Dado que el mundo de los gentiles necesitaba sus ídolos, apareció el judío moderno
para proporcionárselos. Se absorbió de tal manera en este asunto de la idolatría
que él mismo llegó a creérselo y hasta a inmolarse por él.
Isaac Bashevis Singer[1]
Hay preguntas que exigen prudencia. Pero, al mismo tiempo, cierta osadía. Espero se me disculpen ambas.
¿Por qué hablar de un ayuno que no respetamos, de ritos que no observamos? “No somos religiosos”, dirá alguno, casi ofendido, como varios hicieron hace poco, temiendo ser confundidos con la ortodoxia descripta -con una mirada entre obscena y entomológica- por una serie televisiva.
¿Por qué escuchamos Kol Nidrei con silenciosa reverencia? Quizás -y hablo por mí, conste que no pretendo representar a nadie- por el valor mismo de la plegaria, es decir, el valor de la palabra dicha a un otro que, aunque desconocemos, nos permite escuchar lo que decimos.
En hebreo lehitpalel (orar) es verbo reflexivo. Deriva de la raíz pilel, que significa pensar, llegar a concebir, dar crédito a una cosa; es suplicar pero también juzgar, dar sentencia. No se agota en demandar, sino que vuelve sobre quien la pronuncia en el aliento mismo de su dirigirse al otro, conminándolo a responder.
En Rosh Hashaná se inscribe nuestro destino,
y en Iom Kipur es refrendado:
Cuántos habrán de morir, y cuántos, de nacer
Quién vivirá y quién morirá,
(…)
Quién perecerá por el fuego y
quién, por el agua
(…)
Quién por el hambre y quién, por la sed
Quién por terremoto y quién por la plaga
(…)
Quién estará sereno y quién, perturbado
(…)
Quién será humillado y quién, enaltecido
Este antiguo texto, Unetané tókef (“Daremos vigencia a la santidad de este día…”), está en el corazón de lo que va de Rosh Hashaná, cuando cada uno es inscripto (o no) en el Libro de la Vida, hasta Iom Kipur, cuando el Libro es sellado. Es un tiempo solemne, de arrepentimiento e introspección que culmina hoy, ahora mismo. Nuestro destino está siendo sellado mientras pronunciamos estas palabras que otros judíos pronunciaban ya en el siglo XI.
וְתִזְכֹּר כָּל הַנִּשְׁכָּחוֹת,
וְתִפְתַּח אֶת סֵפֶר הַזִּכְרוֹנוֹת.
וּמֵאֵלָיו יִקָּרֵא.
וְחוֹתָם יַד כָּל אָדָם בּו
Y recordarás todo lo olvidado.
Y abrirás el Libro de los Recuerdos
– y de él se leerá-
y la firma de cada uno está allí.
Si bien hay quien objetará con fuerza lo que otros afirman con no menor fervor -es decir, la vigencia un Juez Supremo (aunque algunos lo llamen Naturaleza, Pueblo Judío o Clase Obrera)-, nadie, absolutamente nadie —ni creyente ni agnóstico, ni piadoso ni escéptico— puede desentenderse del oscuro saber de que nuestros actos inciden en nuestro destino. Que nuestras decisiones tienen consecuencias. Que lo que hacemos cuenta de una manera profunda, insondable. Esto atañe, entonces, a cada uno en tanto hombre libre: libre por responsable de sus actos, los que cometió y aquellos de los que se abstuvo; libre por no precisar de intermediarios para examinar la propia conducta e intentar la reparación. La misma plegaria lo dice: ve’jotém iad kol adám bo / y la firma de cada uno está en eso. Que sea un o/Otro -con o sin mayúsculas- quien cuente, registre y escriba, no nos hace menos responsables. No hablamos entonces de culpa, hablamos de responsabilidad.
Esas palabras cobran hoy especial urgencia. ¿A quién le tocará qué? ¿Qué será de nosotros, ahora que arrecian los malos presagios? ¿Y qué será de nuestros seres más amados? ¿Y quién por la plaga? decimos, recluidos en casa. ¿Y quién será apedreado? decimos, mientras nuestros cementerios son profanados. ¿Y quién será humillado?, preguntamos, mientras la humillación se pasea por nuestras veredas y revuelve nuestra basura.
