Un argentino piensa en Europa

Venecia, dialéctica del gueto

Investido de una doble naturaleza, que lo aislaba del exterior pero al mismo tiempo unía y fortalecía los lazos de los semejantes, el primer gueto de la historia fue implantado en Venecia como un modo de control y de organización social que llegó a extenderse por toda Europa. Durante siglos, los lindes del gueto delinearon un cerco infranqueable, que no obstante lo convirtieron también en un faro de nuevas y consolidadas ideas que progresivamente comenzaron a expandirse más allá de sus límites. La paradoja es que, en la actualidad, la lógica medieval de los venecianos que encerraron a los judíos para preservarse de la supuesta infiltración del diferente, se invierte con la erección de otros muros, aunque ya no por decisión ajena, como en el gueto original, sino por voluntad política propia.
Por Alejandro Ninin, desde Cannaregio, Venecia, Italia

En Venecia, es casi natural que el viajero errante, después de hacer sufrir a sus rodillas que ya pasaron cómodamente el medio siglo de existencia, y luego de haber sorteado con éxito las andanadas de turistas del mundo entero, sienta la inclinación, irresistible, de dirigirse hacia el norte de la ciudad que dicen que se hunde. Y ganar la zona de Cannaregio. Allí, no lejos de la estación de Santa Lucia, ni tampoco a gran distancia de la orilla del Gran Canal, se encuentra un solar delimitado por riachos, un verdadero islote inserto en el medio de la zona. En este espacio tuvo lugar la primera puesta en práctica del experimento social llamado gueto, destinado, como sabemos, a una rica, compleja y dolorosa posteridad en toda Europa. Los mercaderes y banqueros judíos habían frecuentado Venecia desde el siglo undécimo, pero fue solo a partir del 29 de marzo de 1516 que les fue permitido residir permanentemente en el territorio de la Serenísima, aunque exclusivamente dentro de los lindes del gueto.
Este permiso de habitar en un espacio restringido que fue presentado como un signo de tolerancia, no dejaba de poner en relieve que su existencia separaba a los adoradores de Jesucristo de aquellos motejados como “deicidas”. De todos modos, la explicación del cambio de actitud ducal en cuanto al permiso de residencia judía en Venecia era mucho más prosaica que divina. A la verdad, las guerras que Venecia había venido librando con su eterna rival, Génova, habían provocado la ocurrencia de una tijera financiera de dos filos: alta presión fiscal y ausencia total de crédito. Y este cuadro, como no podía ser de otra forma, repercutía fuertemente en los sectores sociales más desfavorecidos. A todo esto se sumaban cuestiones de orden superestructural, es decir moralista, que supuestamente impedían a los católicos prestar dinero a tasa. Eran tiempos en que el cristianismo no parecía ser compatible con el entonces embrionario capitalismo, aunque con el tiempo, se sabe, se iría adaptando más o menos exitosamente. Fue así que mientras la mano derecha del Estado clerical no quería enterarse de lo que hacía su mano izquierda, durante el siglo XVI la necesidad de autorizar pequeños establecimientos de crédito -judíos- se hizo imperiosa. Así, las autoridades venecianas lograron amortiguar el impacto social de su difícil situación financiera generada por las contiendas bélicas. Y lograron curarse en salud en 1516 para poder afrontar exitosamente, algo más de medio siglo después, el desafío crucial de Lepanto. La batalla que marcaría, por lo menos hasta nuestros días, los límites entre el mundo musulmán y el mundo “Occidental”.
Entonces, los judíos que habían sido expulsados de la ciudad en 1394, y que solo habían podido retornar a la Serenísima por cortos períodos, pudieron establecerse, aunque como fue dicho sometiéndose a la segregación del primer gueto de la historia. En la mayoría de los casos solo para pasar allí la noche. Porque muchos mercaderes israelitas trabajaban en la más lucrativa zona del Rialto, junto al Gran Canal, hecho que las autoridades no les impedían a fin de insuflar dinamismo mercantil, savoir faire comercial a la actividad económica de la ciudad. De cualquier forma, la ceremonia del cierre de las puertas del gueto se cumplía rigurosamente cada noche y así se cumpliría por espacio de más de dos siglos y medio.

