“Shiva baby”: una joven bajo influencia.

Hace un par de meses se estrenó en la plataforma MUBI el film Shiva baby (2020), opera prima de Emma Seligman como directora y guionista, con buena recepción en su recorrido desde su presentación en el Festival de Toronto 2020. Se trata de un largometraje que toma como punto de partida un corto homónimo, tesis de Seligman en la Tisch School of the Arts de la New York University. El film ya recibió, entre otras distinciones, el premio de la crítica en el festival de cine independiente norteamericano de Barcelona: Americana Film Festival Barcelona y el de Mejor Dirección de Fotografía en la Competencia Internacional del de Mar del Plata.
Por Natalia Weiss *

Opuestos en un mismo espacio-tiempo

En su espíritu liminal entre la risa y el horror, entre la tragedia y la comedia, Shiva baby se rige, prácticamente en su totalidad, por las unidades dramáticas aristotélicas: unidad de acción, unidad de tiempo y unidad de lugar. Con excepción de la primera escena, que abre con un encuentro íntimo que mezcla lo afectivo con el intercambio económico, y la última, que sobredetermina la restricción espacial, todo el film ocurre dentro y fuera de la casa donde tiene lugar la Shiva (en hebreo “siete”, en referencia a los días de duelo de la religión judía). Con una estructura, en primer término, cercana al teatro clásico, estas decisiones se encuentran ligadas, en este caso, a cuestiones de índole presupuestario. De cualquier forma, más allá de los motivos, se acerca de este modo a un tipo de cine, a veces ligado a obras teatrales precisas y otras no, que busca sacar el máximo provecho narrativo de las condiciones dadas.

De este modo, el encuadre de duelo no sólo enmarca la situación, sino que también la atraviesa de distintas formas, al resignificar las dificultades para el cambio de etapa y la salida al mundo de la joven protagonista, que se debate entre la adolescencia y la adultez. A esta unidad de espacio se suma la unidad de tiempo, todo ocurre en un día, y aún menos, y la unidad de acción que sigue una única línea argumental, justamente la de esta joven Danielle (Rachel Sennott) intentando salir ilesa. La tensión entre este punto de partida de aparente clasicismo formal y la representación de la subjetividad que explora el film pone de manifiesto los contrastes que también se dan en el aspecto temático. Los mandatos, los interrogatorios y la presión se tornan asfixiantes y claustrofóbicos para los espectadores porque es así cómo lo vive la protagonista. La superposición de personajes y situaciones, inesperados muchos de ellos, presentes en el mismo lugar, generan una acumulación siniestra que, al mismo tiempo, dialoga con la comedia. Desde el mismo título, se encuentran, lo sagrado y lo “profano”, la despedida a los muertos y el acompañamiento a los familiares con lo coloquial, con una protagonista que, en un principio, se encuentra en el absoluto desconocimiento de la persona a la que se despide en la reunión. Intenta averiguarlo antes de entrar a la misma, cuando se encuentra con sus padres, Debbie (Polly Draper) y Joel (Fred Malamed, que recuerda su presencia en varias películas de W. Allen y Un hombre serio de los hermanos Coen).  Pero con lo que no cuenta aún es con la inesperada presencia de Max (Danny Deferrari) el hombre del que viene de despedirse sólo un rato antes, el que, para colmo, resulta ser conocido de sus padres y conversa todo el tiempo con ellos. Se trata, como explicó la directora en el Festival de Mar del Plata, de una relación entre una sugar baby y un sugar daddy (en este caso, se verá, no exclusiva). Como explica Seligman, resulta una forma de vincularse para nada infrecuente en algunas subculturas universitarias, sobre todo en lugares caros para vivir como la ciudad de Nueva York. En este intercambio afectivo, el dinero, ocupa un lugar de ayuda para los estudios y la posibilidad de mantenerse durante los mismos. Pero en este punto, se construye también una relación de poder que será la clave de la dinámica de fuerzas entre los personajes. Danielle sufre la infantilización y ridiculización a la que es sometida por sus padres (y por ella misma) y las situaciones que enfrenta, siente que deja de ser deseada y pierde totalmente el control sobre sí misma y la situación que la rodea.

