Al llegar, entre torres y cráteres, surge una figura humana. Es nuestro anfitrión, el jeque de Wadi Al-Naam, que se ríe adivinando nuestra desazón: nos da la bienvenida y nos indica el camino a su casa, entre las carpas ocultas por las torres.
Estamos cubiertos de polvo pero la taza de café, caliente pero amargo, es reconfortante.
Ustedes se confundieron, nos dice el jeque, pero acertaron el lugar. Ustedes, como todos los que llegan aquí, creen que erraron el camino, les parece imposible vivir en esta colina de torres de alta tensión. Pero hay otra confusión más, añade con un guiño: seguramente pensaron ustedes que, por lo menos, tenemos luz; se equivocaron. Los cables bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas sólo contribuyen a matarnos lentamente, a contaminar el poco aire que nos quedaba luego de la instalación de deshechos en la vecina zona industrial de Hobab.
Las comunidades beduinas de Israel, concentradas mayoritariamente en la región meridional –Neguev y Aravá- tienen una población de aproximadamente 285 mil almas, de los cuales más de la mitad son menores de 18 años; no se trata de cifras oficiales pues, en gran parte, son habitantes de poblados no reconocidos como tales por el Estado y por lo tanto no incluidos en censos oficiales. Las estimaciones demográficas las tomé de de los estudios efectuados recientemente por la Universidad Ben Gurión.
Los núcleos beduinos se encuentran en once aldeas, siete ciudades programadas por el Estado y 35 poblados «ilegales», lugares no reconocidos como espacio habitacional.
La franja mayoritaria de la población beduina de Israel está ubicada en los sectores de menor ingreso económico y de mayor índice de desocupación.
Cuando David en Gurión declaró la independencia de Israel, residían alrededor de 77 mil beduinos. Durante la Guerra de Liberación, una gruesa porción de estos árabes, al igual que otros sectores de la población palestina, huyó o fue expulsada, principalmente rumbo a la Franja de Gaza y el norte de la península de Sinaí. Unos 10 mil beduinos quedaron en el Neguev. Al finalizar la contienda bélica, Israel accedió a recibir, de regreso, a una parte de las familias que abandonaron el país. Las autoridades resolvieron erradicar a los beduinos de sus localidades y agruparlos en zonas de residencia demarcadas.
En 1965, tierras pobladas por beduinos fueron declaradas territorio militar o reserva natural, agravando la carencia habitacional.
El incremento demográfico beduino –notoriamente mayor al promedio israelí- agravó, con el transcurso de los años, la búsqueda de vivienda. Esta urgencia se complicó por factores propios de la cultura beduina, patriarcal, arraigada a tradiciones agrarias, opuestas al modo urbano de modernización que prima en los planes estatales israelíes.
Los pobladores de Wadi Al Naam ven dificultado el acceso a actividades campesinas. Ellos, como en otras aldeas no reconocidas, se encuentran asediados por zonas industriales, percepción agudizada por la falta de agua potable, de asistencia médica y social, de instancias educativas y culturales. Wadi Al Naam, en las márgenes de la periferia, rodeada de torres de alta tensión pero sin corriente eléctrica, cruzada por tuberías de agua para centros urbanos pero carente de ese servicio, acumula hostiles protestas hacia el Estado.
Últimamente, graves incidentes, algunos de corte criminal y otros de terror nacionalista, promovidos por ciudadanos beduinos en Beer Sheva y otras ciudades, atraen el foco periodístico israelí. Crece, así, la estigmatización colonialista del conjunto del colectivo beduino: tribus nómades, caracteriza la derecha, amigas de lo ajeno, que ocupan tierras y no respetan el órden y no reconocen a la autoridad.
Llama la atención: un país como el nuestro, que se opone a ser catalogado, en el exterior, como un Estado de segregación étnica y reclama ser observado en el complejo marco de las condiciones geopolíticas de Oriente Medio, no tiene –o no quiere tener- igual paciencia intelectual para inscribir el clima de «violencia beduina» en el contexto de marginación ecconómica y social, demolición de villorios «ilegales» y reiterada represión de una minoría que –hace un siglo- era visualizada, por los pioneros labradores sionistas como un modelo digno de imitación.