Dialéctica del Gueto (y del muro)
Originalmente, la palabra gueto halla su origen en la voz “getaria” del dialecto veneciano, esto es “fundición de metales”, ya que la zona asignada al primer gueto donde escribo estas líneas había venido siendo históricamente una zona donde se trabajaba el cobre. Ese topónimo fue mutando hasta convertirse en sinónimo de barrio cerrado –aunque cuyas difíciles condiciones de vida no se asemejasen para nada a las de un Nordelta- donde habitaban los judíos, y luego de la Segunda Guerra Mundial la denominación se extendió a cualquier otra minoría segregada, forzada a vivir en estado de cuasi reclusión. Soweto, en la Sudáfrica del apartheid, es el ejemplo más claro.
Mientras mis pies doloridos y mi columna averiada me hacían sufrir, mi espíritu obstinado me seguía empujando a recorrer cada rellano del antiguo gueto, a imaginar las voces y los aromas, la vida tal y como sucedía en ese rincón de Venecia. No pude evitar ponerme a pensar que sin muros no hay gueto. Y que, aunque la intención de los guetos había sido separar lo “sacro” de lo “profano”, en el interior del gueto se interpretaba, acaso certeramente, que lo sacro estaba adentro y lo profano afuera.
Muchos otros muros fueron, y son, erigidos en sentido contrario; es decir, no para proteger la mayoría de una minoría potencialmente peligrosa, sino para resguardar una sociedad minoritaria del riesgo de ser desvirtuada por una mayoría invasiva. A lo largo del siglo pasado, la Cortina de Hierro se pensó como una separación entre el decadente mundo capitalista y las tiranías autodenominadas comunistas –aunque el comunismo, el verdadero comunismo, como quedo bien claro, no pudo subsistir sin libertad-. Así, el gueto estaba investido –como todo- de una doble naturaleza, de un derecho y de un revés de su trama. Aislaba del exterior, pero al mismo tiempo unía, preservaba, fortalecía los lazos de los semejantes.
Las autoridades de la Serenísima Republica, aun llamándose cristianas, habían olvidado que los primeros cristianos también habían habitado sus propios guetos, que eran las catacumbas, y que fortalecían su convicción en el triunfo de su fe en los cenáculos. Los romanos, que comprendían más este proceso transcendente que sus sucesores en la península itálica, tendían más a esparcir a los semejantes que a unirlos, dividiendo para reinar. Finalmente, la fuerza concentrada del perseguido cristiano alcanzó el estado de masa crítica y terminó por tomar el liderazgo del otrora invencible mundo romano, apropiándose de él hasta el punto de que el Obispo de Roma –es decir, el Papa- es el supuesto continuador de los emperadores romanos. Así, la romanidad, originariamente politeísta, concentra todo su vasto panteón en el culto de un solo Dios, el Dios de Israel.
El gueto pasa de ser cárcel a ser faro de nuevas y consolidadas ideas que comienzan a expandirse más allá de sus límites, como una suerte de foco revolucionario en el sentido guevarista del término. Al mismo tiempo, también satisfacía los anhelos de sus habitantes, que también querían vivir al amparo de la población cristiana, que de cuando en cuando los acusaba de rituales perversos o de infundados secuestros de niños gentiles. Ciertamente, el gueto, entre todas sus desgracias, preservaba a la comunidad de la contaminación ideológico-teológica exterior, acendrando la idiosincrasia de sus habitantes, de sus costumbres y de sus creencias que permanecían en estado de máxima pureza. Porque en Venecia el carcelero parecía más preso de la diversidad de otros orígenes diversos y el preso, el poblador del gueto, podía llegar a ser más libre ya que se encontraba más seguro y entre los suyos. Y contando con una considerable libertad de movimiento durante las horas del día.

