Hace dos años, publicamos en Nueva Sion una lectura de la coyuntura detras de la Declaracion de Independencia de Israel de 1948: entre otros factores, la aprobación del Plan de Partición en las Naciones Unidas, el apoyo de Estados Unidos y de la Unión Soviética y la inminente retirada británica de Palestina. Sin embargo, más allá de la decisión de declarar la fundación de un Estado, había muchos aspectos sobre el nuevo Estado que aún estaban irresueltos en mayo de 1948. A continuación, damos a conocer algunas de estas discusiones y la forma en la cual Ben Gurion y el resto de los representantes del ishuv (la población judía en la entoces Palestina) las plasmaron en la Declaración de Independencia.
¿Judea, Sion, Israel?

Parafraseando a la poetisa Zelda, todo Estado tiene un nombre. Unos días antes de la Declaración, una discusión se produjo en el marco de Minhelet Ha Am (la Dirección del Pueblo, nombre que tomó el gabinete provisional de Ben Gurion antes de la Declaración de Independencia) en torno al nombre que debía recibir el Estado. Si bien la mayoría esperaba que el nuevo Estado se llamara Judea (territorio del cual “judío” derivó como gentilicio), este nombre presentaba algunos problemas. En primer lugar, de acuerdo al plan aprobado por las Naciones Unidas, el territorio históricamente conocido como Judea iba a ser prácticamente en su totalidad dividido entre un nuevo Estado árabe -como resultado de la partición- y un territorio administrado internacionalmente en los alrededores de Jerusalén. Además, los habitantes de ese Estado se habrían llamado judíos, lo cual también habría sido confuso para sus habitantes árabes y para los judíos que residían fuera del mismo. Sion, una consecuencia quizás lógica por ser el resultado de la labor del movimiento sionista, presentaba problemas similares: el monte Sion iba a quedar fuera de la soberanía de ese Estado y tampoco habría sido muy claro llamar a todos sus ciudadanos tzionim (sionistas). Otras opciones fueron descartadas también, incluyendo Ever, Tziona y Herzlia.
Finalmente, ganó el nombre Israel. Según Martin Kramer, el principal opositor a este nombre fue Itzjak Gruenbaum, dirigente sionista polaco que actuaba como único representante independiente dentro de la Dirección y el Consejo, el parlamento provisional. Gruenbaum, que posteriormente se sumó al Mapam, creía que “Israel” sonaba a la tendencia post-emancipatoria entre judíos de alejarse del término “judío” para legitimarse ante la sociedad (se puede pensar en los ejemplos de las instituciones judeoargentinas más antiguas, como la Asociación Mutual Israelita Argentina). Años después, Gruenbaum, un judío secular militante, incluso conjeturó que Ben Gurion puede haber propuesto el nombre para generar una ruptura con la continuidad: los judíos diaspóricos y los nuevos israelíes serían a partir de entonces entidades separadas. Gruenbaum finalmente no firmó la Declaración, pero no por la cuestión del nombre: no pudo ir de Jerusalén a Tel Aviv porque la primera estaba sitiada. Hoy puede resultar curioso, pero días después de la declaración los dirigentes políticos repentinamente israelíes discutieron si el nombre del país en árabe debía ser Isra’il (Israel) o Filastin (Palestina), pensando que la segunda opción podía ser una versión más inclusiva para la minoría árabe del país. Finalmente se decidieron por la primera, asumiendo tal vez que el segundo nombre sería el utilizado por el país árabe que estaba programado a establecerse en el resto de Palestina, de acuerdo al Plan de Partición.
Con Dios o sin Dios
El Consejo del Pueblo reunía entre sus 37 integrantes a las diferentes corrientes políticas del ishuv, tanto las voces dentro del sionismo (desde Mapam a la izquierda y los Revisionistas por la derecha) como por fuera de él (el Partido Comunista y el ultraortodoxo Agudat Israel). Difícilmente iban a encontrar mucho consenso, más allá de la voluntad mayoritaria de crear un Estado judío en ese momento. Uno de los aspectos que revelan las diferencias tiene que ver con la inclusión o no de Dios y la religión judía en la declaración. Un borrador anterior mencionaba a la Tierra de Israel como parte de la promesa divina al pueblo de Israel. Sin embargo, el texto que conocemos hoy, reflejo de las tendencias seculares de Ben Gurion y la mayoría del movimiento sionista, presenta un argumento netamente nacional desde su inicio: “La Tierra de Israel fue la cuna del pueblo judío. Aquí se forjó su identidad espiritual, religiosa y nacional…”. La declaración también habla de los profetas de Israel, pero citándolos como fuente moral para el nuevo Estado (“…estará basado en los principios de libertad, justicia y paz, a la luz de las enseñanzas de los profetas de Israel”).
