El pueblo no quiere saber de qué se trata
Simone de Beauvoir solía decir que una mujer no nacía mujer sino que “devenía mujer”. Algo parecido le habrá pasado, tal vez, a Uki Goñi quien, proveniente de una familia católica, hijo y nieto de diplomáticos argentinos y educado en el Trinity College de Dublín, ha “devenido” judío a raíz de sus investigaciones sobre la extensa red que suministró asilo, documentos, dinero y pasajes a nazis alemanes, franceses, belgas, holandeses y croatas. La organización fue -sin lugar a dudas- la operación más eficaz de la inteligencia argentina: trabajo con embajadas en países europeos, creó oficinas de inmigración como bases y definió el destino sudamericano de una cantidad abrumadora de criminales de guerra. Sin embargo, el tema de Goñi no es de interés argentino… porque es un “tema judío”. O por lo menos, así se lo han hecho saber:
“Estaba siendo entrevistado en un programa de televisión cuando salió el libro. Hablábamos sobre Perón y los nazis y la palabra judío no había sido aún pronunciada. El libro no se refiere de ninguna manera al antisemitismo. Y de pronto, sin relación con lo que se estaba hablando, el entrevistador pregunta: – ¿Cómo se siente usted como judío sobre estos temas?. Lo que era verdaderamente extraño porque, como había dicho, no habíamos estado hablando sobre judíos. Habíamos hablado sobre Perón durante los años de la guerra, sus relaciones con Alemania» (citado por Noga Tarnopolsky en Forward).
“Eso”, como judío
Si alguien quiere saber sobre “eso” es judío, porque sobre “eso” las buenas conciencias argentinas no quieren saber. Similar ceguera había suscitado la captura de Adolf Eichmann en 1960. La sociedad, lejos de interrogarse por la probidad de un Estado que había alojado al artífice de la “solución final”, montó una crisis histérica, desgarrándose las vestiduras de la soberanía vulnerada. En un despliegue feroz de mala conciencia, el imaginario social argentino pregonaba que sólo las instituciones vernáculas debían ocuparse de los nazis que pululaban en su interior. Las mismas instituciones que los habían protegido y albergado.
Testimonio de los desgarramientos identitarios de esa época es la novela “La mitad de nada”, de Samuel Tarnopolsky. Publicada en 1969, fue escrita bajo el signo ineludible de la profunda crisis de legitimidad de los judíos argentinos. El ascenso de Tacuara, las muertes impunes de Daniel Grinblat y Raúl Alterman, el caso Sirota, las acusaciones permanentes de “doble identidad” derivadas de la captura de Eichmann por un comando israelí, corroen la amistad de un grupo de condiscípulos adolescentes, judíos y no judíos y culmina con un muchacho judío baleado por su propio compañero de curso transfigurado en tacuara. La trama no le ahorra al lector el círculo vicioso de la provocación xenófoba:
“¿A qué patria quieren ustedes? La patria de los judíos es Israel…no admitimos argentinos que no sean a la vez católicos y latinos… ¿Qué harías vos en caso de guerra entre Argentina e Israel?” (“La mitad de nada”, Samuel Tarnopolsky).
Tampoco se le ahorra al lector la miseria de los adoctrinamientos nazis de estas pampas:
“Atravesaron un patio. En el grupo llegado previamente reconoció a dos compañeros, de otras divisiones del colegio. Ni un minuto sin ejercicio físico o mental: de noche lectura y comentarios de “El judío internacional”, “Los protocolos de los Sabios de Sión” o “El judío en el misterio de la historia”… al romper el alba saludaron la bandera con la canción “Los puñales de la GESTAPO”. (“La mitad de nada”, Samuel Tarnopolsky).
Un colegio secundario en el cual se infiltran militantes nazis, mientras la Rectoría y los docentes deciden mirar para otro lado, es la lograda metáfora de un país que defensivamente murmura: “no es para tanto” y entonces el “puede no ser” se transforma en “no puede ser”.
