A 30 años de la partida de Isaac Bashevis Singer

Shosha, la novia que no podía crecer

Presentamos este escrito de la escritora y periodista Alicia Dujovne Ortiz, basado en las palabras pronunciadas por la autora durante la actividad de Tzavta-Nueva Sion “Y hablando de Bashevis Singer”, del pasado 24 de julio.
Por Alicia Dujovne Ortiz *

Quizás una lectura lejana rescate lo esencial, mientras que en un libro al que acabamos de leer, el bosque de palabras acaso impida distinguir las líneas rectoras. Un ejemplo de lecturas lejanas para mí es Germinal de Zola. Aunque hoy no podría contar el argumento, he conservado la imagen fundamental, al menos a mis ojos: la del caballo al que bajan hacia el interior de la mina, mientras el viejo matungo que hasta entonces ha trabajado en soledad le envía desde abajo relinchos de alegría. Es lo que me ha sucedido con Shosha: la leí hace un año y, por variados motivos, no la releí. Infinitos detalles se me han borrado, sin duda alguna, pero la imagen central es la de una puerta que, al abrirse, deja ver el pasado tal como fue.
Arele, el protagonista, ha crecido en una calle pobre de Varsovia, la calle Krojmalna. Hijo de un rabino, como el propio Singer, abandona el jasidismo y el barrio de su niñez donde, pese a las burlas de los demás chicos, siempre jugaba con Shosha, la vecinita de al lado. Convertido en un escritor de moda que frecuenta el mundo cultural de los judíos asimilados, un día vuelve. Su familia ya no vive allí y él piensa que la calle misma ha desaparecido. Pero está. Unos pasos más lejos también encuentra su antigua casa. Sube, golpea, y la propia madre de su amiguita lo recibe con un abrazo mientras grita en dirección a la pieza de al lado: “¡Shoshele, volvió el novio!” Cuando se abre la puerta, la Shosha que aparece es la de antes: una nena. Arele ha conocido a mujeres liberadas, de las “que fuman y se ponen vestidos con escotes”, como Betty, la actriz norteamericana que quiere llevárselo a Nueva York. De manera consciente no se ha considerado “el novio de Shosha”, pero acepta su papel como si ningún otro fuera posible. Y una vez más, al presentar como su futura esposa a una enanita con la edad mental que corresponde a su estatura, desafía las burlas de los otros. ¿Por qué Shosha no ha podido crecer? La explicación no puede ser más sencilla: a causa del hambre. Pero hay otra: para Arele, la nena de sus recuerdos estaba destinada a permanecer en un sitio entre dos mundos donde la infancia no muere.
Una frase de Arele ilumina la historia: “¿Qué será de todo lo que vivimos, adónde irá? Debe haber algún lugar donde todo esté preservado en sus menores detalles”. Y agrega: “Una mosca devorada por una araña es un hecho universal que no debe ser olvidado”. Por eso mira fijamente la estrella que surge entre dos nubes: para grabarla en su memoria, antes de que huya para siempre. La novia diminuta pertenece a ese lugar donde todo está preservado, un lugar que existe (ella es la prueba) y que el escritor rescata porque se siente responsable de cada vida, hasta de la más pequeña. También la de Shosha es un hecho universal que Arele salvaguarda por amor, y por sentido ético.
(Un paréntesis inspirado en la mosca- después de todo comencé estas palabras hablando de caballos-. Shosha transcurre en 1939. En 1978, Singer ha recibido el premio Nobel y se ha vuelto vegetariano. En ese momento escribe la oración fúnebre que acompaña la muerte de un ratón: “Para los animales, todo hombre es un nazi. Ellos viven en una eterna Treblinka”. La identificación entre el maltrato animal y la Shoah fue comprendida por algunos, mientras que en otros sembró la confusión. Por mi parte creo que su “oración” expresa la coherencia de alguien que encontró el equilibrio entre memoria y compasión).
Mientras leía esta novela me pregunté por qué los artistas y los filósofos que rodean al protagonista pronuncian discursos excesivos, inacabables, como salidos de la mente de un loco, con una lucidez exacerbada y un frenesí que los impulsa a hablar. La respuesta surgió por sí sola: porque es lo último que podrán decir. Se esfuerzan por vivir “como si”, pero lo saben falso. Todos están desgarrados entre dos opciones, esperar la llegada de los nazis o tratar de conseguir el pasaporte salvador para viajar a América. Arele rechaza el que le ofrece la millonaria Betty, y elige a Shosha. Ella lo ha esperado, es su infancia y se lo debe. El casamiento se consuma y la novia se sorprende, pero el amor le gusta porque es como un juego, y porque viene de él, y porque acurrucarse contra su cuerpo le da tranquilidad. “Arele, tengo miedo”, susurra perdida en el espacio inmenso de la cama. “Hitler no va a venir esta noche a hacerte nada”, le contesta el marido.
Cuando el pasaporte llega por fin, un milagro que el autor de la novela no nos explica, Arele parte con su pequeña esposa rumbo a nuevos horizontes. En este punto confieso que temblé: Shosha es el pasado de Arele. Ha podido acompañarlo en su presente durante unos instantes, pero su imaginación se detiene ante un futuro demasiado imponente. Muere al salir de la ciudad, como si perteneciera en cuerpo y alma a esa calle Krojmalna abandonada en forma provisoria, gracias al permiso que una divinidad benévola, léase el escritor, le ha concedido por un tiempo medido de antemano.
Leí este libro en medio de una enfermedad rara, de origen desconocido, que me hacía pensar a toda velocidad, como los personajes de Singer y por los mismos motivos, rozar la muerte. “Su enfermedad puede ser genética, o hasta étnica”, vacilaban los médicos. En ese mismo momento, un personaje de la novela pronunció esta frase: “Nuestros antepasados son nuestros dybuks. En general se callan, pero a veces alguno se despierta y se pone a gritar”. De modo inevitable pensé en Kurilovich, el pueblito ucraniano de mis abuelos paternos que visité con la secreta esperanza de encontrarme a mí misma detrás de una puerta. ¿Pero por qué una tatarabuela dybuk oriunda de Kurilovich de golpe despertaba, acaso para decirme algo que solo si nos lo aúllan al oído podremos entender?

* Escritora y periodista