamos al mirar ese cartel, clavado encima de las revistas “Rebelión” en cada nuevo número, porque todo era posible y el futuro nos pertenecía: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.
Entendí entonces por qué me negué a sacrificar este mueble carmesí que nos abraza como una frazada en invierno para esperar, juntos, la era nueva que vendrá.
Más aún: quisiera quedarme aquí, con Elías, antes de volver a una incertidumbre cotidiana que no me deja salida. ¿Habrá alguna forma de conseguirlo?