Hace un mes (pareciera que fue en la Edad Media, pero ocurrió hace algunas semanas), los vecinos de nuestra zona de frontera se despertaron con un llamado de «alerta roja»: acudir inmediatamente a los refugios, al detectarse misiles disparados por la Yihad Islámica desde Gaza. Esa jornada estuvo signada, claro, por la incertidumbre y los temores de una escalada bélica mayor.
A los pocos días, otro tema se instaló con similar intensidad: las elecciones y los interrogantes relativos al próximo enjuiciamiento de primer ministro Netanyahu.
Ahora, un monotema –el coronavirus- ha sepultado, en la tele, en las redes y en la calle, a las «antiguas» preocupaciones. Inclusive el enemigo mundial número uno de Israel –la República Islámica de Irán- aparece, en los noticiosos, sólo en la tabla internacional de poblaciones víctimas del Covid 19.
En la televisión y los medios de comunicación israelíes, el manejo informativo de la pandemia oscila entre dos polos: la definición del proceso viral como catástofe universal sin precedentes y, a la inversa, una meticulosa apelación a la calma («hay suficiente arroz y harina para todos, no hace falta amontonarse en los supermercados»).
Pero, nuevamente, el principal protagonista del teatro local es el premier Benjamin Netanyahu: noche a noche aparece en la pantalla con paternales recomendaciones para evitar la propagación de la plaga, propias más de un médico de familia que de un jefe de estado.
Sus presentaciones televisivas –y las de sus fieles ministros- recuerdan aquel delicioso relato de García Marquez en El Amor en Tiempos de Cólera: «Lo más absurdo de la situación era que nunca parecieron tan felices en público como en aquellos tiempos de infortunio».
El lenguaje cotidiano también registra los embates de lo que Netanyahu bautizó como «la guerra contra el enemigo invisible»: la cinematográfica denominación se asocia a una interminable cadena de conceptos instaurados ahora en el habla popular: aislamiento y distancia, depresión económica, depresión psicológica.
El seguimiento personalizado de ciudadanos –a través de las redes celulares- decretado para reducir la transmisión del coronavirus por parte de eventuales portadores del mismo, es parte del esquema social diseñado por un gobierno de transición, en un país que se consideraba celoso de las libertades civiles.
Si hasta ayer Netanyahu –y sus aliados- se adjudicaban el poder de constituir una coalición exclusivamente derechista (tal como ellos mismos la definieron), ahora esgrimen el fantasma del coronavirus para ameritar un gobierno de emergencia monopolizado por el Likud y los partidos religiosos ortodoxos. La oposición, liderada por Gantz, que tiene apoyo mayoritario en el parlamento, se debate entre la necesidad de manifestar «lealtad patriótica» en una hora de crisis y el deseo de mantener en pié su rechazo a una alianza con un jefe de estado acusado de estafa y corrupción.
El acostumbramiento del común de la gente a las reglas de juego es acelerado, casi natural. Nos recuerda lo que contaba Albert Camus en La Peste: «por la mañana, todos volvían a la plaga…a la rutina».