18 de mayo de 2021. ¿Un sábado más? En algún lugar de Leopoldskron, Salzburgo, Austria, yo asistía al diluvio sentado en una silla. Era la hora en la cual los cohetes asesinos de los matones de Hamas caían sobre la tierra prometida de la eterna promesa. Segando vidas, destruyendo casas. O acaso vez el momento mismo en el cual la represalia de Netanyahu derrumbaba, torpemente, para variar, las sedes de Associated Press y Al Jazeera en Gaza. O el instante en el cual el chupamedismo pueril, el fervor de falso converso de antiguo ultraderechista del canciller de Austria, lo llevaba a izar la bandera de Israel en la sede del gobierno. Si, acaso fuese en aquella fracción de tiempo en la que yo me encontraba, sentado en mi sillón de aburrido, que la enseña del Talit y de la Estrella comenzaba a ondear, acaso en el mismo mástil en el cual flamease alguna vez el trapo color sangre tocado de la cruz gamada.
Transcurría el séptimo día consecutivo de diluvio en Salzburgo, la urbe que los romanos llamaron Iuvavum, la misma que odio Mozart, la misma que amó Zweig. Y el pronóstico del tiempo anunciaba otros siete días de tormentas. Y si solo anunciaba siete días de mal tiempo, es porque más que una semana es imposible anticipar. Otra semana de lluvia que se agregaba a la previa. Y así, como setenta veces siete.
De Buenos Aires me llegan noticias de una amiga. Dice que se peleó con el marido “por una pavada” y que encima “hoy” llueve. Supongo que es inútil que le diga que en Europa Central y del Norte ha llovido casi todos y cada uno de los días del “largo, oscuro invierno” septentrional que pronosticó Joe Biden en octubre pasado. Fue como si esta parte del viejo mundo hubiese entrado en un túnel, en una suerte de lavarropas y que allí se hubiese encontrado desde antes del teórico comienzo del otoño y hasta el 1 de junio. Se muestra a todas luces contra fáctico tratar de discernir si el acatamiento, casi sin excepción, del norte de Europa al confinamiento para contener la pandemia se debió a la conciencia, a la solidaridad ciudadana, o sobre todo al hecho, mucho más simple, de que frente al horrible e interminable invierno que vivió el continente la mejor -o la única- alternativa fue la de hallar refugio en el hogar.
¿Qué hacer?
Hamas, por las suyas, tal como lo puso Damián Szvalb, columnista de este querido periódico, seguía haciendo ostentación de su musculatura. Bibi también. Mientras los pueblos en el medio recibían los bifes, y contaban a sus muertos. “Entremos por tierra a Gaza, afrontemos los atentados suicidas que vengan, en toda Judea si hace falta. Volemos la franja con todo lo que hay adentro”, pensaban tal vez los unos. “Auto detonémonos en cualquier esquina o peatonal de las calles de Israel, lancemos cohetes marca Hezbollah para amedrentar a los judíos, sembremos el terror en los ancianos, en las mujeres, en los niños, arrumbemos a todo Israel en los refugios”, exclamaban los otros. Ninguno mostraba intenciones de ceder en el marco de la clásica, infructuosa pulseada a definirse al precio de vidas ajenas. Total, los nuevos asentamientos -ignorando los acuerdos- continuarán, la extorsión de Hamas a los habitantes de la franja para usarlos como escudos humanos también, mientras la salida de los dos estados -que es la única sensata- se difumina, se desdibuja, agoniza. Y eso duele.
Como se hubiera preguntando el bueno de Ulianov en otro tiempo ¿Qué hacer? Si. ¿Qué hacer en la ciudad donde Amadeus vino al mundo, en un día lluvioso, frio y destemplado? ¿Qué hacer en una horrible tarde de cuarentena europea, que es el precio que el que huye de todo y de todos debe oblar para seguir?
Una canción de moda en los ochenta, cuando la vida era aún vida, martillaba que el sol siempre brillaba en la TV. Solo un noruego como el que escribió ese latiguillo podría llegar a una tan acertada conclusión, ya que la luz, y eso lo sé, es enemiga a muerte de Noruega. También de una buena parte de Europa. Sin embargo, yo, fugando hacia adelante como siempre, contra todo y contra todos, quise ver el sol, el sol al amparo del cual crecí, el sol que persiste en no mostrarse ni en Bruselas ni en Salzburgo ni en Paris.
