(Esta nota contiene spoilers de la serie)

¿Un buen vecino o Iván el terrible?

El diablo de al lado (The Devil Next Door, 2019) es una miniserie documental de Netflix que tiene cinco capítulos y recorre las extradiciones y procesos judiciales que atraviesa John Demjanjuk. Se trata de un hombre de origen ucraniano, operario retirado de Ford que se nacionalizó como estadounidense y vive en Cleveland, EE.UU. El camino se verá atravesado por distintos interrogantes y dilemas históricos, éticos y judiciales frente a los cuales el espectador no podrá permanecer impávido.
Por Natalia Weiss

Historia, justicia y testimonios
En los años ‘80, en un contexto de Guerra Fría, un hombre mayor vive una vida familiar y tranquila, alimentada espiritualmente por su concurrencia y devoción a la Iglesia ucraniana. Nadie puede imaginar que iba a terminar siendo acusado y extraditado de los EE.UU. a Israel para un juicio que tendrá comienzo en Jerusalén en febrero 1987. Se lo acusa de ser nada más ni nada menos que el cruel genocida que torturaba a los prisioneros en las puertas de las cámaras de gas del campo de Treblinka.
La serie se construye a partir de un vasto material documental, que une estas imágenes con las del Tribunal, con archivo, imágenes de Demjanjuk en EE.UU., en la cárcel, con entrevistas a los diferentes especialistas, jueces, etc. La dosificación y estructura argumental organizan esta información en forma de thriller, con un espectador activo que busca establecer sus propios juicios y que toma partido por ellos mientras une piezas. Narrativamente, esta serie refleja hasta qué punto en la argumentación y elaboración de una pieza documental, a partir de una organización y selección de pruebas, se busca no sólo contar la historia sino también crear una trama atrapante que juega con el punto de vista del espectador. Este último punto será central en este relato, en el que la identificación del espectador es total y en el que el suspenso y los cambios no dejan de movilizarlo.
De este modo, si bien se trabaja en general con otros elementos (aunque existen muchas veces hasta recreaciones ficcionales) y, en lugar de personajes, con actores sociales, es decir, gente que no representa a nadie, sino que es quien dice ser y se refiere a su experiencia, la subjetividad no está dejada de lado. Por el contrario, nos involucramos y participamos, a través de nuestras simpatías y enojos, pero también padecemos los giros de la historia. El hecho de que no exista una voz en off que conduzca el relato no implica una mayor libertad a la hora de elaborar nuestras propias lecturas, que se confrontan una y otra vez con los acontecimientos representados. En una suerte de lectura detectivesca, avanzamos y nos detenemos para, con la nueva información, reformular nuestras creencias.
Es que se trata aquí de confrontar la historia y la memoria con la justicia y sus propias exigencias, y nos obliga a profundizar en el significado de cada una de ellas a través de personas y acontecimientos puntuales que podemos, ni más ni menos, que observar. En efecto, todo esto que se nos impone dio lugar a importantes reflexiones sobre la interacción de estos conceptos a lo largo de la historia. Una vez que la misma va quedando atrás, más complejo es intentar acceder a los hechos. A la vez, así como no podemos volver al pasado, podemos acceder a los juicios y a escenas de la microhistoria en el presente, gracias a la documentación audiovisual que se nos ofrece.
Nos encontramos aquí finalizando los años ‘80, en un marco de Guerra Fría, con una distancia histórica considerable y frente al impacto de los nuevos órdenes mundiales. En términos de testimonios, luego de un primer silencio de posguerra, ya tuvo lugar, casi treinta años atrás, el juicio a Eichmann en Israel en 1961. Se abrió lo que la historiadora francesa Annette Wieviorka dio en llamar “la era del testigo” (1998), en forma de liberación de la palabra previamente enmudecida. De pronto, afloran, las duras historias personales, los propios recuerdos, y una voluntad social de escucharlos. Sin embargo, en muchos casos, esas experiencias en primera persona se encuentran en tensión con la mirada historiadora. En las diferentes etapas de posguerra, la memoria colectiva se encontró en distintas fases, y las mismas también enmarcaron y condicionaron los propios recuerdos. Las palabras, eran las del presente. En ese punto, se plantea una fecunda tensión entre la escritura histórica, la memoria colectiva y personal de los hechos y el funcionamiento de la justicia.