El muro frente al cual el bien y el mal definen por penal
No vale la pena analizar el muro en términos de bien o de mal sino de tesis, de antítesis, pero por encima de todo, de síntesis. El gueto, el muro, son realidades de las que derivan una miríada de paradojas, como por ejemplo en Hungría: en la narrativa de Victor Orban, el líder “iliberal” de Hungría, como él mismo se autodenominó, la Cortina de Hierro soviética era un “mal” muro, pero la que mandó instalar él en la frontera entre su país y Serbia, la conocida Határőrizeti célú ideiglenes kerítés (cerca “preventiva temporal”) es un “buen” muro. Pero un muro sigue siendo un muro. Es dialéctico; es un arma de doble filo, aunque tan humana.
Porque el ser humano es gregario, pero su gregarismo tiene un límite: la otredad. Tenemos que admitirlo de una vez, seremos gregarios, como se dice, pero tenemos una tendencia natural y muy marcada a preferir vivir entre los que creemos más o menos parecidos a nosotros. Sí, la alteridad es amenazante. Fundamentalmente porque implica auto-cuestionamientos. Porque nuestra imagen reflejada en la del “otro” nos devuelve nuestras propias miserias, nuestras propias contradicciones. Nuestra hipocresía. En la evocación del antiguo gueto, me ponía a pensar en todos los guetos de muros invisibles en los que somos cosificados. El encasillamiento es sin duda un gueto individual. (Ej: es argentino, es chino, es judío, es hincha de Atlanta, etc.).
El dilema del muro no es tan simple de resolver con solo estar a favor del muro –postura intolerante- o bien estar en contra del muro –postura consensual-, sea que se trate de los muros o cercas de los asentamientos en Israel o del que dice querer construir Donald Trump en la frontera mexicana. La criatura humana demuestra a cada paso desear los muros que la protejan del otro, aunque solo el asumir la alteridad parezca ser el camino obligado para crecer, para aprender lo que nos complete. Porque la otra parte, la que nos falta, siempre la tiene el otro, el diferente. Y si así no fuera cada uno se habría quedado donde estaba. No hubiera habido ni migraciones, ni comercio, ni descubrimientos ni evangelizaciones. De allí el intercambio propio de las sociedades por los siglos, que continúa hoy a la frecuencia de la luz. Pero el miedo nos sigue deteniendo y la corriente de la globalización nos arrastra, muy a pesar nuestro y muchas veces a pesar nuestro y con justa razón.
El dilema es cómo crecer gracias a la diversidad pero preservando la propia esencia Se trata de una disyuntiva que es no solo social sino también individual, que estalla hoy como nunca antes, especialmente en el Viejo Mundo. Por eso, en Hungría, en Polonia, en Eslovaquia, las sociedades muestran una tendencia a la neoguetificación aunque ya no por decisión ajena como en los guetos originales, sino por voluntad política propia y ratificada por sonados resultados electorales. Los venecianos quisieron encerrar al pueblo judío en los límites de un gueto para preservarse de la supuesta infiltración del diferente –y también de paso, de su competencia-. Hoy la lógica se invierte de la misma manera que en los tempranos ’60 con la erección de otros muros. Otrora para evitar la contaminación capitalista y la preservación de la sociedad autodenominada socialista, ahora con el tinte de un signo ideológico opuesto al “marxismo”, pero con el mismo objetivo de preservar modos de vida amenazados por la otredad.

Entre el gueto de Venecia y el Checkpoint 300
El tibio sol no alcanzaba para sosegarme del frio. Yo también me sentía amenazado por “el otro”, ese conjunto de “otros”, multitudinario, que forman los grupos de turistas, fundamentalmente asiáticos, pero también de otras partes del orbe. Sin embargo, no dejaba de extrañarme que presa de esa paranoia, llegase aun, a pesar de todos, a contar con la suficiente autocrítica para caer en la cuenta de que yo también era un turista, igual que los “otros” que invaden los islotes de Venecia en busca de la historia, de la cultura de lo que “hay que ver”. Aunque me consolaba pensando que, bueno, que yo era distinto, que después de todo, yo era yo. Es decir, que yo no era como ellos, que desfilan en rebaño siguiendo a un líder que los guiaba con un megáfono blandiendo una banderita en un mástil para que el rebaño no se disperse. Yo pensaba, escribía esta nota con un tramezzino como compañero. Me sentía confortado por no ser parte de ningún grupo, por haber creado siempre mi propio gueto individual, mi zona de confort.
