El ídish siempre vuelve

El éxito enorme de Poco Ortodoxa, la serie de Netflix sobre una muchacha que integra la comunidad judía ultraortodoxa de Brooklyn, produjo millones de espectadores interesados en la cuestión judía. Muchos interrogantes van surgiendo a partir de la mirada de la miniserie: en esta nota nos enfocamos en la pregunta sobre el valor y la vigencia actual del ídish, y el modo en que éste ha incidido en la vivencia judía. Pregunta que transmitimos a algunas personas que han trabajado y pensado en torno a la cultura de este idioma que trajeron a nuestras tierras nuestros abuelos: Abraham Lichtembaum, Ana María Shúa, Paula Mahler y Jorge Schussheim.
Por Laura Haimovichi

En el libro “Reflexiones sobre el Ídish”, la antropóloga Susana Skura recuerda que en nuestro país “en la década de 1970 el ídish era la lengua de los viejos, los que pronunciaban el castellano porteño de un modo que a los niños nos avergonzaba y nos provocaba risa” y que “esa mirada despectiva tenía la doble condición de ser usada cada día pero también discriminada pública e institucionalmente”. Sobre el final del milenio, con el multiculturalismo y una visión positiva de la diversidad, esa visión empezó a cambiar, dice esta especialista en ídish, que ha trabajado en sus usos y representaciones en la construcción de la identidad.

Susana Skura

Para Abraham Lichtembaum, uno de los más notables referentes del idioma de la diáspora en la Argentina y en el mundo, “hay un gran desconocimiento sobre qué pasa con el ídish y ahora, lógicamente, a partir de la serie, surgió un gran interés”. Lichtembaum es el titular de la Fundación IWO y hace más de veinte años que viaja dando clases de ídish. Nos cuenta que “debe haber entre 80 y 100 cátedras en distintas universidades. La mayoría son colegas o discípulos míos que están en Nueva York, Indiana. Ohio, Hamburgo, Tel Aviv, Varsovia, Vilna”, y revela que una de sus alumnas, Satako Kokamoshiva, es “la flamante titular de Ídish en la universidad de Tokio”, primera vez que se enseña en ese nivel académico en Japón. Hay discípulos de Lichtembaum con doctorados en ídish en Inglaterra e Italia, la mayoría jóvenes.

“Es que aunque no se sepa, el ídish siguió haciendo su camino. Por ejemplo, los especialistas en germanística llegan al alemán de la Edad Media a través del ídish”.

 

Con Golda, el ídish llegó al Luna Park
El conflicto entre el ídish y el hebreo lo genera el hebreo, asegura el titular del IWO. “¿Qué le pasó a Ben Gurion y el movimiento sionista que prendieron fuego los teatros judíos? ¿Por qué persiguieron a Dzigan, integrante de un dúo famoso de actores cómicos, imponiéndole un impuesto por hablar en ídish? A Dzigan lo ayudó Golda Meier, que estaba enamorada de su parodia. La primer ministra israelí habló en ídish en el Luna Park cuando vino a Buenos Aires”, recuerda. “Ídish, agrega, significa judío. El 20% de su componente es hebreo y arameo pero hay más de veinte lenguas que lo integran”.

Abraham Lichtenbaum

En Buenos Aires hay varios lugares donde estudiar ídish, una lengua viva contra lo que entendieron muchos dirigentes de la comunidad en los ’60 y después. Uno de esos lugares de aprendizaje es la Fundación IWO, donde enseña Lichtembaum. También en Lamroth Hakol, Florida, Partido de Vicente López, donde dicta cursos Ester Szwarc. En éstas y otras instituciones durante la cuarentena se dan los estudios online y se pueden encontrar fácilmente con solo explorar la web.