Cuando mis andanzas en Europa ha poco comenzaban, un irlandés parapetado detrás de su pinta de Guinness, ya beodo, no pudo sino confiarme entre sollozos: “¡Qué bendición haber nacido en un país en cuya bandera brille un sol!”. Haber nacido en el país de “buena gente”, lo sabemos, no parece asemejarse demasiado a ninguna bendición, aunque es verdad que yo, y aunque pasados muchos años, nunca pude olvidar ese apotegma.
Deja que entre, que entre (el sol)
En Medio Oriente, la cosa tenía que definirse a cara o ceca. Pero cayó parada cuando la presión del resto del mundo forzó la tregua. A barajar y dar de nuevo. El proceso político, devastador, de Netanyahu comenzó a ingresar en sus tramos finales, consecuencia previsible de tanto desmanejo acumulado. Del otro lado, los matones de Hamas se felicitaban en sus cubiles, aunque la llegada de Naftalí (¡¡¡naaa…!!!) Bennett no les augure, en todo caso, nada bueno.
Despejé la enojosa ecuación de Lenin, que, aunque enojosa, empuja a la acción. Toda contradicción se disuelve cuando se pasa a la acción, pontificaban los viejos camaradas. Atlanta jugaba en Villa Crespo. Contra Deportivo Maipú. Y gracias a una conexión trucha del Facebook, evadiendo las trampas del “pay per view”, mi pantalla comenzó a devolverme todos los colores que solo el sol argentino puede despertar. En la gente, en las cosas, en el verde césped, en marcado contraste con el desastre que arreciaba más allá de mi ventana. Ya me sentía mejor. No por el futbol de los veintidós estúpidos atrás de una pelota de los que hablaba Borges -aunque yo no comparta una opinión tan rotunda sobre el más popular de los deportes- sino por el brillo del Astro Rey que inundaba como siempre Buenos Aires.
Desde Israel, los fanáticos bohemios seguían las alternativas del partido, prestos, según apuntaban en el chat, a bajar al subsuelo al sonar del aullido atroz de las sirenas. A buscar refugio de los cohetes de Hamas que pudieran caer en Modiin o en Jaffa, acaso en el amable suburbio de Talpiot en el que acontecieran mis días israelíes. Mientras tanto la pelota rodaba en el field del Gran León, aunque rodaba demasiado lenta. Iba siendo un empate, si, trabado en sus dos ceros. Y así terminaría.
Un fanático escribió en el chat desde Ashkelon: “Atlanta te amo, aunque ganes o aunque pierdas”, para que yo lo provocase preguntando “¿Y si empata?”. Seguramente contrariado -o habiendo bajado a los refugios, la historia no lo dice- no respondió. Pero alguien le clavó un emoji de risita a mi pregunta: se trataba de Dirce Dulcinosky.
Una Judith 2.0 para un Holofernes del exilio.
Dirce Dulcinovsky. Me gusto la consonancia de su nombre, no lo niego, y en alas de ese sentimiento, picado por la curiosidad, me dispuse a estudiar su perfil zuckerbergiano. No había casi foto en la que esta dama no apareciese vistiendo la camiseta del viejo Atlanta. Casacas nuevas, casacas viejas, las de los ochenta, las de los noventa, las de ahora, con todos los sponsors, confeccionadas por todas las firmas que uno pueda imaginar. El azul eléctrico, el amarillo chillón de la divisa, hacían juego perfecto con su tez lívida, con el tono lívido, ashkenazi de su piel.
Para avanzar en la descripción, plafgiando impunemente al Nobel chileno, diremos que Dirce “es rubia, gordezuela, de ojos color naranja y alegría”, que por lo menos en las fotos, parecía rebosante. Aclaremos esto de movida: Dirce no es gorda. Tiene una figura un poquito rellena, nada más. De curvas apenas algo pronunciadas, una Raquel, ciertamente no aquella de la Tumba, sino más bien la que los Decadentes nos describen (¿Contradicción?)
