“Distinguidas señoras y señores, quisiera decirles que ustedes entienden mucho más ídish de lo que creen. Si permanecen quietos se encontrarán repentinamente en medio del ídish, y cuando éste se haya apoderado de ustedes, no recobrarán ya la calma anterior”.
Franz Kafka, en febrero de 1912, presentando al actor trashumante de esa lengua, Isaac Löwy.
Es psicoanalista, canta y actúa, compartió sets de filmación con Madonna (En la película Evita, de Alan Parker) y con Brad Pitt (en Siete años en el Tíbet, de Jean-Jacques Annaud), es lerer. Sí, Sergio Lerer es lerer (maestro, en ídish) del dulce idioma de sus ancestros azkenazím y también de hebreo, la lengua sagrada.
Hoy transcurre la cuarentena muy activo, en su departamento del piso veintitrés sobre la avenida Corrientes, desde donde admira las cúpulas de Buenos Aires, el emblemático Obelisco e incluso el río marrón. Allí da clases de idiomas a sus alumnos, atiende virtualmente a sus pacientes e imagina qué puede tener de distinto el espectáculo que estrenó justo antes de la pandemia en la Fundación IWO. Se trataba de Mayn Veg (A mi manera, como el tema de Frank Sinatra), donde hablaba con el público en castellano y cantaba La gallina Turuleca, La Marcha de San Lorenzo, la Marcha Peronista y el Himno Nacional Argentino, en ídish.
“Tiene mucho aire todavía”, asegura sobre el café concert en el que Rony Goldberg tocaba el acordeón. La entrevista para Nueva Sion es por zoom, la aplicación de moda, y él recuerda que de muchacho vendía el periódico. “Fui militante de la juventud Anilevich, de la organización Hashomer Hatzair, y por ellos fui a estudiar a Israel durante un año, pero voy a ser sincero: no me gustó, yo era sionista al mango pero no quise vivir allí. Estuve en el ‘66 y me volví justo antes de que empezara la Guerra de los Seis Días, mis amigos me cargaban. Zafaste, ¿eh?, me decían. Luego volví con Norman Erlich Superstar, fui en gira artística, pero de acá no me sacan ni por casualidad”.
Si su interlocutor no supiera que se trata de Lerer y pudiera transportarse en tiempo y lugar, podría creer que se trata de los actores nacionales Lito Cruz o Mario Luciani, por su parecido físico, o del estadounidense Orson Wells, de porte bastante semejante. Entonces, pensando en el protagonista y director de El ciudadano, surgiría la pregunta que es lei motiv de la clásica película: ¿cuál será el Rosebud de Lerer, aquel trineo de la infancia, metáfora inocente de lo añorado?
La respuesta surgiría fácil. Su Rosebud podrían ser los cuentos rusos de su bobe Feiga, las obras en ídish que veía con su padre (actor en Polonia) en el teatro judío porteño. Tal vez, la voz de su hermana Norma entonando un aria en el Teatro Colón, el MET de Nueva York o la Scala de Milán, o la de Leonor, escritora, a la que perdió hace poco, leyéndole un texto de su autoría. Quizás, el Rosebud de Lerer sería un payaso que su madre, ceramista, modeló en arcilla.
“Tengo la suerte de que puedo hacer lo que quiero. Me avivé de chico, en la adolescencia descubrí la felicidad de ganarme los mangos en lo que me gusta: psicoanalizando, actuando, enseñando, traduciendo”, cuenta este descendiente de ucranianos cuya casa de origen era “un jolgorio porque vivíamos como artistas”.
Lerer hizo más de setenta publicidades, intervino en papeles chicos, medianos y grandes, en piezas dramáticas y humorísticas, y en unas cien películas. Fue el oficial de policía Pancino de la exitosa serie Los Simuladores cuando, una vez firmado el contrato en los estudios de Telefé, en Martínez, “me pegué tal susto que contraté una coach maravillosa para que me ayude, necesitaba una madre”. Algunos de los filmes en los que intervino fueron En el nombre del hijo, de Jorge Polaco; El amor es una mujer gorda, de Alejandro Agresti; Naked Tango, de Leonard Schrader; y Aporía, de Rodolfo Carnevale.
“Aunque soy afinado no tengo una gran voz, pero me gusta mucho cantar y en ídish me le animo a cualquiera. Traduje entre sesenta y setenta canciones, tengo el alma en ídish”, dice. La versión de La Marcha Peronista que interpreta en la lengua ancestral tuvo 45 mil reproducciones en Facebook y 15 mil en Youtube, algo que lo enorgullece, porque cada palabra fue producto de su personal y delicado esfuerzo de traducción. “Claro que me hubiera gustado que me escuche Hugo del Carril, cómo no”.
La contracara de aquella repercusión es que “por la marchita y los ´Macri Chau´ en ídish recibí insultos y hasta amenazas de muerte”. Fue cuando se le acercó alguien en un bar y le dijo que lo que hacía era “una vergüenza” y que lo iba a matar. “Le dije de todo, me puse loco, lo quise boxear a ese tarado. Sé dónde vive, el nombre de su madre, si vuelve con eso voy a hacerle una denuncia penal. Pero nada me quita el sentimiento que surge con la música. Me quedé enloquecido cuando al pasarla al ídish descubrí la belleza de La última curda”.
Hoy se siente convocado por el Llamamiento, una institución de argentinos judíos, democrática y diversa, “que me resulta simpática” y agrupa gente de la colectividad no representada por AMIA ni DAIA. Allí, en algunas celebraciones de Pésaj y Rosh Hashaná, Lerer cantó la marcha y aunque una señora le pidió La Internacional, se negó “porque la traducción, de 1920, no es mía”.
Interpelan obviamente su sensibilidad el peronismo y el psicoanálisis de Freud y de Lacan. “Viví años en el bar La Paz, era un vago, un atorrante que entraba a las 8 y salía a la madrugada. Esa fue una escuela de vida donde conocí a mis amigos (el escritor) Quique Fogwill, (el psicoanalista y escritor) Germán García y (el sociólogo) Eduardo Grüner. De los primeros fui asesor en cultura judía, formé parte de Descartes, que Germán con intención, pensando en la APA (la Asociación Psicoanalítica Argentina) no pronunciaba decar sino descartes. Fui un nene de mamá y en La Paz aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en mí”.