Relevamiento acerca de las medidas oficiales para combatir al coronavirus

La persistencia del valor de lo público

El Observatorio de Economía Política (OEP) y el Centro de Opinión Pública y Estudios Sociales (COPES) –ambos constituidos en el ámbito de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA–, publicaron un informe que lleva por título “Pandemia y economía, entre la crisis y los consensos”, en el cual se analiza cómo son y cómo impactan las distintas percepciones que tienen las personas en el extraordinario contexto de la pandemia desatada por el virus COVID-19. El estudio pone el foco en el consenso respecto de las medidas sanitarias tomadas por el gobierno nacional, la opinión en referencia a los actuales y potenciales modos de intervención del Estado para atemperar los efectos de la suspensión de actividades, y los impactos percibidos en cada uno de los hogares relevados. Se trató de una muestra representativa de 699 casos, encuestados telefónicamente en el Área Metropolitana de Buenos Aires, entre fines de abril y primeros días de mayo. Algunos de los datos que el estudio arroja son reveladores sobre los puntos de vista, actitudes y conductas sociales frente a la emergencia sanitaria.
Por Mariano Szkolnik *

Ciencias de la conducta
En “La condición humana”, notable libro de 1958, Hannah Arendt caracterizaba a la sociedad moderna como aquella en la que los comportamientos –aunque nominalmente libres– se encuentran fuertemente regulados por el sistema de valores imperante. Lo que hacemos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que decimos forma parte de un menú de opciones dado. Las palabras son el ancla que nos sujetan a una trama de sentido socialmente construido. Arendt advertía que, si bien existen instancias en las cuales los seres humanos podemos desarrollar la capacidad de ser libres –irrumpiendo activamente en el entramado gris que impone el poder–, nuestro comportamiento está regido por lo que la filósofa denominaba “conducta”.
Las ciencias sociales emergen en un contexto histórico en el que es posible medir, cuantificar, analizar y hasta predecir un conjunto estable de respuestas ante determinados estímulos. Evaluar la opinión del público a un conjunto de formulaciones que dan cuenta de este “extraño cotidiano” que ya lleva dos meses, permitió a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA comprobar que existe una unanimidad de criterios, actitudes y conductas respecto a las medidas implementadas en la emergencia sanitaria, que contradicen y ponen en cuestión algunos postulados establecidos durante las últimas cuatro décadas.

La elasticidad de las creencias
Por caso, la sacrosanta creencia en que una sociedad sólo puede prosperar si la intervención del Estado es mínima o directamente nula –traducido esto en el concepto “equilibrio fiscal”. Después de tres marcados ciclos neoliberales (Videla-Martínez de Hoz, Menem-Cavallo, y Macri-Dujovne) en los que a fuerza de machacar se conformó un sentido común inclinado a suponer que todo lo estatal es intrínsecamente malo, y que todo lo colectivo es naturalmente pernicioso en términos de “libertades individuales”, la amenaza global provocada por un virus devuelve la necesidad de un Estado con capacidad de intervención. Un 84% de las personas encuestadas encuentran imperioso o probable que el Estado deba pagar parte o la totalidad de los sueldos privados, aún a costa de incurrir en el déficit de las cuentas públicas. El rechazo a esta alternativa difiere de acuerdo a la opción electoral asumida en 2019: con un 19% es mayor entre los votantes de Juntos por el Cambio que el 11% de los votantes del Frente de Todos. A pesar de este matiz, prevalece la opinión favorable hacia la intervención.
El sostenimiento del nivel de empleo en un contexto crítico es también percibido como una función indelegable de la autoridad pública. Ya no es la obra de una “mágica mano invisible del mercado”, sino un Estado presente el que puede impedir el despido de trabajadores. Al menos esa es la opinión del 79% de las personas relevadas.
Toda intervención en los sentidos antes aludidos conllevará costos para el Estado, que deberán ser solventados de algún modo. Con una economía que hereda el colapso de cuatro años de especulación financiera, elevadas tasas de interés, contracción de la actividad y endeudamiento sin freno, el actual gobierno tiene poco de dónde echar mano para paliar el impacto de la pandemia. La encuesta indaga por una medida aún no tratada por el Congreso: la posibilidad de gravar a las grandes fortunas. Un 54,4% de respondientes manifestó acuerdo, lo cual no deja de sorprender: puede decirse, que en términos políticos, hay legitimidad para establecer un impuesto transitorio hacia un puñado de millonarios. Las palabras de Alberto Fernández, tratando de “miserables” a algunos empresarios que no estaban dispuestos a resignar solidariamente un ápice de sus riquezas, y los cacerolazos inmediatamente organizados contra la voz presidencial, resultan un mero cruce de opiniones frente al hecho del acuerdo mayoritario hacia la medida. Otro dato revelador es que la opinión favorable desciende con la edad: va del 63% en la franja que va de los 16 a 29 años, al 38,7% entre quienes tienen 65 años y más.