Si. Yo la quería encarar, ay, pero solo no me animaba. ¡Que figura poderosa! Como la de Judith, aunque nunca una Judith contemporánea, como la de Klimt -esa Judith raquítica no habría podido cortar ni un hilo de costura, no hablemos del cogote de Holofernes-, sino más bien la que plasmase en la tela el frisio Johann Liss. Esa sí que era una Judith pulposa, una chica poderosa. Una suerte de Dirce Dulcinosky del año 1622…
En términos generales, Dirce pudiera, con esfuerzo, encajar en la categoría de bohemia -y no solo a causa de su fanatismo por Atlanta-. Aunque yo creo que se apura un poco en declararse en su perfil como “ciruja, botellera y escritora”-. Porque, ay, cuando escuché su voz recitando sus propios poemas en You Tube, su tono no era la de un(a) bard(¿e?) que la va de marginal, sino más bien la de una alumna del Bialik o del Chagall. Las letras todas bien pronunciaditas sin comerse ni una sola, marcando cada una; la cadencia de lectura inteligible y un seseo muy ligero de aderezo. Dicción fuertemente intelectual que negaba en los verbos y en los hechos sus delirios de paica botellera poniéndola directamente y sin escalas en la categoría de ninfa distinguida. Se me antoja capaz de desdeñar impunemente las Mitzvot por “obsoletas”. No se abraza a los árboles como hacen los germanos paganistas, sino a los muros pintados de azul y de amarillo; corre desahuciada en una noche de tormenta a hallar refugio en los brazos del correcto Iemanjá. El mismo Jesucristo se hace intruso en los tomates de los memes, mientras Krishna le regala su azulenco al gualdo impertinente que lo aguarda. Y yo, en Salzburgo, con Yupanqui sentado a mi aquí a mi lado, razonando: “para que nazcan los nietos no hace falta matar a los abuelos”.
Puntapié inicial
No me atrevo a aseverar que Dirce buscase cancelar las tradiciones que componen sus raíces, pero se notaba a simple vista su esfuerzo por estar siempre del lado de los “buenos” para negarse a sí misma -un poco como yo-: pañuelito verde de rigor -no es que yo quisiera que lleve uno celeste, por favor, válgame Dios…- banderitas arco iris por aquí y por allá, parada vagamente indoamericana, tan inauténtica como atractivamente peligrosa. Un corazoncito por aquí a un post de un tipo que, como foto de perfil, había puesto una bandera palestina y que la llamaba “rusita” para que ella, y siempre en su lugar, no se ofendiese para nada cumpliendo lo que de ella se espera. Lo único que la saca de sí es que la llamen “Dir”. Cuando esa abreviatura de su nombre es escrita en su perfil, la bohemia no trepida en triturar con sus ataques al autor de tal simplismo.
¿Por qué habré querido, maldita sea -no ella sino más bien mi suerte- abrir el juego mandándole un privado? No sabía en la que me metía. Como escribió alguna vez Marisa Grinstein, la autora de “Mujeres Asesinas” el aburrimiento es la raíz común de casi todas las catástrofes humanas. Porque al vendaval de la lluvia austriaca sucedió otra tormenta, proveniente del Sur: “Mira, no soy amable, y a fuerza de ser sincera me caga de envidia la gente que vive en Europa”, bajó su respuesta como el rayo. “Oh là là”, me salió pronunciar la franchutada aunque no se la escribí, para no parecer provocador. “Es una broma ¿no?”, repregunté tratando de salir del brete. Pero ella redobló la apuesta: “La mayoría de la gente es cordial y condescendiente, yo no. Estoy traumatizada y no me gusta que me hablen de ESO”.
Con toda mi inocencia, toda la inocencia de la que yo soy capaz, en todo caso, yo le hice otra pregunta. “¿De eso? ¿Qué es ESO? ¿Así que no te gusta que te hablen de Atlanta? No parece…”. “Si, de Atlanta sí. Lo que no me gusta es que me hablen de Europa”. Y ya el humo de su furia, apenas contenida con silencios pudiese ya entre las frías letras de mi chat.
La piba no quería ser guetificada. Yo tampoco.