El debate sobre Dios se tornó acalorado, principalmente a partir de las fuertes posturas de los miembros del partido religioso sionista Mizraji y del sionista marxista Mapam. Los primeros querían una mención clara a Dios, mientras que los segundos se oponían. Viendo que la discusión seguía y que se corría el riesgo de no declarar la fundación del Estado antes de shabat y la retirada británica, Ben Gurion impulsó la inclusión sin voto del término “Tzur Israel” (la Roca de Israel). Este término ambiguo, sacado de las fuentes, podía ser interpretado por los delegados religiosos como una referencia a Dios, mientras que para los laicos podía tomar el significado del acervo cultural y nacional del pueblo judío. Si bien a los miembros del partido Mizraji les les hubiera gustado que se dijera “Tzur Israel ve Goaló” (La Roca de Israel y su Redentor), para evitar la ambigüedad y debido a que a los Mapamnikim hubieran preferido remover esa frase del todo, Tzur Israel fue lo suficientemente aceptable como para evitar la parálisis y continuar con la Declaración. Años después, cuando se le preguntó a Ben Gurion por el significado de esa parte de la Declaración para él, afirmó que la interpretaba como la historia y las tradiciones judías, así como el ejército de Israel. Por su parte, Yehuda Leib Maimon, del partido Mizraji, quedó insatisfecho con la decisión, por lo que decidió adjuntar a su firma las letras hebreas bet y hei (“con la ayuda de Dios”). Resulta interesante notar que en la mayoría de las traducciones de la Declaración a otros idiomas, esta frase es convertida en una referencia clara a Dios.
Sin fronteras
La Declaración, como la conocemos hoy, incluye una referencia al Plan de Partición, al cual cita como evidencia de un derecho irrevocable otorgado por las Naciones Unidas a crear un Estado judío. Sin embargo, ni menciona la idea de partición en sí ni incluye una referencia a los límites territoriales de ese nuevo Estado.
Un borrador anterior limitaba la soberanía del nuevo Estado sobre las fronteras establecidas por el plan de partición. Sin embargo, Ben Gurion, que no había quedado satisfecho con el mapa de la resolución, consideraba que, ante la negativa árabe de aceptar el plan de la ONU y el probable ataque de los países vecinos que se esperaba, los judíos ya no quedaban sujetos a las fronteras aprobadas por la Asamblea General. En sus memorias, Zeev Sharef afirma que Ben Gurion mencionó el caso de Estados Unidos, cuya declaración de independencia tampoco define fronteras y que, posteriormente a su fundación, se expandió territorialmente. Esto estaba en contra de la opinión de Pinjas Rosen (posteriormente designado ministro de Justicia), que consideraba que la omisión le quitaba peso legal al documento. En un voto al interior de la Dirección, la postura de Ben Gurion recibió 5 votos positivos contra 4 partidarios de Rosen. Al mismo tiempo, la facción revisionista, partidaria de objetivos maximalistas sobre la Tierra de Israel y opuesta al Plan de Partición, propuso sin éxito incluir en la Declaración que el Estado se fundaba en base a las “fronteras históricas” de Israel.
Al día de hoy, la omisión de fronteras en el momento de la Declaración y el hecho de que la guerra de 1948 fuera concluida mediante la firma de armisticios (y no por acuerdos de paz) constituyen argumentos centrales entre los partidarios de que Israel tiene el derecho de anexar más territorios conquistados en la guerra de 1967. De todas formas, este argumento puramente legal suele omitir convenientemente consideraciones relevantes sobre el impacto político y social de la anexión, así como el espíritu de los posteriores Acuerdos de Oslo.
Como último dato curioso, vale la pena resaltar que la famosa versión original de la Declaración, bellamente escrita y ornamentada, se compuso en el orden exactamente inverso al que esperaríamos. Resulta que no había tiempo para armar un pergamino elegante que pudiera ser preservado en el tiempo. Al firmar, los representantes congregados en Tel Aviv únicamente vieron una hoja mimeografiada con el texto de la Declaración. Los representantes depositaron su firma en el pergamino vacío y el texto que conocemos hoy se llenó después.
En Réquiem por una mujer, William Faulkner escribió “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”. Ciertamente eso parece ser el caso de Israel, donde vemos que 72 años después difícilmente puedan considerarse resueltas estas cuestiones. Sería imposible explicar el largo vacío político del último ciclo electoral israelí si ignoráramos la disputa contemporánea sobre el lugar de la religión en la vida pública, por un lado, y sobre las fronteras, por el otro, como vemos en las discusiones actuales sobre la anexión o no de partes de Cisjordania, de acuerdo al “Plan del Siglo” de Trump o algún plan alternativo. No significa que todo esté perdido y que nada se haya avanzado en 72 años: aunque los israelíes no se puedan poner de acuerdo en torno a la delineación de sus fronteras o en una definición de la identidad judía del Estado, nadie cuestiona hoy el nombre del país.