Moises Ville es la primera colonia judía que hubo en la Argentina. Sí, Moisés Viye. Así debe pronunciarse. Así le dice la gente del lugar y de todos los pueblos de los alrededores. Así la adoptaron y la renombraron los santafesinos: a prueba de afrancesamientos pretenciosos, con todo el barro con el que la fundaron sus primeros pobladores, inmigrantes judíos ucranianos que llegaron con la promesa de que aquí tendrían tierras, pero fueron estafados.
Toda esa historia está contada en el magnífico Museo de la Inmigración Judía, que está frente a la plaza del pueblo. Pero la historia de Moisés Ville está viva en algunos edificios emblemáticos de la ciudad. Y también en cómo funcionan hoy esos edificios. En primer lugar, sus tres sinagogas.
La primera es la Sinagoga Brenen, hoy edificio histórico nacional, que está en funcionamiento, así como la escuela judía. En la actualidad, la comunidad judía de Moisés Ville es de unas 200 personas. Es decir, el 10% de la población total del pueblo. Sin embargo, es tan activa que parece mayoritaria. Y obviamente, le da identidad al pueblo.
La Sinagoga Brenen es una belleza, tiene un jardín amplio y un edificio imponente para las pequeñas dimensiones del pueblo. Está muy cuidada, en plena actividad y obviamente es una visita ineludible si uno anda por allá. Está a un par de cuadras de la plaza, al igual que las otras dos.
Esas otras dos sinagogas son la Barón Hirsch (también imponente para el contexto) y la Sinagoga Obrera, de adobe y madera. Pero es también un buen testimonio de la historia: es una sinagoga más modesta porque quienes aportaron para su construcción eran gente más pobre y la hicieron con sus propias manos.
Esas tres sinagogas, de esas dimensiones, a pocas cuadras de la plaza, hablan de la importancia de esos lugares en un pueblo que hoy apenas alcanza los 2 mil habitantes, pero donde se calcula que en la primera mitad del siglo XX llegaron a vivir unos 5 mil judíos.
“La Jerusalem argentina”.
Por aquellos años, a Moisés Ville se la conocía como “la Jerusalem argentina”. Entre otras cosas, porque en sus calles se hablaba más el ídish que el castellano. No sólo eso: también había publicaciones en ídish. Como la revista mensual Der Onfang (El comienzo), publicada a partir de 1913; y el semanario Mosesviller Lebn (Vida moisesvillense) que se publicó en ídish desde 1931.
Además, hubo otras publicaciones de la comunidad judía, pero en castellano: el semanario El Alba (desde 1921) y el mensuario Nuestro Pueblo, en 1988. Moisesville era una referencia tan importante para la comunidad judía argentina que el popular artista de los años treinta Jevel Katz le dedicó su canción
Mosesvil.
Jevel Katz cantaba en ídish, era muy popular y se lo conocía entonces como “el Gardel judío”. Katz le dedicó una canción a cada uno de los lugares emblemáticos de la colonización judía: Moisés Ville y Basavilbaso. Esta última fue versionada por Enrique Grinberg en su bellísimo disco “Basavilbaso, pueblito mío”, con la participación de grandes músicos, como los hermanos Andrés y Matías Linetzky. Pero volvamos a Moisés Ville.
En la canción, Katz bromea presentando al pueblo de la provincia de Santa Fe como “un pequeño Estado Judío dentro de la Argentina”, donde “el médico, el panadero, el cartero y hasta el policía son judíos”.
En la ciudad se pueden ver también los edificios donde funcionaron instituciones fundamentales, como la Cooperativa Agrícola (donde hoy hay un banco, pero se puede ver la puerta de vidrios vicelados con la estrella de David y las placas que indican que allí estaba la cooperativa), el Seminario de Maestros de Hebreo Yosef Draznin o la Biblioteca Barón Hirsch.
Pero sin dudas, para ver el edificio más imponente del pueblo hay que volver a la plaza. Allí, en pleno centro de Moisés Ville está el Teatro Kadima. Se trata de un teatro para 800 personas, donde había actuaciones de músicos y artistas que muchas veces venían de Buenos Aires y también del extranjero.
La dimensión de ese teatro en función de la población máxima que llegó a tener Moisés Ville es totalmente desproporcionada. Es como si hoy en Buenos Aires existiera un teatro (o más bien, un estadio) para 700 mil personas. Kadima tiene un foso para orquesta, palcos y un escenario gigante. Pero el edificio es mucho más grande que eso.
El pueblo errante, el arte, los libros, y las herramientas para ejercer la memoria
Además del imponente teatro, el edificio de la Sociedad Kadima alberga una enorme biblioteca llena de volúmenes, básicamente en ídish y en hebreo. Aunque hay también volúmenes en alemán, inglés y castellano. Y una gran cantidad de reliquias e incunables, dentro de un cuarto con paredes altísimas y escaleras para poder acceder a los libros.
El lugar impacta por muchos motivos. Por su belleza, por lo imponente que resulta en el entorno donde está. Pero sobre todo, por cómo sintetiza el espíritu de un pueblo. Por un lado, el pueblo judío, errante y aferrado a su historia. Y por lo tanto, el arte, a los libros, a las herramientas para ejercer la memoria. Por otro, el pequeño pueblo santafesino, creado en torno a esa identidad errante y de raíces firmes como las páginas de un libro.
El teatro hoy se utiliza poco. Aunque hace unos años, un grupo de teatro comunitario representó una obra sobre la historia de Moisés Ville. Y el lleno fue total. Y eso que hoy el teatro puede albergar a casi la mitad de la población del pueblo.
Por último, hay otro lugar ineludible en Moisés Ville: el cementerio judío. Otra de las instituciones vivas, valgan la paradoja y la broma. Igual que en Basavilbaso, el cementerio de Moisés Ville está a las afueras del pueblo.
Fue la primera vez en mi vida que fui a un cementerio al anochecer. Había mosquitos y muchos murciélagos. Pero nada de eso logró transformar esa experiencia en algo lúgubre. Al contrario: el asunto fue liberador. Como ocurre cuando uno se encuentra en paz con la historia.
Además de el recuerdo de quienes murieron en el pueblo, el cementerio guarda un viejo carro fúnebre, de esos que eran tirados por caballos, que arriba de todo tiene una estrella de David. En el cementerio de Moisés Ville, la historia descansa en paz.
En el pueblo, en cambio, la historia está en paz, pero no descansa. Está viva. Y vale la pena conocerla.