Yo no recordaba haberlo puesto en las dos líneas que había escrito previamente, y en efecto no había mencionado el continente donde vivo. Volví atrás en el chat para ver si había dicho algo sobre Europa. Y no, no había nada. Pero llegué rápidamente a la conclusión de que como mi username de Facebook está bajo el nombre de “Alexandre-Xavier” y no Alejandro Javier -nadie en las Galias puede pronunciar las malditas jotas de mi nombres-, ella no pudo sino asimilarme al mundo viejo. Y es como si me hubiese hecho responsable de haber “logrado” algo que ella no. “Es como un trauma”, me dijo. “Si, es cierto”, escribí. “Europa es algo que solo puede provocar traumas”, para que ella replicase en letras rojas de furias escarlatas. “Hace unos años, me dijo, cuando estaba a punto de viajar, me robaron todos mis ahorros. Desde entonces, hablar de ESO me hace muy mal”.
Fue inútil que yo le explicase que yo no tenía la menor intención de hacer mención a Europa, sino que quería hablar de Atlanta o más concretamente de mi amado Villa Crespo al que extraño cada día. Que Europa puede ser lindo, sí, pero solo para viajar. Solo un ratito. En realidad, más que inútil, esa expresión de mi parte no hizo sino enardecerla más aun y hacerla salir al contraataque, con tres delanteros de punta: “Yo creo que te apuraste a responder sin molestarte en leer lo que escribí”. “No, para nada -le dije-. Europa es el lugar de donde vienen todas las desgracias”. Y reforzaba mi creencia en esa idea pensando en mis abuelos, aunque también en mí mismo. En el camino obligado de ida hacia el sur que ellos hicieran, en su supervivencia en Argentina más o menos azarosa, pero también en mi camino (¿de regreso?) al Norte que yo me vi forzado a hacer. Pero “Judith” ya salía con el cuchillo de punta, a querer cortar más cuellos, ya no solo el de Holofernes, sino también el mío: “Mirá, a verrr. Estas son las conversaciones que odio y que prefiero evitar. Que hablen de algo que yo no pude hacer porque me robaron”.
No había nada que hacerle: Dirce ya me había puesto en el lugar de europeo, o de extraño, o de residente del viejo continente y no había nada que pudiera yo hacer o decir para escaparme. Que hubiese nacido y vivido en Buenos Aires por más años que los que ella cuenta, era a esa altura, totalmente irrelevante. Así como lo es Marianne para Francia o lo es Britannia para el Reino Unido, ella había hecho de mi pobre ser la personificación del mundo viejo, envejeciéndome. Solo pude atinar a repetir una vez más. “Pero Dirce, yo no he mencionado a Europa para nada”. La respuesta salió cual latigazo: “Es exactamente lo que estás haciendo”. “No, te equivocas”, le dije sin perder aun el equilibrio ante semejante vendaval de furia desplegada. (Dirce, Dirce, ¿¿¿qué buscás en Europa que no tengas en Caseros? Bajá un cambio, por favor)
La Argentina no está bien, yo ya lo sé, no soy tan ciego. Aunque si el sol siempre brilla en la TV, al menos para mí el sol siempre brilla en Villa Crespo. Ilumina los frentes enchastrados con grafitis, las orgullosas fachadas agrisadas donde brillan aun las placas: doctor Goldman, médico. Doctor Chisotti, abogado, ahora en muchos casos reducidas a las ruinas, más acá del entubado del arroyo Maldonado. “Yo vivo en Santos Lugares. Yo no tengo nada que ver con Villa Crespo”, protestó. “Bueno, pero una parte tuya vive allí”. Noté que esa afirmación provocó como una suerte de escisión en su voluntad, inquebrantable, ya que por primera vez dudó, no sabiendo a ciencia cierta si yo me refería a sus ancestros -que deben haber vivido allí-, o más directamente al club de sus amores. “Bueno, sí, supongo”, concedió, pero para volver a la carga sin demoras y escribir “pero yo nunca viví ni viviré en Villa Crespo”, cosa que confirmaría, una, dos o tres veces por si hubiese quedado alguna duda. Supongo que Dirce no quería ser guetificada. La comprendo. Yo tampoco. Sin embargo, la reacción de Dirce me pareció un poco descolgada: saltaban en mi contra los reptiles tatuados en sus hombros, cual resortes, a las dunas asoleadas de mi infancia; reptaban las serpientes dibujadas, cruzando el tiempo y la distancia. Sitiando mi sillón de aburrido allá en Salzburgo.