Yo era –soy- yo. Y sin que ese “yo” exista, entonces –ojo, para mí, solo para mí- nada existe. Pero no vale la autoflagelación bien pensante de deconstruir el propio egoísmo, ya que cada uno de los que formamos la desventurada familia humana sentimos -en mayor o menor medida- exactamente lo mismo. Somos islas, sí, y ojalá que con tendencia a la unidad en lo diverso. Tal y cual como Venecia, que no es una isla sino varias y que acaso, después de su pronosticado hundimiento, sean las profundidades del Adriático las que las unan, bajo la condición común de “aquellas partes que alguna vez fueron islas”.
El ser humano no es una isla en la marea humana ya que, como protestó John Donne alguna vez, “Ningún hombre es una isla”. Aunque, como vimos, enclaustrado en sus propias certezas, un hombre puede llegar a ser un gueto individual. O una emparedada Tumba de Raquel, como aquella allá donde Palestina choca con Israel, más allá del suburbio amable de Talpiot. Cerca, demasiado cerca de Jerusalén, la ciudad santa donde los seres se disputan el monopolio de Dios. ¿Podría Belén (de Judea) asimilarse a un gueto? ¿O estará el gueto del otro lado del Checkpoint 300?
El Checkpoint 300, doy fe, es un largo tubo parecido a los pasillos de la bóveda de un banco en el que entra el que puede y sale el que quiere. Los israelíes no entran en él. Pero los palestinos, como sus similares semitas lo hacían en la zona del Rialto escapando del gueto, suelen entran al Estado judío. Para trabajar, haciendo diariamente la fila en migraciones, al principio del día para ingresar y sin hacerla al final de la jornada para salir. Para dormir en Palestina.
No, en la Serenísima no era tan distinto porque los cristianos no entraban jamás en el gueto. Y se suponía que los judíos no salían, por lo menos durante la noche. Como hoy los árabes en Palestina. Las puertas del gueto se cerraban para evitar que los sueños de los judíos no contradijesen el reposo de los duques. Los intercambios comerciales, que siempre cambian todo, ya que reflejan el deseo de posesión del uno en el otro –y viceversa-, pero inevitables de la expansión capitalista, fueron llevando a inter (cambios) de otro tipo, culturales y políticos. Cuando Napoleón entró en Venecia en 1797 y proclamó la igualdad –por lo menos teórica- a un grupo de seres humanos, estos ya estaban más o menos preparados para vivir de acuerdo a ella. La nueva municipalidad de Venecia controlada por los franceses se apuró a proclamar que “Las puertas del gueto deben ser inmediatamente levantadas para que ninguna separación se manifieste entre ‘ellos’ (los judíos) y los demás ciudadanos de esta villa”.
Napoleón, que no daba puntada sin hilo, hizo sus proclamaciones, y antes de dejar Venecia, se robó los cuatro caballos de Bronce que ornaban – y que ahora ornan- la Basílica de San Marco para llevárselos a la Ciudad Luz. Fueron devueltos a Venecia después de la definitiva derrota de Waterloo, aunque Venecia también se los había robado a su tiempo al Imperio Bizantino en 1204. “Intercambios” entre “unos” y “otros”. Hoy me enojé mucho cuando no me dejaron fotografiarlos, es decir, hacer de ellos una reproducción mecánica de esas obras de arte, como hubiera dicho Benjamin. Porque aunque las piezas fueron sucesivamente robadas por unos y otros, cuando el viajero quiere robarse una imagen, papá Estado o papá Iglesia –debí decir “papá” o “Papa”-, se lo prohíben.

