“¡Abrí bien los ojos y no te distraigas!” me dijeron.
Día 1:
Un viaje algo extraño. La revista donde trabajo recibió -como pago de publicidad- un pasaje de avión ida y vuelta. En esa época, cada catorce tíckets de vuelo -equivalentes a un grupo de turistas- la agencia de viajes recibía un vale gratis para el coordinador del paquete turístico contratado. El director me lo entregó a cambio de sueldo, vacaciones y aguinaldo del último mes del año, más dos notas que debía entregar a mi regreso. Pero yo tenía otras intenciones.
Una trifecta: tres apuestas y todos contentos.
Día 2:
Hubo varios casos de problemas con asientos u horarios en los aviones y los turistas se me fueron encima. No recuerdo cómo hice para esquivar esas tareas que desconocía.
Cuando llego -finalmente- a un hotel, mis ojos ya están casi cerrados. El larguísimo viaje con escala en Roma y cambio de aparato, la tensión por ignorancia idiomática y los nervios del aterrizaje se disiparon al encontrar una pareja conocida. Son muy atentos, me guían a un alojamiento y alquilan una pieza.
El conserje pregunta, cortés o interesado: “¿Ha kol beseder?”. No entiendo lo que dice y bajo la vista. Dos minutos después, sin desvestirme, duermo profundamente sobre las sábanas.
Día 3:
Despierto diez horas más tarde. Estoy en Jerusalén. Todavía no puedo pensar con claridad, pero de pronto recuerdo tener en algún lado el teléfono de Iheuda, mi maestro y amigo en Argentina. Con algunas palabras en inglés y hebreo y muchas señas consigo que el empleado me comunique. ¡Y lo encuentro en casa!
Hombre mayor y con mucha experiencia, entiende de inmediato. Media hora después está en el hotel. Pide la cuenta (“tus amigos te trajeron a un sitio nada económico”, dice) y partimos. En quince minutos estamos en su departamento. Prepara un catre bastante digno, par de sábanas y ¡por fin! un sabroso desayuno. Me vuelve el alma al cuerpo, diría mi abuela. Luego conozco el Muro de los Lamentos, la Ciudad Vieja y gente exótica.
Día 4:
Camino por un suburbio de la ciudad de Tel Aviv donde habita mi amigo Bernardo. Desorientado y sin un mapa a mano, su dirección se vuelve una incógnita difícil de resolver. Me acerco a una anciana que pasea por la vereda, en sentido contrario -debe tener unos ochenta años- y con mi defectuoso hebreo indico la calle que estoy buscando. Ella percibe la dificultad idiomática y observa un instante antes de preguntar:
-¿Idish?
Niego con la cabeza
-¿English?
Nueva negativa.
-¿Francais?
Vuelvo a negar, ya desesperado.
-¿Español?
No tengo tiempo de asentir cuando la viejita de pelo blanco señala con el dedo índice y me dice en perfecto castellano:
-Camine dos cuadras hasta llegar a la avenida, doble a la izquierda…
Día 5:
Supuse algún inconveniente con la motoneta de Bernardo -no sé manejarla ni nunca aprendí a mantener el equilibrio en una de ellas- pero después de los primeros metros todo funciona perfecto. Paseamos por su barrio mientras me ilustra sobre edificación, habitantes y particularidades. Llegamos a una zona céntrica, aumenta la circulación de vehículos y personas.
-Estamos cerca de la estación de ómnibus- me dice. Es un lugar donde se reúne toda clase de gente, como en cualquier urbe moderna. Hasta prostitutas.
-¿Árabes?
Sonríe sin contestarme.
-No me digas que hay prostitutas judías…
-No seas infantil, Este es un país como todos.
-Pero el gobierno…
-¿Conocés un lugar común que acá se repite mucho? Cuando se detuvo a la primera prostituta judía, a los pocos meses de crearse el estado, Ben Gurión lo festejó públicamente declarando: “hemos cumplido el sueño sionista. Ya somos un pueblo normal…”.
Dobla en una rotonda y bordea la vereda repleta de gente. Se detiene ante una jovencita de unos 18 años de baja altura, tez aceitunada y cabello negro, con un vestido claro, rostro triste, ojos que van ida y vuelta hacia ambos lados, como buscando algo.
Bernardo pregunta en hebreo. La jovencita contesta, en voz baja: Srim.
-¿Te gusta? -pregunta. -Cobra veinte libras. Podemos llevarla a casa en el asiento tuyo, si nos apretamos un poco.
-¿Estás loco?
-Si no querés…
La motoneta retoma el viaje.
“¡Abrí bien los ojos y no te distraigas!” me resuena.