Está claro. A una mente rebelde no le gusta ser encasillada, puesta bajo un membrete. Es un rasgo libertario. Por eso, en alas de mi oportunismo, antes de tener que negar mi identidad, me ha resultado más cómodo asumir varias, así yo no reniego de ninguna. Igual debo decir en mi defensa que a más identidades, más esfuerzo en aprenderlas, en comprenderlas, sobre todo en vivir de acuerdo a ellas, y más aún en salvar las contradicciones que estas identidades tengan entre sí. La mayoría de la gente de este tiempo vive a la inversa de este hábito y suele negar toda identidad, toda pertenencia, toda tradición, toda historia, aunque como le hizo decir Shakespeare al Rey Lear, nada pueda salir de la nada. Tal vez el tiempo me ayudara entender que lo que me atraía de Dirce, que lo que me irritaba de Dirce, es que me hacia el efecto de un espejo. Y ese efecto, esa imagen que veía de mí mismo me espantaba.
No creo que el personaje de Dirce Dulcinovsky me hubiese interesado por que yo fuese especialmente masoquista; que perturbado por mi aburrimiento disfrutase particularmente de su carácter agresivo. Es que en la foto de la intrépida bohemia sentí vida. Sentí mucha, tal vez demasiada violencia, pero también mucha vida, la vida que no encuentro aquí en Europa. Vida, si, alguien propio de alguien vivo. Vida, si, y una cierta pasión desordenada que se expresa en sus caóticos poemas, verdaderos amasijos de palabras sin correlación alguna, tirados al papel o al monitor para aliviarse de todo aquel sufrir. Ingerirlo a mordiscones, atragantarse, soportar, exhalarlo, vomitarlo, sacárselo de encima, cual Funes memoriosa -femenina- del siglo veintiuno.
Volver no tiene sentido, tampoco vivir aquí.
Percibí que a Dirce enfrascada como estaba en su dolor, ya no podría interesarle nada de lo que yo le dijese y que no había nada más allá de su herida acerca de lo que ella quisiese discutir. Yo hubiese querido compadecerme, pero en realidad no podía, ya que yo también tengo mis dramas, de un carácter totalmente diferente. Yo me pregunto ¿Por qué ella puede pasearse por las calles soleadas de Buenos Aires y yo tengo que vivir ocho meses por año en las tinieblas? ¿Por qué tendría que ser su dolor más grande que el mío? ¿No serán acaso iguales, pero al revés? Porque si a ella le robaron todo y no pudo venir a Europa, a mí me robaron todo y me tuve que venir, a la fuerza, sin nada, a Europa, a empezar de cero al albor de mis cuarentas. ¿No sería condescendiente de mi parte que yo me compadezca de ella y ella no se compadezca de mí? Piensa que yo estoy mejor, que Europa es perfecta. Europa. Ese gran museo a cielo abierto y nada más. Creo que adora comprar la versión que presenta al continente cual si fuese un paraíso, cuando más vale se asemeje más a un hades que a un edén. Acaso la verdad esté en el medio y se contenga en esta frase: todo lo que falta aquí, lo hay allá, y todo lo que falta allá, puede, con mucha suerte y tesón, llegar a haberlo aquí. Pero al precio de mucho desarraigo, de mucho sufrimiento, con la sensación de durar, no de vivir.
Compasión es compartir la pasión del otro.
“Intento todos los días de mi puta vida olvidar que me robaron mis ahorros”, volvía a insistir ella. Y él, paciente, leía sus mensajes. No podía contestarle, aunque pensar aun podía: “Intento todos los días distraerme, yendo de ciudad en ciudad, sacando la foto de un perro, de una escultura o de un museo. Conozco la canción del sufrimiento, yo no puedo caminar por las calles de mi barrio. Hallé conchabo de docente, en ropas de francés me travestí. Servi a la Francogalia en todos los frentes concebibles, de las arenas del Sahara a los temibles suburbios de una isla-colonia que fue cárcel tropical. Soportando la inclemencia de Bruselas, trashumando cual gitano cinco estrellas por el orbe”.