“El ídish es el idioma de mis abuelos maternos. Es cariño, ternura, nostalgia. Es un idioma que sobrevive apenas en comunidades cerradas, como la de los Satmar y se ha perdido en el resto del mundo. Cuando los judíos del sur de Alemania fueron expulsados, en el siglo XIII, y se instalaron en Rusia y en Polonia, llevaron su idioma con ellos. Como el entorno antisemita les impedía integrarse, tenía sentido que mantuvieran un idioma propio. El odio, el prejuicio y el rechazo fueron buenos para el ídish. Cuando emigraron a América, del Norte y del Sur, a países más abiertos, que los recibieron y los integraron en su sociedad, el ídish comenzó a desaparecer, para mal y para bien”, cuenta la escritora Ana María Shúa.
“Como muchos miembros de mi tribu, vivo el judaísmo con alegría. Soy judía porque comparto con los demás judíos una historia y un libro. Pertenezco. Soy parte de mi pueblo. Soy mujer, argentina, judía y escritora, en ese orden o en cualquier otro. Sin embargo, si mis descendientes nacieran en otro país, ya no serían argentinos, pero seguirían siendo judíos…”, dice la autora de El Libro de los Recuerdos y nos regala un fragmento de ese volumen que viene muy a cuento del tema de esta nota.

El idioma
Cuando el mayor de los hijos del abuelo Gedalia y la babuela, el que llegaría a ser con el tiempo el tío Silvestre, empezó a ir a la escuela, todavía (como suele suceder con los hijos mayores en las familias de inmigrantes pobres) no dominaba el idioma del país.
Esa desventaja con respecto a sus compañeros le produjo grandes sufrimientos morales. Tardó pocos meses en poseer un vocabulario tan amplio como cualquiera de los demás chicos, modificó con gran rapidez sus errores sintácticos y gramaticales en castellano, pero le llevó años enteros llegar a pronunciar la terrible erre de la lengua española, la fricativa alveolar sonora: la punta de su lengua se resistía a vibrar con ese sonido de motor que escuchaba y envidiaba en niños mucho más pequeños que él, vibración que era capaz de imitar con el labio superior, pero no con la maldita punta de la lengua. (Pinche, que aprendió a hablar imitándolo a Silvestre, como lo imitaba en todo lo demás, nunca pudo llegar a pronunciar la doble erre, que a Silvestre sólo se le entregó mucho después, ya en plena adolescencia).

Ana María Shúa

Decí regalo, le decían los otros chicos. Decí erre con erre guitarra, le decían. Decí que rápido ruedan las ruedas, las ruedas del ferrocarril. Y cuando escribía, Silvestre confundía territorio con teritorrio y la maestra se sorprendía de esa dificultad en un alumno tan bueno, tan brillante, tan reiteradamente abanderado.
Entonces, un día, llegó Silvestre enojado y decidido a la Casa Vieja y declaró que en esa casa no se iba a hablar nunca más el Otro Idioma, el que sus padres habían traído con ellos del otro lado del mar. Ese Idioma agonizante que tampoco en el país donde el abuelo Gedalia y la babuela habían vivido era la lengua de todos, la lengua de la mayoría, que ni siquiera era la lengua que los habían obligado a usar en la escuela pública, pero que sí había sido, en cambio, para ellos, el Idioma de sus padres y el de sus amigos y el de sus juegos infantiles y las canciones de cuna y las primeras palabras de amor y los insultos y, para siempre, el Idioma de los números: el único Idioma en el que era posible hacer las cuentas. El Otro Idioma, el íntimo, el propio, el verdadero, el único, el Idioma que no era de ningún país, el Idioma del que tantos se burlaban, al que muchos llamaban jerga, el Idioma que nadie, salvo ellos y los que eran como ellos, respetaban y querían. El Idioma que estaba condenado a morir con su generación.
Y sin embargo cuando Silvestre llegó ese día de la escuela y sin sacarse el delantal declaró que la señorita había dado orden de que en su casa tenían que hablar solamente castellano, nadie se sorprendió.
Al abuelo Gedalia le gustó mucho la idea por dos razones: porque necesitaba, para su trabajo de kuentenik, es decir, de vendedor, mejorar todo lo posible su habilidad con la lengua del país en que vivía, y también porque se le presentaba una oportunidad más de humillar a su mujer delante de sus hijos (esa actividad era una de sus diversiones preferidas).
A la babuela, que nunca había hablado de corrido la lengua de la mayoría, ni siquiera en su país de origen, el castellano le parecía un idioma brutal, inexpresivo, y sobre todo inaccesible, y hasta ese momento se las había rebuscado con gestos y sonrisas y algunas palabras para hacer las compras.

