Cuando se sentaron las bases institucionales del Estado de Israel al calor de la Guerra de 1948, consideraciones políticas del momento llevaron, entre otras consecuencias, a la falta de avances en la sanción de una Constitución nacional y la perpetuación del arreglo más bien informal sellado entre Ben Gurión y los dirigentes jaredim (ultraortodoxos) en 1947. Más de siete décadas después, ese statu quo (que sentó las bases para la imposición pública de normas ortodoxas vinculadas a shabat, kashrut y leyes familiares como matrimonios y divorcios, así como la autonomía educativa del público jaredí para determinar los contenidos transmitidos en sus instituciones, aunque dependan del financiamiento público) es objeto de un debate de larga duración.
Las transformaciones demográficas y sociales al interior de la sociedad judía israelí han generado un fuerte movimiento civil en apoyo a la institución del matrimonio civil, la aceptación de personas LGBTQ+, la aceptación más amplia del pluralismo religioso, la incorporación de contenidos seculares en la educación de todos los jóvenes israelíes y la igualdad en el servicio militar para todos los ciudadanos, entre otros aspectos. Esta bandera puede ser tomada por partidos con un historial de apoyo al secularismo que hoy forman parte de la coalición gubernamental (como Meretz, Yesh Atid e Israel Beitenu). Es este el terreno propicio para declamaciones, tanto alegres como horrorizadas, de que se abre un nuevo capítulo en las relaciones entre religión y Estado en Israel.
Entre los horrorizados ante esta realidad, podemos contar a los partidos jaredíes Yahadut Hatorá y Shas, que llevaron su apoyo a Netanyahu hasta las bancas de la oposición. Sus dirigentes advirtieron hiperbólicamente que el carácter judío del Estado de Israel se encontraba en peligro, que los valores milenarios del pueblo judío se encontraban bajo ataque e incluso llamaron al nuevo primer ministro, Naftali Bennet, a “sacarse la kipá” por haberse atrevido a reemplazar a Netanyahu junto a Lapid y la izquierda.
En esta oposición encarnizada al nuevo gobierno, cabe destacar el rol de Avigdor Liberman, el improbable aliado del centro y la izquierda política en Israel, y quizás la figura que debería ser reconocida en primer lugar por la caída de Biniamin Netanyahu. Liberman vio la necesidad de sacar a su partido, Israel Beitenu, del nicho del electorado ruso y apostó por canalizar el palpable descontento social en torno al poder jaredí como la oportunidad de convertirse en el paladín del secularismo de derecha en Israel. Al hacerlo, rompió la unidad del bloque de la derecha, denunció a lo que llamó “derecha mesiánica” (que probablemente incluía a Bennett hasta hace unos meses) y precipitó los acontecimientos que llevaron a la jura de un nuevo gobierno.
Liberman juega su nuevo rol de forma completa, demandando el retorno al plan de 2016 de una sección de servicios igualitarios en el Kotel y una investigación independiente para llegar al fondo de lo ocurrido en la tragedia de Merón, que llevó a la muerte de 45 personas a fines de abril en el festejo público de Lag Baomer. Esta investigación, apoyada por otros partidos en el nuevo gobierno, habría sido impensable por su potencial de exponer la corrupción y negligencia al interior del liderazgo religioso.
¿Puede y quiere este gobierno romper el statu quo?
Más allá de las intenciones secularizantes de parte del gobierno, cualquier proyecto político que intente sacudir el estado convencional de las cosas se encontrará, necesariamente, con un obstáculo estructural: la debilidad de un gobierno heterogéneo con proyectos políticos contradictorios. Bennett estará especialmente interesado en demostrar sus credenciales como miembro de la derecha israelí, de donde extrae históricamente su fuerza electoral, pero sabe que no puede ir demasiado lejos en satisfacer las ambiciones de la derecha sin poner en peligro su alianza con el centro, la izquierda y el partido islámico conservador Raam, encabezado por Mansour Abbas. Si bien las cuestiones relativas al conflicto con los palestinos y la ocupación resultarían un gesto costoso en el contexto de una alianza frágil que es necesario cuidar en estos momentos iniciales, el mantenimiento del statu quo en la relación entre religión y Estado probablemente sea un piso que Bennett busque preservar mientras busca recomponer su relación con parte de su electorado que quedó decepcionado con sus alianzas.