Efectivamente, los inquisidores comentarios y consultas de familiares, amigos de los padres y afines, sobrecargan a la protagonista poniéndola en un estado límite. El discurso preparado para la ocasión por su madre: “estás con exámenes y tendrás entrevistas laborales en un futuro próximo”, intenta ser uno de los escudos posibles para no recibir las estocadas que la encuentran llena de dudas.  Pero se suman, también, entre otros elementos de la cocina judía de tipo neoyorquina, a los bagels y rugelach que carga y descarga en su plato, el café que se vuelca sobre su pecho y mancha su camisa (“por suerte el de Sheila está siempre frio, sino habría sido quemadura de tercer grado”), el vino ingerido y una herida por un clavo que la lleva hasta a sangrar. Pero esto tal vez no parece suficiente, si no adicionamos también a la escena la llegada de una bella y prospera empresaria, “la barbie de Malibú”, Kim (Dianna Agron) que resulta ser la pareja de Max y que, para colmo de males, trae con ella al bebé de ambos que llora sin parar. En ese punto, la caída de la mesa de los libros sagrados se presenta como muestra del desmoronamiento general para la protagonista y, para el resto, como fuente de toda clase de supersticiones.

 En el cine como en la vida

Danielle es encarnada por Rachel Sennott, una joven comediante, conocida por su presencia en redes, el stand up y la serie de comedia Ayo and Rachel are single, y le pone aquí el cuerpo y el alma a la escena.  Estudiante de arte dramático también de la New York University, es la única del conjunto actoral que ya estaba presente en el corto homónimo. Sus ojos desencajados, su desordenado pelo enrulado, todo construye el estado de ansiedad y fobia de la prisión que, sin duda, está dentro suyo. Necesita irse, pero no puede salir, y les ruega de forma infantil a sus padres que se la saquen de ahí. Una de las mentiras que la ponen en jaque son sus tareas de babysitter, y una escena en la que le piden que tome en brazos al bebé de la pareja de Max y Kim, alcanza a ser una prueba de tensión tal que deja en claro el éxito del ambiente construido por el film. Su madre no la suelta ni un instante, la sigue de cerca y la zarandea una y otra vez, de un lado a otro de la casa, una suerte de idishe mame versión “open mind”; le reclama que se comporte con sus “juegos” con Maya (Molly Gordon), su ex novia, y que termine con la experimentación mientras ella se pone firme al aclararle que se equivoca al creer que todos los bisexuales simplemente experimentan. Pero, a la vez, su inseguridad crece a la par de su pérdida de control, y le pregunta si está decepcionada con ella para buscar su contención.

En definitiva, los momentos fragmentados de distintos tonos constituyen la narrativa de sus estados de ánimo. Arrastrada en el laberinto, perseguida por una cámara en mano inquieta y cercana   y acordes disonantes compuestos para la ocasión por Ariel Marx, las referencias cinematográficas del film son vastas. En principio, sin dudas, acude a las formas y planteos del cine independiente americano conocido como indie. Dentro de él, resulta rico apreciar la actualización de filiaciones con un pionero como John Cassavetes. En particular, puede pensarse en Una mujer bajo influencia (1974), en la que el realizador dirige otra vez a su mujer y musa inspiradora, la inmensa actriz Gena Rowlands en el papel de ama de casa desesperada. Se trata, finalmente, de representaciones sobre las formas de ser mujer en distintas épocas, y en distintos momentos de la vida. Al fluir de los recorridos que intentan salirse de las normativas vividas como restrictivas, se les oponen, una y otra vez, estocadas cargadas de nuevos juicios de valor que intentan sostener el rigor de la tradición.

La última escena deviene, lejos de la prometida salida, la trampa final, el encierro más temido y la coronación perfecta para un relato sobre el agobio que pueden ejercer los mandatos sociales para una joven en busca de un sentido propio. Pero también de, hasta qué punto, el marco ritual, por lo menos desde la construcción cinematográfica, puede transformarse en una vía posible para plasmar estas búsquedas identitarias contemporáneas. Todo esto con la sensación de que conocemos a toda esa gente (el elenco y las actuaciones sin duda funcionan) y que estuvimos conviviendo un más que prudente rato con ellos.

* Egresada en la especialidad de guión cinematográco de la ENERC (INCAA) Lic. y Prof. de Enseñanza Media y Superior en Artes combinadas (Filosofía y Letras, UBA). Prof de la materia Narrativas Audiovisuales (FADU, UBA).