Ella seguía insistiendo, dale nomas, dale que va. “Era todo lo que quería en la vida y me robaron”, repetía. Yo miraba su foto con la camiseta Adidas del bohemio y en su cuello colgando, reluciente, un Mash’allah.
Y uno está solo. Y Dirce no paraba. Yo ya no podía impedir sentirme culpable de su desgracia, frente a la cual la mía, la que vengo de contar, ya no era nada. “Odio que me recuerden a Europa, me hace mal”, me dijo, sin temor de parecer reiterativa.
Yo ya estaba más perdido que Biden en una discoteca, más despistado que Trump en un juzgado. Insisto en que yo no le había recordado nada, solo el hecho mismo de que viviese en la Europa de la que algunos vinimos -y a la que ella no pudo volver- provoco su dolor. Seguramente, las consonancias de mi nombre de esclavo, del nombre que adopté por causa del racismo, mi triste realidad, no hayan sido ajenos del todo a su explosión. Europa es una colección de monumentos, de tumbas, de campos de concentración desafectados; la Argentina es una colección de sentimientos, entre los cuales, por supuesto, se destaca la violencia.
“A mí me publicaron en Suiza unos poemas que hablan del Perú”. “Que lindo!”, le dije “Siempre quise haber podido visitar América Latina”, fue simplemente la expresión de un deseo que acaricio hace ya mucho. Pero a Dirce, esto tampoco le gustó. “Ese tipo de comentarios me pone nerviosa. Me rompe un poco las pelotas cuando me dicen que bueno que viajaste por Latinoamérica y yo sólo fui a Europa, en serio, se me activa una taquicardia que ni puedo controlar”. “Pero Dirce. Mi cuerpo está en Europa, yo no”. Ya no sabía ni qué hacer ni qué decir. “Dirce, Ya vendrás o no vendrás. Yo te digo que Europa no es gran cosa. Nadie puede vivir clavado para siempre en el pasado”, deslicé, cuidadoso, ensayando una vía media, pero ella replicó. “Ves? No me comprendés. Porque si me comprendieses no dirías “no es gran cosa”. Me hace mal, me hace mal, a un nivel que no puedo controlar. Era todo lo que quise en la vida y me robaron”, me lanzó. “A mí también me robaron todo y por eso estoy aquí”, me defendí. “No me interesa -se notaba-. Vos pudiste hacer algo que yo no. Lo hablé mucho en terapia -cartonera que recurre a la terapia, todo un icono argentino-. Te envidio y se me activa una sensación que no puedo controlar. Y vos me lo venís a recordar…
Si la compasión es compartir la pasión del otro, podemos inferir que Dirce no era en absoluto compasiva. “Te dejo”, me lanzó “Ya es demasiado”. “Si, ya es demasiado”, pensé yo. Entonces escribió: “Me voy a cocinar”, dejando un smiley y el chat desconectado. Yo no creo que vuelva a sonreír por muchos años. ¿Hubiese podido ser Dulcinovsky mi nueva Dulcinea? Acaso si me hubiese dejado contarle lo que vivo, no hubo tiempo.
Volví a escaparme sin pensarlo, parece mi destino. “Bundespolizei ausweis, reisepass, Bitte”, (“Identificación de la policía federal, pasaporte, por favor”) me fue inquirido en los confines de Alemania. La verdad es que el espacio Schengen ya no existe, debe haber muerto, sin duda, POR COVID. Crucé entero el país teutón para llegar a Luxemburgo. Al llegar a Wasserbillig, no pudo sino perturbarme leer de hurtadillas en un diario la molesta, inapropiada utilización del adjetivo de negacionista, así, banalizado, para caracterizar a los que niegan la pandemia. Un titulito de La Meuse, periódico local, y que rezaba el 2 de junio: “por primera vez en doce años formaran gobierno sin Bibi Netanyahu”. Por primera vez desde octubre tuve calor con el sobre todo puesto. El invierno había concluido. “Hasta el próximo fin del mundo”, me dije, y me puse a corregir mis pruebas de docente sentado en un café.