Los efectos y sus causas
Si algo caracteriza al tiempo que nos toca vivir, es la dificultad para establecer nexos causales. Los eventos, cualesquiera sean, transcurren sin ilación aparente, y sin que el observador promedio pueda dar cuenta de sus razones. Las crisis suceden, golpean y hieren tal como el granizo destruye la cosecha. Nada parece anticipar las tormentas, que parecieran obedecer a algún inescrutable designio de los dioses. Y la distancia borra aún más la capacidad de comprensión de los hechos.
Con ello se quiere poner en contexto que el año 2001, y sobre todo su acalorado diciembre, no vino solo. Fue la conclusión de una década durante la cual el Estado renunció al control de los principales resortes de la economía. La ley de convertibilidad sancionada en 1991 condicionó seriamente la posibilidad de ejercer política monetaria y fiscal, al garantizar que no se emitiría un solo peso sin su consecuente respaldo en dólares. Todo ello se combinó con la reducción y eliminación de aranceles a la importación, con fuertes consecuencias sobre la producción local. Sin control consciente del tipo de cambio o la cantidad de circulante, sin estímulos a una producción bombardeada por la competencia extranjera, la elevación de los costos por efecto de la privatización de los servicios públicos, y una tasa de interés que desalentaba la actividad, los márgenes de intervención política se redujeron al mínimo.
La trampa especulativa
Durante casi todos los años de la convertibilidad, la cuenta corriente de la balanza de pagos evidenció un déficit estructural, fruto de incremento de las crecientes importaciones de bienes y servicios, así como por la remisión de utilidades de las empresas extranjeras. Lejos de un modelo productivo, la convertibilidad expulsaba una ingente cantidad de dólares de la economía, lo cual era compensado mediante un creciente endeudamiento externo. Salvo el sector financiero, que vivió su era dorada, todos los indicadores de la economía fueron deteriorándose, sobre todo a partir de 1995 (año en el que la tasa de desocupación había llegado al 18,6%, en un país que durante medio siglo había sostenido niveles de pleno empleo). A partir de 1998, la economía local entró en abierta recesión. Para ese momento, la estabilidad de precios era el reflejo de una economía en estado catatónico.
Se necesitaba un cambio en la orientación, pero no fue eso lo que el sistema político estuvo dispuesto a ofrecer.
Salir del laberinto
La Alianza UCR-Frepaso, sobre la cual se habían cifrado todas las exceptivas del recambio presidencial de 1999, renunció de antemano a proponer un diagnóstico crudo y certero de la realidad económica y social. En cambio, prefirió atribuir solamente a la corrupción del gobierno de Carlos Menem la factura de la crisis. De acuerdo con esta lectura, la convertibilidad no constituía el problema central de la economía argentina; sólo se requerían ajustes menores, “esfuerzos compartidos”, reglas de juego “republicanas” (transparencia, honestidad) para que la economía retomara su rumbo virtuoso.
El nuevo gobierno, encabezado por Fernando De la Rúa, asumió con la promesa de sostener el modelo convertible. Combinando un constante ajuste fiscal, recortes en los salarios nominales y jubilaciones, y acuerdos con el FMI, el gobierno vio como su poder se licuaba, en el contexto de una aguda recesión y la aceleración del ritmo de fuga de divisas. Sólo la canilla del endeudamiento externo le permitió sostener la paridad “uno a uno” del peso con el dólar. Sin el suficiente apoyo político dentro de la Alianza (sobre todo a partir de la renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia), sin diques de contención social, con una desocupación alarmante y una población ocupada que, de manera inédita en la historia económica argentina, era pobre aun percibiendo un salario, De la Rúa jugó su última carta en marzo de 2001, al designar a Domingo Cavallo como ministro de economía. En un clima desconcertante, la llegada del funcionario produjo un cambio en las expectativas: ¿quién sino aquel que había implementado la convertibilidad diez años antes, podría conjurar los espectros que se cernían sobre la economía doméstica, generar confianza, atraer capitales y retomar la vía del crecimiento?. Pero el aprendiz de brujo no fue capaz deshacer su propio hechizo, y cada medida tomada para reducir el déficit público, evitar el drenaje de dólares al exterior y mejorar la performance productiva, derivó en su exacto contrario. En noviembre, se registró una cifra record de retiro de depósitos bancarios por parte de inversores y ahorristas. Para evitar el crack bancario el gobierno decidió, a comienzos de diciembre, la restricción a la salida de esos fondos. Durante 20 días se sucedieron protestas en las puertas de las entidades bancarias, en paralelo con saqueos a comercios y supermercados por parte de los sectores más empobrecidos y desesperados de la población. El 19 de diciembre, De la Rúa declaró el estado de sitio el cual, en lugar de establecer el orden y control, disparó la rebelión. Al caer la tarde del día 20, y en medio de una represión policial despiadada que se cobró la vida de 39 personas en todo el país, el presidente renunció. De la Rúa, quien se había ofrecido como garante de la convertibilidad, eligió inmolarse para relevar de toda culpa a los dueños del dinero, huyendo en helicóptero del laberinto al que había conducido a toda la sociedad.
