Los que eligieron:

Vencidos pero no olvidados

Pasaron treinta años del golpe, poco es lo que no se ha dicho y mucho lo que queda por decir. En lo que a nosotros respecta, si hay un acontecimiento en la historia del país que nos interpela como judíos argentinos es ese. El estremecedor porcentaje de judíos en el número total de desaparecidos, revela fielmente el antisemitismo enquistado en amplios sectores de la sociedad. Pero también revela el compromiso inclaudicable del pueblo judío en la lucha por la libertad y la dignidad del hombre.

Por Laura Kitzis

“Nuestra generación tuvo que pagar para saber, pues la única imagen que va a dejar es la de una generación vencida. Este será su legado a los que vendrán”

Walter Benjamin, 1940.

Buchenwald

Año 1975. Gregorio Silverstein es un viejo militante del Partido Comunista. Gregorio sabe que Pablo Epstein dio clases en Filosofía y Letras, sabe que escribió en una revista del peronismo de izquierda, que publicó un libro titulado “Revolución y Tercer Mundo” y que dio cursos bajo el título demoníaco y mortal de “Las luchas nacionales contra la dependencia”. Por eso, Gregorio le dice a Pablo que, aunque sea, se mude porque lo que se viene es terrible porque “…usted, Pablo, es, dice Silverstein, (para sorpresa de Pablo) judío, y eso lo agrava todo. Y Pablo sonríe y le dice: – amigo Silverstein, parece que usted está más seguro que yo acerca de mi identidad judía Y Silverstein le dice: – amigo Epstein, usted podrá creer lo que quiera sobre su identidad judía, pero para ellos, para los militares, usted es judío, tan judío como yo, tan judío como eran mis padres que tampoco se creían muy judíos y terminaron en Buchenwald”.
Este fragmento pertenece a la novela “La crítica de las armas” de J.P.Feinmann, y es la historia de un profesor de filosofía, Pablo Epstein, durante la dictadura.
Paradigma de toda una generación, hebreo por portación de nariz y de apellido, la condición judía de Pablo es una condición marginal. No es un judío practicante, por lo tanto no habita la centralidad del judaísmo, tampoco ocupa la centralidad del “ser nacional”, (esa construcción hispano-católica, significante privilegiado del discurso represivo).
Desde la periferia, desde la marginalidad, Pablo decide entonces, habitar otra centralidad, la centralidad del marxismo, de la liberación de los pueblos de América Latina, la centralidad de la revolución socialista. Como tantos que (además) eran judíos.
Significó, en la mayoría de los casos, el secuestro seguro, un mayor encarnizamiento en la tortura, y la diferencia entre la vida y la muerte.

La elección

En un conmovedor libro sobre el judaísmo libertario de entreguerras, Michael Löwy (‘Redención y utopía’, 1997), despliega el concepto de “afinidad electiva”. Se trata de un tipo particular de relación que se manifiesta al encontrarse dos configuraciones sociales o culturales, dos cosmovisiones que convergen, que se atraen recíprocamente, hasta llegar a la fusión. Ahora bien, para que esto ocurra, ambos universos tienen que tener -previamente a su encuentro- un rasgo común, una característica, una marca singular que les sea propia.
La razón por la cual existiría una “natural” afinidad del judío con los movimientos utópicos y libertarios de todo tipo, es una de esas preguntas que la historia no cesa de plantear. Para el discurso del aparato represivo, la participación de los ciudadanos judíos en los movimientos políticos de izquierda representa el “complot judeo-bolchevique” o la avanzada del “Plan Andinia”. Para nosotros, judíos, representa una obligación para con nuestras raíces, a veces con valor casi de dogma, a veces reprimido y con carácter de repetición inconsciente. Como todo pueblo perseguido -y definido, por lo tanto, en términos de resistencia a la opresión- la dimensión ético-laica del judaísmo ha abrevado en las aguas de la redención mesiánica.
Dicho en otras palabras: Libertad y Justicia social para todos los hombres… en esta tierra. Pero no sobrevaluemos la determinación histórica, ni nos refugiemos en el círculo encantado de una “esencia libertaria judía”.
En todos los casos se trató de una elección… elección del estudiante que decidió participar, del abogado que decidió defender presos políticos, del periodista que decidió no pactar.
Elección del militante que decidió “crear las condiciones” y optó por la lucha armada… Elecciones… La gran mayoría de ellos no sabía que se estaba jugando la vida.
Hoy, treinta años después, los seguimos viendo en esas fotos en blanco y negro, terriblemente jóvenes, con los peinados de los setenta y los apellidos de nuestra tribu. Congelados para siempre en la hora infernal de la historia argentina. Los desaparecidos judíos. Los torturaron el doble, los mataron una sola vez.