Clase de ídish en IWO

Era la época en la que el carnicero regalaba el hígado para el gato de la casa. La babuela señalaba el trozo de hígado sangrante y sonreía muy avengonzada y el carnicero se lo envolvía en un pedazo grande de papel de diario.
Pero si así lo había dicho la señorita, así debía ser. La babuela le tenía un poco de miedo a la maestra, que era para ella casi un funcionario de control fronterizo, alguien destacado por las autoridades de inmigración para vigilar desde adentro a las familias inmigrantes y asegurarse de que se fundieran correctamente en el crisol de razas.
Y así fue como el idioma de las canciones de cuna y las palabras de amor y los insultos de los que con el tiempo llegaron a ser los abuelos, desapareció, al menos en la superficie, de la casa de la familia Rimetka, quedó para siempre encerrado en el dormitorio grande y los hermanos menores apenas lo entendían.
Fuera del dormitorio, el abuelo Gedalia se complacía en no entenderse con su mujer en castellano de manera más completa y al mismo tiempo más sutil que la que usaban para no entenderse en la que era para ambos su lengua natal. Es por eso que en el Libro de los Recuerdos son muy pocas o ninguna las palabras que no aparecen en castellano.

 

Paula Mahler

Mil años
Paula Mahler fue la editora de Mil Años, un conjunto de diez libros de escritores ídishes como I. L. Péretz y Sholem Aleijem. Aquel proyecto tiene diez años, fueron compilaciones de ensayos y ficciones traducidas del ídish al castellano y fue una iniciativa de Sholem Buenos Aires. «Investigué autores, títulos, traducciones, traductores del ídish al español en la Argentina, traducciones ya existentes en español, todo lo que se hace para armar una colección equilibrada, consistente y relevante».
Trabajó duramente cinco meses con Susana Skura, especialista en ídish, para decidir los títulos, luego pasaron cinco años de producción hasta la publicación de los libros (que originariamente iban a ser 20). “Diría que el ídish está vigente en dos círculos diferentes, eso sí, ambos restringidos –señala Mahler-. Por una parte, los judíos ultraortodoxos que siguen hablándolo, mezclado, por supuesto, con las lenguas del lugar en el que viven (mi bobe, finalmente, hacía lo mismo), y, por otra, lugares como el IWO y otros centros de difusión y estudio del ídish (en nuestro país, también la Universidad de Buenos Aires) en los que se continúa con su estudio, aun cuando la lengua no se hable en entornos familiares, como ocurría en los hogares de inmigrantes judíos de primera generación provenientes de Europa central. Las lenguas siempre tienen valor. Se las dan sus usuarios y la cultura”.
Mahler proviene de un hogar judío no religioso, «más de izquierda que sionista, y me crié en esa de un matrimonio mixto que no se pierden por nada del mundo un festejo de Pesaj en la casa de sus abuelos que, por suerte, están todavía vivos. Lo mismo sucede con sus ocho primos, también hijos de matrimonios mixtos. La mayoría de mis amigos son judíos, sobre todo porque conservo muchos de la época de pertenencia al ICUF y de mi colegio secundario, el Nacional de Buenos Aires.

Jorge Schussheim

Nunca dudaría en identificarme como judía, aunque me gustaría saber mucho más de lo que sé de la historia y tradiciones de este… y aquí dudo: nunca diría religión, ¿pero qué quiere decir pueblo o raza o etnia o….?», se pregunta. Si los lectores quieren saber más sobre la historia de su familia, acá está el link de una película sobre su padre: Mahler, una historia argentina.

“Soy cien por ciento argentino y cien por ciento judío”, suele decir Jorge Schussheim, músico, humorista, escritor, publicitario, gastronómico. “El judaísmo es una weltanschauung (cosmovisión) basada en la ética de no hacerle al otro lo que no querés que te hagan a vos, y el resto es solo comentario. Si sos hijo de madre judía, si no, si tenés la circuncisión o hiciste el bar mitzvá son temas decorativos. Judío es el que decide serlo. Por otra parte, soy idishista a muerte, por lo que mi respuesta nunca podría ser objetiva”, dice. Para el autor del emblemático disco No todo va mejor con Coca Cola, que fue educado en el idioma diaspórico en la Escuela Sholem Aleijem, “el valor del idioma y su actual reivindicación es que permite no olvidar”.

Finalmente, el actor y psicoanalista Sergio Lerer, no sólo canta La cumparsita en ídish sino que tiene para quien lo quiera escuchar por Youtube una versión incomparable del Himno Nacional Argentino y otra de la Marcha Peronista.