Se entiende lo de Bernardo. Nos conocemos desde adolescentes, compartimos ideas y militancia. Somos de la misma edad: él es más inteligente y yo más pragmático. Tengo esposa y dos hijos, él sigue solitario.
Con un comportamiento que he visto en otros casos, se relaciona casi exclusivamente con parejas de su generación. Poco a poco, se transforma en una suerte de confidente para ambos. Y conoce -tal vez participa- de todos los encuentros y desencuentros de ese casal. Imagino trata de averiguar cómo funciona una relación entre dos, que él aún no ha logrado concretar.
Insiste en presentarme sus nuevos amigos, Elton y Jana, que nos llevarán a pasear en automóvil para el conocimiento de la zona.
Día 6:
La mañana siguiente se inicia el recorrido. Él es brasilero, ella argentina, ambos muy simpáticos. Nosotros dos nos sentamos atrás. El hombre maneja y ella lleva la conversación y, de hecho, parece ser la única presente. Hermosa, dominadora, seduce con su sola presencia: pelo largo castaño que le cae por la espalda, grandes pechos, voz gruesa y segura de sí misma, mueve mucho las manos al hablar. La asocio enseguida con una oficial del ejército de Israel. Elton es un rubio de finos bigotes y piel tostada, habla poco y contesta con monosílabos las preguntas.
El vehículo avanza con rapidez por una ruta de doble mano. El tráfico se va complicando. En el interior, el clima comienza a cambiar. Los dos de adelante levantan un poco la voz. No entiendo qué discuten. De pronto, mientras ríe y lo espolea con carcajadas, ella cubre con sus manos los ojos del novio para que conduzca a ciegas. Él le grita que termine con ese juego peligroso, ella insiste: disfruta la adrenalina del peligro, poder chocar, rozar la muerte. El brasilero no consigue despegarse. Yo la puteo en silencio mientras me aferro a la manija de la puerta.
“Si querés suicidarte hacelo sin pasajeros, pelotuda” murmuro. Miro a Bernardo. No dice nada, como si esa no fuera su primera vez. ¿Jana es la nueva mujer israelí valiente que no teme a nada o una omnipotente que busca matarse?
Día 14:
Estoy sentado en la sala de espera del aeropuerto de Lod, esperando el embarque del avión que me llevará de regreso. Escribo un ayuda-memoria para no olvidar nada de este viaje (deberé utilizar cada detalle).
“Querida Margarita: acabo de terminar una visita muy importante y creo tener una visión más certera de lo que significa este lugar. Pude visitar estos últimos días la comuna agrícola donde planeamos vivir, en el sur del país. Trabajé un par de horas en tareas donde podrían destinarme (ordeñé vacas, coseché manzanas, fui mozo en el comedor) y escuché mucho ¡con los ojos bien abiertos y sin distraerme, como dijiste!
Se trata de un lugar hermoso, tranquilo y muy distinto a lo que conocemos. Mucha vegetación, árboles añosos, paisaje de ensueño. Hay muchos hombres calvos, yo supongo que la razón es el sol tremendamente fuerte y también un viento que viene del desierto y llaman jamsim, que enloquece un poco a la gente. Me dicen hay otros ventarrones del mismo origen, como el sharkíe, pero intuyo se están burlando para probar si me asusto.
La inserción aquí no parece tan simple (para ser escritor me falta el idioma). Todos los amigos envían saludos. Personalmente te contaré novedades de ellos: te adelanto que hay dos divorcios y un adulterio escandaloso.
Es complejo entender los códigos del humor asiático. Al otro día de llegar a la comuna, un veterano argentino me palmeó la espalda y dijo: “¿Periodista y viniste de visita? El anterior estuvo acá tres días y luego escribió un libro de 200 páginas sobre el kibutz. A ver si superás ese récord”. “Pero yo voy a estar casi una semana”, contesté con rapidez. No sé si entendió la ironía, son campesinos algo toscos.
Los primeros días los dediqué a ver amigos en las grandes ciudades, que aparecen similares a otras urbes. Pero sucedió una anécdota que me confundió. Te la contaré al llegar, fue el único momento en que cerré los ojos.
No te enojes: no olvidé tu consigna, sino que tuve miedo. Ocurrió dentro de un paseo en automóvil. Ignoro si esa actitud de jugar a la ruleta rusa responde a una característica de este lugar. Ya sabrás los detalles.
Pero, fuera de eso, siempre listo: “¡Ojos bien abiertos y sin distraerse!”
Y te adelanto mi decisión más importante: dejaremos de lado, por unos años, esa idea de emigrar. Es muy complicado.
Tengo un proyecto mejor: voy a escribir un libro sobre Israel. Ya imagino la editorial que podría publicarlo y conozco el mercado posible.
Nos vemos en Buenos Aires.