En estos días –terribles no sólo por la liturgia-, quizás nos toque renovar una exigencia ética que impregna los textos judíos, en términos de Levinas: el combate intelectual, la osada apertura hacia preguntas aunque no sepamos responderlas. Insistir con un discurso atópico, precisamente ahora, cuando la palabra se ve despojada de su potencia discursiva y se vuelve eficaz motor de un anhelado olvido para que los judíos seamos, de una vez por todas, normales.
Para eso, los vientos académicos procuran aligerar la historia de toda memoria, y, enarbolando el prefijo “post”, cancelan una modernidad cuyas lenguas desconocen. Consenso, corrección, debate premoldeado: la academia llama a no sobredimensionar la catástrofe, a uniformar experiencias en una abstracción necesaria para todo aquel que busque mantenerse en carrera.
¿No serán simples divergencias? Nada habría de nuevo en eso. Las divergencias internas atraviesan lo judío desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días, sin saltearse la Inquisición ni las tinieblas del ghetto de Varsovia. Y, sin embargo, la divergencia principal, la que volviendo sobre el sujeto arruina toda aspiración de “identidad” -divergencia reflexiva, como la plegaria en hebreo-, es precisamente la que las ansias de “normalización” dejan de lado. Confunden así -en términos de Meschonnic- lo universal –es decir, lo singular que está en todos lados- con la universalización.
Pero hay más de un modo de congraciarse con el poderoso. La academia es sólo uno; la chabacanería puede ser otro. Por ejemplo, abonar el prejuicio de que un judío puede prometer sin consecuencias, y -cito- “si diste un cheque sin fondos, que no se va a acreditar, sólo tenés que ayunar”.
Dice la Mishná: …las faltas del hombre para con Dios son perdonadas por el Día del Perdón; las faltas del hombre para con el otro no le son perdonadas por el Día del Perdón, a menos que, previamente, haya aplacado al otro…
Dice Levinas: Dos condiciones para el perdón: la buena voluntad del ofendido y la plena conciencia del ofensor.
Por favor, que alguien le avise al pretendido humorista antes citado que va a tener que levantar el cheque. También habría que avisarle que, lo sepa él o no, no es el primero que canta y baila para solaz de los antisemitas de turno.
Hubo en Polonia una figura llamada el “maiufes id”. “Ma’iufes” es la pronunciación ídish de “Ma’yafit” -“Qué hermosa eres…”- canción cuyo texto -datado en el siglo XIII, época de graves persecuciones- celebra la alegría del Shabat. Al parecer, la canción llamó la atención de los nobles polacos que la consideraron tan divertida que solían convocar a algún judío de sus dominios para que los entretuviera cantando y bailando ante él. Hacia el siglo XIX, el judío “Ma’yufes” se volvió para los nobles polacos -y para muchos judíos- el arquetipo de la caricatura del judío como objeto de ridículo.
¿Cómo decirles que -sea lo que sea- lo judío no se reduce al vértigo académico de la superstición erudita ni a la degradación bufonesca del grotesco cambalachero?
Otra vez, dar vigencia… Y esto atañe a todos, “laicos”, “religiosos”, “observantes”, “apicorsim” o ignorantes, porque el culto fascinado, obsecuente o interesado del poder no deja de ser uno de los peores pecados: la idolatría. Los becerros no necesariamente tienen que ser de oro, ni siquiera tienen que tener forma de becerro.
[1] Isaac Bashevis Singer, Amor y exilio,. (trad. Rhoda Henelde y Jacob Abecassis), Ediciones B, 2002
* Psicoanalista, escritora y traductora literaria del ídish. Docente e investigadora en la UNTREF. Su libro «Palabras para decirlo – lenguaje y exterminio» (Ed. Paradiso, Bs. As., 2012) fue distinguido con el Premio Nacional (Primer Premio, ensayo sociológico 2013)