Si se trata de una novela magistral en su construcción es precisamente porque los nazis están ahí, al alcance de la mano, expuestos a la mirada de las autoridades, entre manifestaciones huecas de civismo, la comedia de la tolerancia, y el “no hagan olas”. Todos los ven, pero nadie sabe nada. Porque acerca de eso, el pueblo nada quiere saber. Excepto, claro -siempre tan paranoicos- los judíos.
Svástica Ficción
A veces la literatura se encuentra asediada por los fantasmas que la historia no puede exorcizar. Los que somos de treinta y pico y adictos a las novelas de espionaje de la guerra fría, no podemos evitar pensar en Robert Ludlum, Frederick Forsyth, Ira Levin, o en aquella película que aquí se conoció como “La maratón de la muerte” en la que a Dustin Hoffman lo tortura un odontólogo nazi.
Entre los setenta y los ochenta, abundaron las películas y best sellers cuyos protagonistas desbarataban alguna organización que trabajaba para la construcción del VI Reich. Siempre eran sectas ocultas que se refugiaban en fortalezas hundidas en las entrañas de la tierra. O ex SS con una historia macabra a sus espaldas y en la superficie, simpáticos e inofensivos ancianos. “Los niños del Brasil” de Ira Levin, fue la más famosa. Publicada en 1976 y llevada al cine en 1978, se basa en una figura real: el villano es el doctor Joseph Mengele (quien vivió presumiblemente en Argentina antes de recalar en Brasil y perderse su rastro para siempre).
La trama de la historia reúne todos los ingredientes de un éxito editorial, con una posterior superproducción hollywoodense de alto presupuesto: El doctor Mengele ha creado 94 clones de Hitler y los embriones son desperdigados por el mundo, pero además de garantizar la matriz biológica para que efectivamente se conviertan en futuros “Hitlers”, se debe garantizar para cada uno de ellos, una estructura familiar que reproduzca la del Fhürer. Como el padre del mismo murió cuando éste tenía 13 años, una organización internacional de nazis, se deberá encargar de asesinar a los padres de estos niños adoptivos. Un periodista alerta de este hecho a un cazador de nazis (inspirado en la figura de Simón Wiesenthal) iniciándose una encarnizada persecución.
La historia no difiere de otras, y tal vez el motivo de su éxito consistió en que reunió todos los rasgos del universo discursivo nazi y los transformó en ficción semimágica: la conspiración diabólica y el dominio mundial, el secreto, la secta, la fraternidad-terror y el juramento, la hipertecnología, el bunker, el ejército de seres idénticos, semihumanos (o semidioses), los doberman, los judíos…
Cuando un relato tiene alguno de estos elementos puede ser creíble. Cuando los tiene todos, es mitología y los mitos sirven para tranquilizarnos, para hacernos soñar, para no pensar, para que ninguna inquietud sobresalte la plácida siesta de la historia. La realidad es mucho más siniestra. Los viejos nazis no hacían experimentos médicos y ceremonias secretas en las entrañas de la tierra preparando la vuelta del Reich…
Algunos, de hecho, estaban viviendo ahí nomás, en un pueblito de Córdoba o en una casa de la calle Garibaldi, con una modesta (o no) jubilación de alguna empresa alemana. A la tarde, se podrían sentar a escuchar la radio (¡y a lo mejor ni siquiera a Wagner!) No quieren conquistar el mundo ni que venga el VI Reich, quieren que los dejen en paz, que la gente se olvide, que no los jodan. Por suerte, algunos, los joden.
Epílogo en Google
La realidad supera a la ficción (frase vergonzante por lo trillada) y en algún momento -tal vez más tarde que temprano- la verdad sale a la luz (sobre esto último nadie está muy seguro y tal vez sea más una expresión de deseo que una ley inexorable de la historia). Sin embargo, cuando escribí “Odessa” en el buscador porque no recordaba si la novela de Frederick Forsyth se había llevado a la pantalla, no apareció el famoso best seller de los setenta. Apareció una y otra, y otra vez “La auténtica Odessa” de Uki Goñi. En este caso la realidad superó a la ficción. O por lo menos ocupó más lugar en las páginas de Internet. Qué bueno.