Hasta ahora, las propuestas del partido de Naftali Bennet en este sentido resultan muy tímidas para la mayoría de los laicos de Israel. Incluyen, entre otras, la propuesta de adoptar un enfoque más abierto a la cuestión de la aceptación de las conversiones al judaísmo de diferentes corrientes (estableciendo una nueva entidad para esto fuera del alcance del Rabinato), la aceptación de conversiones realizadas por rabinos locales, la descentralización de la supervisión de kashrut y la modificación del método de elección de las autoridades religiosas estatales. Por más tibias que parezcan estas propuestas (influenciadas por la organización ortodoxa liberal Tzohar), probablemente sean combatidas por el Rabinato y los partidos jaredíes como si fueran una declaración de guerra. En frentes como la supervisión de alimentos, implica arrebatarles a estas instituciones fondos enormes de dinero.
Además, Bennett cuenta con una desventaja que Netanyahu nunca debió enfrentar: tener a Netanyahu como líder en la oposición. Ocupando todavía el lugar de referente para buena parte de la oposición de derecha, comprometido a hacer caer el gobierno y con la participación estelar de aliados aún más radicalizados (los dirigentes de Sionismo Religioso, como Itamar ben-Gvir y Betzalel Smotrich, así como los partidos jaredíes), una estrategia central de la oposición israelí será mostrar al gobierno como una entidad opuesta a la tradición judía, al carácter básico del Estado de Israel y a la vida del ciudadano humilde y tradicionalista, aplicando los argumentos de “guerra cultural” que el populismo de derecha ya ha desplegado efectivamente en Estados Unidos, en Europa y en las últimas elecciones de Israel.
En la confluencia de los intereses económicos, políticos y religiosos, el gobierno puede preparar su propio campo minado si planea atravesar el camino tormentoso de la reforma religiosa. No debería sorprender entonces que cualquier progreso en términos de secularización política quede sujeto como rehén a los vaivenes de un gobierno que, de forma atípica, deberá luchar por su legitimidad hasta bien entrado su mandato, si es que no cae antes.
El factor más conservador de la coalición: Raam
Fuera de las presiones provenientes de la derecha judía, otro actor dentro de la coalición que tendrá una voz disonante en este tema será el recientemente incorporado partido Raam, encabezado por el odontólogo Mansour Abbas. Rompiendo con la tradición política israelí, Abbas fue incluido y dio su apoyo a través de su partido a la formación de un nuevo gobierno, pero este acuerdo no fue gratuito. Su incorporación implicó también la suspensión de la aplicación de leyes perjudiciales a los beduinos en el sur de Israel (quienes en su mayoría votan a Raam) y la promesa de un robusto plan quinquenal (de más de 35 mil millones de shekalim, o casi 11 mil millones de dólares) para mejorar las condiciones económicas del público árabe. Se espera también que la continuidad de Raam en el gobierno esté condicionada por la falta de iniciativas de legislación pro-LGBT, que el partido considera contrarias al Islam.
Ya cuando la Lista Conjunta era una potencia electoral que englobaba a todas las fuerzas políticas árabes relevantes, el conservadurismo religioso de Raam había funcionado como voz disonante en una coalición liderada por Jadash (el Partido Comunista), lo cual fue evidenciado cuando Raam fue el único miembro de la coalición que votó en contra de una propuesta legislativa destinada a prohibir la “terapia de conversión” a homosexuales propuesta por Meretz.
Abbas, un astuto observador de la política israelí, puede ahora cumplir desde el gobierno la misma función ejercida por los ultraortodoxos históricamente en Israel, utilizando su condición de minoría necesaria como apalancamiento en torno a su postura contraria a medidas progresistas que sacudan el lugar de la religión en la vida pública.
Los primeros gestos en la distribución de cargos y formulación de una agenda conjunta parecen mostrar que los partidos progresistas y centristas de la coalición del cambio están hoy mucho más dispuestos a hacer concesiones que los miembros de la derecha. Los únicos intentos de reforma parecen ir al compás del público sionista ortodoxo (como Bennett), en su esfuerzo de arrebatar las instituciones religiosas al público jaredí para reformarlas y descentralizarlas, pero no para eliminarlas y deshacer la coerción religiosa que existe hoy en Israel en varios aspectos de la vida cotidiana. Sin embargo, esta coalición recién toma sus primeros pasos y, si algo aprendimos en los últimos meses, la política israelí seguirá sorprendiéndonos.