Cuando todos eran judíos

Las analogías no son muy científicas pero sirven para la historia. ¿Cómo pensar en la dictadura sin remitirla una y otra vez a la Shoá?
Por el antisemitismo del régimen, por la profusión de material nazi en los centros clandestinos de detención, por la apatía de una sociedad civil atontada por el autoritarismo, por la metodología, por la exaltación de valores retrógrados, xenófobos y autoritarios, por la banalidad abyecta del “no te metás” y del “yo, argentino”. Por todo eso, la sombra terrible de Auschwitz planea sobre la ESMA. Las analogías sirven muchas veces para nominar aquello que, por la dimensión de su horror, no puede representarse, ni decirse, ni nombrarse.
No es casual que uno de los versos del poema “país” de Juan Gelman diga “Se avisa a Paul Celan: tumbas cavadas en el agua”. Paul Celan había escrito en su célebre ‘Todesfuge’ acerca de las tumbas en el aire, propias de los hornos crematorios. Los ‘traslados’ arrojaban los cuerpos al mar. Un procedimiento diferente, una misma finalidad siniestra: borrar, hacia el interior del crimen, las propias huellas del crimen.

La analogía en virtud de la cual los nazis funcionaban como metáfora de los militares argentinos y el judío, por ende, del perseguido político y del desaparecido, permitía, en muchos casos, referirse en forma elíptica a la dictadura, en una época en la cual llamar a las cosas por su nombre podía costarle la vida a un escritor.
En ‘Respiración artificial’, de Ricardo Piglia (Pomaire, 1980), es Kafka, mejor dicho, su alter ego Joseph K. en “El Proceso” (¡El Proceso!) quien anticipa el horror del Reich, y, simbólicamente, la metodología de los grupos de tareas:
“Usted leyó El Proceso,… el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror… un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables, la siniestra inseguridad que el totalitarismo insinúa en la vida de los hombres, el aburrimiento sin rostro de los asesinos, el sadismo furtivo. Desde que Kafka escribió ese libro, el golpe nocturno ha llegado a innumerables puertas y el nombre de los que fueron arrastrados a morir como un perro, igual que Joseph K., es legión”.

Por su parte el protagonista de la novela ‘Las muecas del miedo’, de Enrique Medina (Galerna, 1981), presencia la agresión a un judío ortodoxo, y decide asumir su defensa:
“Quizá sea por el maldito dolor de cabeza o por la simple desgracia de vivir en 1980, no sé, me encuentro gritando con toda mi alma: ¡Nazifascistas hijos de puta! ¡Fachos de mierda!…el hombre de negro me mira…un imperceptible temblor de cabeza indica… un conocimiento ancestral de una larga historia de luchas…”
Así como estos escritores no judíos se apropiaron de la Shoá para utilizarla como metáfora de su condición durante la dictadura, la memoria judía no puede sino resonar desde lo más profundo de su historia ante las víctimas del terrorismo de Estado. En ese sentido, todos eran judíos. ¿Quiere decir esto que el desaparecido forma parte de la identidad judía?
Sí, tal vez…