El impacto de la Shoá y los dilemas de la memoria

Espejos rotos

Quizás sea imposible incorporar la dimensión absoluta del dolor de las víctimas del Holocausto, pero podemos mantener su testimonio, individual y colectivo. El deseo de recuperar trazos del pasado reclama superar el abismo entre las huellas materiales y la fragilidad de la palabra de los testigos y sobrevivientes, efímera y parcial representación del universo judío destruido por el nazismo.
Por Moshé Rozén, desde Nir Itzjak, Israel

Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo
de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges

Hace 45 años, me enteré de mi «pre-historia».
Caminando por las calles de Jerusalén, mi padre, de visita en Israel, me contó, por vez primera, sobre su familia, sus seres queridos asesinados en el Holocausto.
Nunca antes compartió su relato, a pesar de nuestras cotidianas conversaciones de siempre. Los dolorosos detalles eran absolutamente novedosos para mí, pero el cuadro global ya lo conocía: la historia, las historias, estuvieron presentes en el ámbito del hogar porteño, presentes en su silencio, en su enigma, como una sombra que hizo las veces de la palabra en los años de mi infancia.
Hasta tal punto que, cuando, muchos años después, estuve en Ciechanowiec, una pequeña ciudad en la parte oriental de Polonia, tuve la sensación de «estar en casa»: la comunidad judía fue aniquilada en la Shoá, pero las calles, el paisaje todo, me resultaba conocido.
Nuestra historia familiar, con el signo de los eventos-límite de la Shoá, se multiplica en millares de casos: en el siglo XX se hizo añicos el espejo de la Diáspora, centenares de colectividades, su cultura y tradición se derrumbaron en el Jurbán, la destrucción del judaísmo europeo.
La imposibilidad de representar y transmitir la intensidad del duelo se refleja en los relatos, pero se traduce –a su vez- en la ausencia verbal.
Cécile Wajbrot en su «Memorial» lo reafirma: «la sombra del silencio pesa más que el testimonio mismo».
En definitiva, el regreso, ese deseo de recuperar trazos del pasado, reclama un esfuerzo enorme: superar el abismo entre las huellas materiales -muchas veces borradas por los verdugos- y la fragilidad de la palabra de testigos y sobrevivientes, efímera y parcial representación del universo judío destruido por el invasor alemán y sus cómplices polacos.
Esta fatigosa marcha contra el olvido y la negación plantea no pocos dilemas.
Al enfrentar el pasado nos preguntamos no sólo por los hechos, los datos de la historia: nos interrogamos sobre el sentido de aquel pasado.
Esta confrontación no tiene respuesta unívoca: pienso que mi padre, formado en la tradición rabínica europea, trató de asumir la tragedia de su familia perdida desde una perspectiva diferente a la mía, que percibo su narración como un horror lejano e inconcebible. Es más: mi generación, nacida en América Latina luego de la Segunda Guerra Mundial, tiene otros marcadores, como la epopeya del (re)nacimiento de Israel, las batallas de Cuba en 1959, Vietnam en los años ‘60, Chile en los ‘70. Una generación –en Argentina- con la rutina de dictaduras intercaladas por intervalos democráticos.
Precisamente, desde esta diversidad de experiencias, nos podemos plantear el imperativo de la memoria como parte de una vocación judía humanista, denunciar los modos actuales de racismo y segregación.
En un mundo aturdido por la pandemia del coronavirus y el incesante discurso incendiario de Trump, corremos el riesgo de perder la sensibilidad solidaria.
En su «Entrevista a sí mismo», Primo Levi alerta: “Quizá no podemos entender el odio nazi, pero podemos comprender de dónde surge, y estar en guardia, porque lo que sucedió puede retornar, las conciencias pueden ser nuevamente oscurecidas”.
A la sabia advertencia de Levi, añadiría: quizá nunca podamos incorporar la dimensión absoluta del dolor de las víctimas del Holocausto, pero podemos -debemos- mantener su testimonio, individual y colectivo, cristalizar la Memoria en Historia.
Podemos tratar de juntar los fragmentos del espejo roto, el espejo de silencios y ausencias, si nos comprometemos a enfrentar, universalmente, el odio y la discriminación, como lo hicieron en mancomunado mensaje, en enero de 1963, en Chicago, el rabino Abraham Yoshua Heschel y Martin Luther King, cuando recordaron la convocatoria del profeta Amos: «Correrá la Justicia como impetuoso arroyo».