Los primeros procesos en Israel
El juicio a Demjanjuk puede darse a partir de la extradición que EE.UU. le otorga a Israel para poder juzgarlo, al tiempo que se le quita la ciudadanía estadounidense. Si bien la misma le había sido otorgada con papeles falsos que llevaba consigo en 1952, al no haber sido hechos en dicho país ni haber dañado ni perjudicado a ningún ciudadano norteamericano, no fue tomado en cuenta por este país. Nos encontramos con un hombre, que, por su parte, no deja de mostrarse como un señor mayor, simpático y sencillo. Existen, en este sentido, dos gestos que devienen elocuentes, su intento de besar el suelo de “Tierra Santa “y el de darle la mano a un testigo que declara los sufrimientos padecidos por el torturador de Treblinka.
Lo que inunda las salas del Tribunal es su silencio, su espíritu relajado y en muchos momentos jovial, y su declaración que apunta a una inocencia absoluta. En un principio, lo acompañan dos defensores, el primero, O’Connor, norteamericano, quien asume el rol de primer defensor, pero después será despedido. Y, quien en un principio estuvo relegado a un segundo puesto para luego tomar la posta de la defensa, Sheftel, que devendrá un incómodo protagonista de esta historia y de la efectiva estrategia del caso y terminará escribiendo el libro: El affaire Demjanjuk. Los secretos de un proceso-espectáculo (1994). Este último será una figura central entre las entrevistas que se incluyen y asumirá con placer el lugar del ser, como él mismo dice, el enemigo número uno de la nación. Es que este juicio volvió a poner en primer plano la historia de la Shoá, y, a través de la serie, podemos ver el impacto del juicio en la sociedad israelí. Se transmite por televisión y radio, vemos a la gente que se agolpa en bares y toma partido, lo que tampoco podemos evitar como espectadores.

En este punto, retornamos al lugar del testigo. Los testimonios desfilan uno tras otro logrando, evidentemente, conmoción. A partir de una información venida de la, por poco tiempo más, URSS, el acusado figura en una lista de colaboradores ucranianos de los nazis, pero en el campo de Sobibor. Pero nadie de ese campo lo reconoce, y sí lo hacen sobrevivientes de Treblinka, que lo acusan de ser, ni más ni menos que el operador de las máquinas de gas del campo. Es decir, Iván el Terrible. La mayoría de ellos se encontraba en Israel, lo que alentó que allí se hiciese el proceso. Los relatos son aterradores, y el acusado no parece sentirse tocado por ellos. Por el contrario, permanece ajeno. Por supuesto, no asume ni éste ni ningún delito relativo a crímenes de la Segunda Guerra Mundial. Existe un momento que nos produce escalofríos. Un hombre mayor lo acusa. Sin embargo, frente a una pregunta básica responde de forma absurda y además tiene problemas para recordar el nombre de su hijo. Las preguntas se agolpan, también para nosotros: ¿está senil? Y si lo estuviera, ¿es posible que no recuerde cosas básicas pero que sí pueda recordar su historia del pasado?
Si una de los sobrevivientes había asegurado en sus declaraciones que habían asesinado a Iván el Terrible en ese entonces, ¿podía ser posible que lo viera y reconociera vivo? Tarjetas de identidad, reconocimientos faciales, todo apunta a intentar verificar su verdadera identidad. Resulta difícil separar los relatos de los sobrevivientes del juicio en sí. A partir de la ley israelí, lo que debe verificarse no son los hechos, sino la identidad. Este Iván, luego devenido John, ¿era Iván el terrible o se trata de otro Iván, Iván Marchenko, guardia en Sobibor por algunos meses?
Tal vez es en este punto donde más interesante se torna nuestro lugar de espectadores que habíamos hasta devenido jueces a partir de las hipótesis que fuimos elaborando. No se trata de sí los hechos existieron, ni si así ocurrieron las dolorosas experiencias transmitidas. La pregunta a responder en el proceso judicial es si él fue el que cometió los hechos por los cuales es acusado. La complejidad de comprenderlo viene de nuestra identificación emocional, que es la misma de la mayoría de quienes siguen el caso. En el primer fallo, el Tribunal israelí respalda también este fin pedagógico y la imposibilidad de olvidar de quienes sufrieron. Como indica Régine Robin en La memoria saturada (2012), el probable error sea establecer un paralelo entre “la intensidad del trauma y la claridad de la memoria”.
Luego de la apelación, años después, cuando los archivos de la caída de la URSS son de más fácil acceso, nuevas pruebas sobre la identidad de este Iván terminan dando lugar la revocación de la sentencia de muerte y la absolución del acusado en 1993 por no haber sido quien cometió esos hechos ni tampoco tal vez un artífice fundamental de la maquinaria de muerte nazi. Sin embargo, él estuvo allí en los tiempos en que sucedieron los hechos, fue un colaborador nazi e Iván el Terrible existió y torturó. Lógicamente, frente a todo esto y la necesidad de justicia en términos amplios, aún más allá del caso puntual, el resultado es vivido con dolor. Se vuelven aquí particularmente valiosas las declaraciones de los propios miembros del Tribunal israelí, reflexionando años después sobre sus propias sentencias.