Nos une el espanto
La frenada de la economía es evidente. Las familias sienten la caída de los ingresos combinada con la suba de los precios de los productos de primera necesidad, cortesía de las empresas oligopólicas que los producen, distribuyen y/o comercializan. El informe del equipo de investigación de Sociales revela que seis de cada diez personas que participaron de la muestra pertenecen a familias que han dejado de comprar alimentos por falta de dinero. No hablamos de productos suntuarios, sino de bienes que aseguran la supervivencia. El famoso “país que produce alimentos para 300 millones” revela aquí su cara más dramática. Compensar los perforados bolsillos de las familias –mediante el pago de la doble Asignación por Hijo/a, la instrumentación express del Ingreso Familiar de Emergencia, y el bono a las y los jubilados– es necesario, pero no parece ser suficiente. La percepción mayoritaria es que de la cuarentena, saldremos económicamente peor de lo que ingresamos. Así lo manifiesta el 64% de quienes respondieron.
¿Cómo es posible soportar un presente económico y sanitario tan sombrío, y un futuro familiar y personal tan incierto? ¿En qué factores se apoya el acatamiento a las medidas de restricción, confinamiento domiciliario y aislamiento social? ¿Cuál es el disciplinador social por excelencia en estas circunstancias? Podemos conjeturar que el temor al contagio es el cemento que une a un colectivo que se muestra, en términos generales, obediente.

Apoyo mayoritario
Al menos hasta el momento del relevamiento, el acuerdo social hacia las medidas implementadas por el gobierno nacional era unánime. Nueve de cada diez personas consultadas expresaron estar muy de acuerdo o de acuerdo con la estrategia contenida en el decreto que impuso el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio. Presiones mediáticas en contra no faltan: desde tíos acongojados que no pueden ver a sus sobrinas, operadores que plantean con nula elegancia que “están podridos de la cuarentena”, hasta inclasificables que de modo absolutamente irresponsable repiten que el país enfrenta un “enemigo imaginario” y que “no hay que poner la libertad individual en las manos de Kicillof y Cristina Kirchner”.
Las presiones y cuestionamientos –generalmente a la derecha del espectro ideológico– pretenden hacer mella en el esfuerzo social sin precedentes que se está llevando a cabo para contener a un virus sin cura a la vista. No se trata de enemigos imaginarios, no se trata de fantasmas que recorren el mundo, sino de un agente patógeno potencialmente mortal. Podrán variar las estrategias de gobierno, pero tanto Fernández, como Kicillof y Rodríguez Larreta saben que sus destinos políticos están indisolublemente ligados al resultado de la gestión de la pandemia a nivel local. Hace pocos días, referentes de la Villa 31, en Retiro, denunciaron la falta de condiciones sanitarias mínimas para prevenir el contagio. La consecuencia fue un pico de infectados y dos muertes, responsabilidad que pesa sobre las espaldas del gobierno porteño. Pero la provincia de Buenos Aires no está exenta de una posible escalada: el distrito es ingobernable (calificación que no implica una evaluación del apenas asumido gobierno de Kicillof); es imposible controlar, en un territorio tan vasto, el comportamiento de la población, que sigue reuniéndose los domingos en familia en sus casas para celebrar el ritual del asadito. La situación se agrava con el hacinamiento y pésimas condiciones sanitarias en los barrios más carenciados, distribuidos en los suburbios de todas las ciudades de la provincia.
Por todo ello, las periódicas conferencias de prensa presentan a los tres gobernantes celebrando una especie de Pax Romana: el virus es como una ruleta rusa, y nadie sabe quién será el desafortunado perdedor.

Disney puede esperar
El informe es extenso e interesante por las varias conclusiones que de él se desprenden. La más importante es, tal vez, la persistencia del valor de lo público, tras décadas de ataque inmisericorde por parte de un conjunto de corporaciones resistentes a toda regulación. El historiador Eric Hobsbawm afirmó alguna vez que “el (neo) liberalismo es el anarquismo de la burguesía”; por esta razón sus postulados –en combinación con un virus letal– resultan peligrosos en un tiempo en que la amenaza es real, y se requiere de la organización colectiva y acción planificada para enfrentarla. Las personas pueden desear la desregulación del tipo de cambio para viajar a Disneylandia y festejar el cumple de 15 de la nena, o pueden votar a fuerzas políticas que prometen el paraíso del egoísmo y la meritocracia, de los réditos financieros a costa de la pauperización y degradación generales, pero cuando la vida está en riesgo, demandan protección, función indelegable de cualquier Estado que se precie de serlo.

* Sociólogo. Profesor de la UBA.