58 años de Israel:

Por los caminos que conducen hacia Eretz…

Israel en la conciencia judía. Israel, la tierra de la redención. Israel, la tierra de nuestras contradicciones. Israel, crispándonos hasta la exasperación, obligándonos a pensar, a veces, en contra de nosotros mismos. Israel, una canción en hebreo, una ronda en el patio de la escuela. Israel, nuestra infancia, nuestro dolor, nuestro amor.

Por Laura Kitzis

La ronda

En la escuela judía a la cual yo concurría, Israel estaba presente de muchas maneras: en los afiches divididos en cuatro que tenían un tractor, un soldado, una pareja de sabras (las personas nacidas en Israel) y la panorámica de Jerusalem; en las alcancías del KKL que intentábamos llenar los viernes; y, sobre todo, en unos gorritos azules muy graciosos que a veces nos repartían en Iom Haatzmaut (los mismos gorritos estaban en otro afiche que tenía chicos de todas las razas -todos los niños del mundo debían vivir en Eretz Israel-) y era ponerse el gorrito y sentir que ya, en cualquier momento, nos íbamos a materializar en algún lugar entre el Mediterráneo y el río Jordán.
En segundo grado fue la guerra del ´73 y el llenado de alcancías se volvió frenético. No recuerdo exactamente la guerra, pero sí recuerdo que dejamos de cantar canciones de campos y fogatas y cafeteras y tardes de rosas y empezamos a cantar canciones de paracaidistas que lloraban, tanquistas que morían y padres que prometían a sus hijos que esa sería la última guerra… Pero hubo un “hit” que se mantuvo incólume: hacíamos una ronda, alguien pasaba al medio elegía una pareja, y tomándose de los hombros giraban, mientras los demás batían palmas y cantaban una canción que (mucho más tarde yo me enteraría) decía así: “Por los caminos que conducen hacia Eretz, VA LA VANGUARDIA juvenil judía, entonando esta canción borombombombombombom…
Pero mis compañeros y yo éramos realmente pequeños (6 ó 7 años), nuestra escuela era ortodoxa (mucho ‘speech’ sionista no teníamos) y no conocíamos el término vanguardia (de hecho, algunos no lo conocieron nunca, pero esa es otra historia). De manera que, en la más completa ignorancia del vocabulario de los movimientos juveniles, pero con mucha voluntad, cantábamos “por los caminos que conducen hacia Eretz, PARA LA PATRIA juvenil judía, entonando esta canción borombombombombombom…”
Pegaba, rimaba, tenía sentido… ¡Para la patria juvenil judía atesorábamos el contenido de las alcancías; para la patria juvenil judía hacíamos carteles con bolitas de papel crepé que decían “shalom” (paz); para la patria juvenil judía aprendíamos a comprar un kilo de tomates en hebreo, porque nos íbamos a ir a vivir todos a un kibutz, a pasear en un tractor como el del afiche (para eso todos los judíos del mundo tenían que -al menos una vez- respetar el precepto de guardar el sábado y en ese momento vendría el Mesías, y todos nos iríamos a Israel. El sionismo ortodoxo tiene momentos deliciosamente esquizofrénicos).
Todo eso hacíamos para la patria juvenil judía, porque Israel era un país joven. No reciente. Joven. Hay una diferencia. Los países africanos eran recientes. Israel era joven, y estaba llena de chicos como nosotros. Cuando los chicos crecían un poco se ponían uniformes verdes y usaban boina. O casco.

Dos amores

Por eso sentí que me reencontraba con un viejo amigo de la infancia cuando en un reportaje a Alain Finkielkraut leí: “…el sionismo que me impregnó no era ni la solución moderna de la cuestión judía ni un proyecto de emigración; era algo así como un amor reflexivo o una ternura especial. Amaba a Israel por sus tomates en el desierto, por sus cuadros de césped y por el socialismo, por sus kibutzim, por sus ministros en camiseta, por el Tzahal, su ejército de ciudadanos, y por las noticias radiofónicas que acompasaban por todas partes la vida social, hasta en el autobús… Ni formalidades ni, en especial, futilidades: sobre aquella estrecha franja de tierra había otra idea de la felicidad…”

Muchos no habían crecido como nosotros cantando “por los caminos…” Y el joven estado los llenaba de zozobra, temor y una vaga sensación de irrealidad. Por eso, en la apoteótica novela “Etiquetas a los hombres” Horacio Verbitsky se pregunta:
“Pensar que hay una gran ciudad íntegramente judía: ¿Cuánto durará? Siento angustia. Tal vez siempre, me contesto al comprender que ninguno de estos paseantes tenga pensamientos tan timoratos. De todos modos ya es milagroso que haya llegado a existir. Una ciudad de judíos que no son huéspedes sino dueños de casa. Cuesta creerlo.”
Costaba también adaptarse a la nueva situación: el Estado de Israel había arrojado a muchos al inquietante territorio de la duda y la incertidumbre respecto de su condición nacional… tanto dentro de las fronteras hebreas, como fuera de ellas.
Mucho antes de que A.B.Yehoshua, diagnosticara que el exilio era “la solución neurótica”, el poeta Carlos Grünberg desnudaba la escisión que en su identidad, había producido la creación del Estado judío:

DESCLASADO

“Yo era otrora un argentino
de segunda
y un judío de la entonces
clase única.
Vino la dicotomía
de esta última,
y heme ahora hasta judío
de segunda”

Junto a un río de Babel, desgranaba un lamento con nombre y cadencia de tango:

VOLVER

“De la Tierra Prometida
salieron nuestros abuelos;
al Estado de Israel
vuelven ahora sus nietos.
No vuelven empero todos.
Yo, por ejemplo, no vuelvo.
Y allá van las tres razones
de no volverme que tengo”

Y el poeta enumera los motivos que lo condenan a ser un eterno judío diaspórico: no puede abandonar el lugar en el que ha sufrido y gozado, no puede abandonar su lengua natal y por último, no puede abandonar a sus conciudadanos en la tarea de construir un gran pueblo. Si los conciudadanos están de acuerdo con él es, por supuesto, otra historia.

El olor de las naranjas

Shimon Peres cuenta que en el pequeño ‘shtetl’ en el que vivía, el mejor día en la agrupación sionista era cuando llegaban libros o naranjas de Israel y podían oler el papel en el que venían envueltas las naranjas… El olor… ¿Existe algo más inmaterial que el olor? Sí. La “Jerusalem celeste”, con la cual cada año el pueblo judío renovaba sus votos, y estaba más cerca y a la vez más lejos… El olor de las naranjas les llevaba el perfume de la tierra, de la “Jerusalem terrestre”. Por el olor de las naranjas valía la pena dejarlo todo. Por el olor de las naranjas valía la pena arañar la arena calcinante del desierto. Por el olor de las naranjas, valía la pena, tal vez, morir…

Nunca mejor expresado que en los versos que escribiera Borges:
“…olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quién fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos:
tu puesto en la batalla.”

No he vuelto a escuchar “Por los caminos que conducen hacia Eretz…”, pero esos caminos siguen siendo transitados. Este recorrido de palabras, intentó ser uno de ellos.