Últimos procesos: ni buen vecino ni Iván el Terrible
Una vez que este Iván es liberado de, nada más y nada menos que de la condena a muerte, puede volver a EE.UU. puesto que, a partir del orden internacional, no puede ser juzgado por otros crímenes que no sea aquel por el que fue deportado. Por el mismo motivo, al volver a este país se le debe devolver la ciudadanía, lo que fue finalmente realizado en 1998. Cuesta seguir después de haber visto un abogado tan codicioso como estratégico y grupos negacionistas sumándose al apoyo en el juicio. Sin embargo, el recorrido continuó, como también los procesos legales. Sorprendentemente, la Oficina de Investigaciones especiales (OSI) avanza un nuevo proceso de pérdida de ciudanía que culmina con la nueva revocación de la misma en 2002 y su deportación. Esto es posible dado el acceso e investigación de nueva documentación post Guerra Fría que lo ubica en el rol de guardia en los campos de Trawiniki, Sobibor y Majdanek además de haber sido miembro del batallón calavera de las SS en Flossenbürg. Una vez abierta nuevamente la posibilidad de deportación, Alemania presenta su competencia para juzgarlo en su territorio, ahora por los nuevos cargos de guardia ucraniano colaborador. La posibilidad de que dicho país fuera competente para hacerlo en su suelo se articula con que éste había estado en Múnich antes de ingresar al país norteamericano.
Luego de diversos frenos y hasta actuaciones del acusado que simula no estar en condiciones físicas de emprender el viaje, finalmente el proceso en Alemania se lleva a cabo en 2009. Si bien es condenado por el mismo en 2011, durante la apelación que lo libera, muere, con lo que queda en suspenso. Dos elementos de esta etapa se tornan elocuentes de la vigencia del caso. Por un lado, dado que frente a las acusaciones de ser cómplice de casi 30.000 asesinatos en Sobibor, no era ya posible encontrar declaraciones de más de dos testigos de dicho campo, que además declaran no recordarlo, con lo que en los tribunales de Múnich dan la posibilidad de leer los testimonios pasados de los sobrevivientes como forma de expresar el peso de las mismas. Por otro, y ya fuera de la construcción interna de la serie, pero relativa a ella, la misma da lugar a una queja de Polonia a la plataforma streaming. El propio primer ministro polaco le escribe al gerente de la empresa norteamericana, exigiendo que se reformulen los mapas que allí se muestran asegurando que es menester aclarar que la Polonia de los campos que se reflejan, eran campos nazis en territorio ocupado por ellos. El propio primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, publica en Facebook un mapa de Polonia de la época, delimitando especialmente el territorio ocupado por los nazis en donde se encontraban los mismos. Más allá de la pertinencia del comentario en términos históricos, se hace difícil no articularlos con la legislación persecutoria lanzada en 2018 por dicho país, en la que condenaba, en un primer momento hasta con pena de prisión, a cualquiera que se refiriera a Polonia como colaboradora durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que muestra claramente que estos debates se encuentran lejos de quedar clausurados, aún luego de esta serie y de este largo y vasto proceso que pareciera ser uno de los últimos capítulos de un período comenzado por los Juicios de Núremberg en 1945.
En el mismo, la justicia y los registros históricos debieron interactuar con el paso del tiempo y las posibilidades que brindaba la historia del presente y su coyuntura, sobre todo en lo referido a los archivos y los testigos. Se trataba de intentar hacer justicia, pero también de no dejar de escuchar y escribir las otras historias que también sucedieron y, por tanto, sin la suerte de ser juzgadas, merecen cuanto menos no ser olvidadas.