¿Lección? ¿Cuál lección?
A partir de enero de 2002, la política hizo todos los esfuerzos para salvar al sistema financiero, asumiendo la exclusiva responsabilidad por la crisis. Salvo contadas excepciones, no hubo un señalamiento claro, una explicación coherente de cuáles habían sido las políticas económicas ni los actores sociales que condujeron al callejón sin salida de 2001, sino acciones constantes de salvataje a los bancos y a los grandes deudores en dólares. El cuerpo insepulto de la convertibilidad siguió jadeando, y el recuerdo arraigado de la estabilidad de precios y una moneda fuerte dejaron su huella. Los resultados electorales de abril de 2003 evidenciaron que, a pesar de la debacle producida a la vuelta de la esquina, el 41% de la población optaba las candidaturas de Menem y López Murphy, fieles representantes de los principios neoliberales que habían conducido irremediablemente a la crisis.
Fruto de la crisis, nuevos actores políticos adquirieron protagonismo. Los grandes bloques partidarios clásicos se reconfiguraron, y lo que hoy se denomina como kirchnerismo y macrismo, fechan su nacimiento en ese tiempo. Poco a poco, tras años de políticas que fueron desmontando o corrigiendo parcialmente el esquema establecido durante la convertibilidad (reestatización de YPF, Aerolíneas, algunas empresas de servicios públicos, nacionalización de las AFJP’s, y la cancelación de la deuda externa con el FMI y acreedores privados), se hace ostensible la aparición de fuerzas de derecha y ultraderecha que proponen un giro hacia una orientación económica similar a la seguida durante los años noventa. El discurso político tiende a ponderar que el rasgo distintivo de la convertibilidad fue la vigencia de un peso fuerte y estable, en identidad matemática con el dólar; y si bien en condiciones normales, esa combinación puede parecer virtuosa (al permitir la previsibilidad del gasto de las familias, la certidumbre de las inversiones empresarias, potenciando los motores del desarrollo económico, social y cultural), no fue precisamente lo que se pudo apreciar durante los años de Menem y De la Rúa. El modelo convertible propuso la refundación de la sociedad sobre la base de un juego de pinzas: por un lado, el aplastamiento de la producción local mediante importaciones, como modo de regular los precios domésticos y disciplinar al sector del trabajo; por el otro, el sostenimiento de una moneda sobrevaluada y atada al tipo de cambio con el único objeto de ofrecer previsibilidad a quienes especulan y fugan las rentas que el modelo les permite obtener.
Para varias generaciones, el recuerdo de 2001 está aún muy presente. Lo que entró en crisis entonces fue el diseño e implementación de una sociedad excluyente, con un mercado concentrado y extranjerizado, y un estado cooptado al servicio de los intereses corporativos. Por eso asombra que, hace pocos días, tanto el ex ministro de la Alianza, Ricardo López Murphy, como “libertarios” reivindicadores de Cavallo hayan asumido sus bancas en la cámara de diputados. Son los signos que evidencian que la disputa que detonó en 2001, sigue sin resolver.