Del gueto a los palacios judíos
Cuando los caballos de bronce debieron recorrer, de regreso, la distancia que separa Venecia de París, la Serenisima Republica había llegado a su fin, fagocitada por el Imperio Austríaco y después anexada a Italia –esa creación literaria, ese mito sabroso- en 1866. Ya sin limitaciones espaciales, la integración de los judíos en el nuevo establishment veneciano sería irreversible. Tal es así que en un primer momento, ya en el siglo XIX, algunos judíos de fortuna pudieron dejar el gueto. Como lo hicieron los hermanos Errera al comprar la fantástica Ca’ d’Oro para transformarla en el primer palacio judío de Venecia. O como los Levi. Angelo Levi tuvo la precaución –y el buen gusto- de establecerse en 1862 en el fantástico Palazzo Fontana. Y su hijo hizo lo propio poco después en las Procurate Vecchie, cerca de San Marco, corazón espiritual y político de Venecia. Los Treves, los Bonfil, los Cavalieri, ya comenzaba a ser difícil diferenciar a un veneciano de un judío como antaño. Italia los había igualado en lo humano.
Las campanas de San Jorge Mayor suenan desde el otro lado del canal de la Giudecca. Acaso no valga la pena pregunta por quién doblan y como dijo el mismo Donne, doblen por mí. O acaso por las víctimas del nazismo en Venecia. Como el presidente de la Comunidad Judía de Venecia, Giuseppe Jona, que en septiembre de 1943 optó por quitarse la vida antes que darle a la Gestapo la lista de sus correligionarios para evitar que fuesen deportados. Antes del fin del infierno nazi de la República de Salo –el Estado títere dirigido por Mussolini y respaldado por Hitler-, 230 judíos venecianos fueron “transferidos” a Auschwitz, con una degradante escala previa en el infame campo de Fozzoli. Una vez la pesadilla terminada, no había casi más judíos que habitasen este espacio donde mis pies reposan y mi alma evoca. Ya no es verdaderamente un lugar de residencia, sino de peregrinación en conmemoración de los sacrificados por la exterminación. Imagino una vez más antes de seguir mi insulsa vida de costumbre, sus voces, su ir y venir sobre estos fondos multicolores. Una vida de la que solo estos muros, si hubiesen tenido conciencia, podrían haber sido testigos, y de la que solo quedan escasas referencias. Un espacio desde el cual, una gran parte del arte, del comercio y de las finanzas del globo llegaron a ver la luz. O en todo caso, una etapa del largo tránsito del pueblo judío, la transmigración que comenzase cuando Tito y las legiones romanas destruyeron el Templo e Israel entero, empujando a los israelitas a la desesperación del exilio que, como el mío, no conoce fin.
Debo decir que no sentí en el espacio de este gueto la angustia indomable que sintiese en otros, como por ejemplo en el lugar que ocupaba el gueto de Varsovia, angustia que me empujara a dejar el lugar casi corriendo.
Había comprado una estatuita de un marinero hecha de yeso en un negocio de chucherías, y la puse de pie sobre el blanco gran capitel que se encuentra casi en el centro del Campo del Gueto, el principal espacio abierto del lugar. Unos días antes de mi visita, la imagen del marinero no hubiera desentonado en absoluto, cuando el “Acqua Alta” que invade Venecia cada otoño llegó a su récord histórico y el Campo del Gueto se asemejó a una enorme piscina. No. Nada realmente vivo evoca aquellas voces, aquel ir y venir que desde el siglo XVI hasta el XIX matizaron la vida del viejo gueto, aunque las cinco sinagogas sigan vivas y de pie gracias al esfuerzo de los pocos habitantes israelitas del lugar. Coroné a la estatuilla del marinero con una tapita de Moët Chandon que es mi amuleto, a guisa de una kipá, para después seguir mi camino por las callejuelas de esta tierra. Fue ese mi modesto tributo de alegría a una historia gloriosa y triste, la todos aquellos que habitaron, éste, el primer gueto de la historia.