La verdad sobre la muerte o la resurrección de la muerte

El coronavirus también nos ha traído una numerosa legión de seres muertos en los que se produjo algo que solo puede definirse como divino: la resurrección. Se trata de aquellas personas a los que el coronavirus no les trajo la muerte física, la incógnita que les faltaba en su inapelable ecuación de muerte. No, a todos ellos el covid-19 les trajo algo que, incluso para ellos mismos, fue algo difícil de creer: les trajo la vida.
Por Mario Hamburg

No hay diferencia entre la vida y la muerte. ‘¿Entonces por qué no te mueres?’, le preguntó uno. ‘Porque no hay diferencia’, respondió.
Tales de Mileto

Hasta hace unos meses, la muerte estaba casi muerta. Y digo casi porque todavía osaba aparecer en las noticias, en las películas, en los diarios o en algunas estadísticas. Pero era una ficción, tal vez el último suspiro de la muerte antes de concluir su propio obituario. No fue sorpresa. Ya hace algún tiempo que la muerte se había convertido en una actriz y sus víctimas, los muertos, en vulgares extras. La muerte ha trasmutado en un espectáculo más, ya sea en el cine, en la televisión pero también en la vida real. ¿Existe actualmente algo más impersonal que la muerte que vemos todos los días? El sistema económico dominante la ha hecho prácticamente invisible y la ha sentenciado por ser poco productiva, por su mal olor, por su peor aspecto y porque sin duda es políticamente incorrecta; a punto tal de atreverse a limitar nuestra in-finitud.
Pero se equivocan, la fantasía de la inmortalidad no es tal, solo ha trasmutado en esta híper realidad de muerte eterna. Trataré de explicarme de una forma inusual, será a través de la primera de mis apuestas. La que está muriendo no es la muerte. Lo que está en su etapa terminal es la vida. Vivir cuesta trabajo. Debemos transformar la materia para hacerla productiva, debemos amar, debemos parir y criar a nuestros hijos, debemos dejar alguna huella de nuestro paso por el mundo para saciar nuestro afán de trascendencia, debemos, debemos… Uff! ¡Cuánto trabajo! Más fácil, mucho más fácil, es morir y a eso nos dedicamos con empeño. Tarea quizás un poco más fácil pero que conlleva un precio, el miedo, con un nombre que deberemos precisar y que denominaré miedo a la vida. Millones de personas que viven muriendo porque eso desean y otros tantos millones que mueren viviendo porque ya ni siquiera desean. Y muchos otros que tarde o temprano sabrán que los deseos que poseen son de otros, jamás propios. Sabemos que muere el que no tiene motivos para vivir, para luchar, para ser. Eso sí, ninguno afirmará que desea morir; pero no se engañen, solamente anhelan no transformarse en algo distinto de lo que son, de lo que fueron, de lo que serán, definición perfecta de lo divino para algunas religiones pero definición imperfecta de lo que es perecer si uno es mortal.
Vida sin vida es igual a muerte. Algunos se apurarán a preguntar qué lugar ocupa D-os en esta ecuación de la vida. Si yo fuera religioso, cosa que en parte soy, diría que D-os “es” la ecuación. Si no fuera religioso, y en parte no lo soy, diría que en esta ecuación D-os no existe. ¿Qué no puede haber tal contradicción en una persona? Ahí lo tienen, la sola pregunta lleva la semilla de la muerte. El ser humano es contradictorio por naturaleza, por haber nacido con una falta, con un agujero, un vacío que jamás podremos llenar. Solo el dogma puede matar la duda, aniquilar la contradicción; pero quien dice matar dice muerte.

Y un día, llegó el coronavirus
Llegó para quedarse un tiempo entre nosotros. Nos instaló en la observación de nosotros mismos y de los demás, para cuidarnos, para cuidarlos, por lo menos eso nos dijeron. Nos enfrentamos a una otredad vivificada aún más por el aislamiento. Muchos de esos otros se quitaron el velo más no su mascarilla protectora. Una enorme masa de personas ávida de languidecer, que hacía eones había caído en la intrascendencia, en la monotonía y en la trivialidad, ahítas de desinterés por todo y por todos, y que sólo pueden sentir “algo” si disfrutan del sufrimiento y de la muerte de otros. Son los que vemos empecinarse en el regodeo de cifras de contagiados y muertos por el covid-19. Pertenecen a los que con gran sabiduría Erich Fromm reunió bajo el término necrofilia.
Pero también descubrimos otro tipo de personas. Las voy a incluir en la segunda parte de mi apuesta, esta vez a todo o nada.
El coronavirus también nos ha traído una numerosa legión de seres muertos en los que se produjo algo que solo puede definirse como divino. No dudaré en llamarlo RESURRECCIÓN. Se trata de aquellas personas a los que el coronavirus no les trajo la muerte física, la incógnita que les faltaba en su inapelable ecuación de muerte. No, a todos ellos el covid-19 les trajo algo que, incluso para ellos mismos, fue algo difícil de creer: les trajo la vida.
Estos seres redivivos son fáciles de distinguir, por varios motivos. El más notorio es la intensidad con la que perciben los pequeños acontecimientos, como aquellos que se viven después de haber estado en peligro de morir, de haber estado frente a frente a la muerte, o, si queremos ser precisos, de haber estado muertos. Estos adultos, que no ignoran que los niños que fueron ya han muerto, se reencuentran con resabios de sí mismos al jugar con sus hijos. Saben que sus adolescencias los han dejado definitivamente pero pueden rebelarse ante pensamientos y acciones que autoritariamente otros les imponen. Y así con cada pérdida de sus vidas. Estos “resucitados” conviven con la muerte, pero no con la muerte en la que estaban cómodamente instalados. Esta muerte ya no es lo que era, su propia forma de vida.
La pandemia produjo otro efecto notorio: ha ido segregando a los individuos. Los va dividiendo en tres tipos de personas que se agitan a merced del viento pandémico. El primer grupo son aquellas personas a las que esta cuarentena revolucionó sus vidas, porque empezaron a vivir, o como hemos descripto, resucitaron. El segundo grupo es de aquellos individuos a los que esta pandemia les produjo un colapso, al poner sobre el papel que estaban muriendo en vida. Ahora lo saben y eso es difícil de asimilar. Y está el tercer y último grupo. Se trata de aquellos seres a las que esta emergencia sanitaria no les cambió nada a pesar de algunas incomodidades eventuales. Los pertenecientes a este segmento solo manifiestan indiferencia y pueden sentarse cómodamente a disfrutar la necrofilia intensificada de los medios porque íntimamente saben que están muertos y esto es más de lo mismo. Y son, a fin de cuentas, los que mejor conviven con su parte animal, en el sentido de que igual que los animales pueden ignorar a la muerte porque ni siquiera pueden dar cuenta de que la muerte exista. Ningún animal tiene conciencia de la muerte.
Ustedes me dirán que me ha quedado sin nombrar un grupo. Sí, es verdad, me queda el pequeño y despreciable grupo de las personas felices. Innombrables que eran felices antes, son felices durante y que seguramente lo seguirán siendo después de la pandemia. Este grupo portador del virus de la felicidad no merece lugar en esta reseña.
Me pregunto ahora que este pequeño ensayo va muriendo a qué grupo pertenezco. ¿Y usted?