Aquí y allá en la Tierra de Israel, versión 2019

En 1983 Amos Oz editó Aquí y allá en la Tierra de Israel, un ensayo político que recopila entrevistas, comentarios y reflexiones realizadas por el mítico escritor durante su recorrido por diferentes ciudades, colonias y aldeas israelíes. Este año, Yedioth Ahronoth publicó un suplemento especial para el cual convocó a ocho autores que realizaron una travesía a lo largo y ancho del país tras los pasos de aquella crónica fundacional para ver qué cambió. En esta primera entrega, compartimos Una ciudad a la medida del hombre, el último capítulo del libro de Amos Oz, y El mismo mar, de la poeta Adi Keissar, ambos textos inspirados en la ciudad de Ashdod.

Una ciudad a la medida del hombre
Amos Oz, en Aquí y allá en la Tierra de Israel

Aquí, entre nosotros, la historia se entrelaza con la biografía. No es algo nuevo. Casi se podría decir que la historia es la biografía. Aquí la vida privada casi no es privada. Una mujer dirá, por ejemplo, “nuestro hijo mayor nació mientras Yoel estaba en los fortines, durante la Guerra de Desgaste”. O “nos mudamos a este departamento justo una semana antes de la Guerra de los Seis Días”. O “él regresó de los EE.UU. cuando fue la visita de Sadat”.
¿Quién puede demarcar las áreas aquí?
Nuestros queridos maestros solían dividir los poemas de Bialik entre “poemas de aflicción del individuo” y “poemas de aflicción del colectivo”. Pero Bialik escribió poemas “nacionales” en primera persona del singular. Por ejemplo, “En el degüello”, un poema escrito, al parecer, en una erupción de ira, masoquismo y desesperación, el poeta se dirige al asesino y le grita así: “¡Verdugo! ¡He aquí el cuello! ¡Toma! ¡Corta! / Mátame como a un perro, con el hacha que aferra / tu mano, que un patíbulo es para mí la tierra”. Y con el mismo aliento continúa amenazando al asesino: “…la sangre vertida / del lactante y del viejo te salpique la blusa / y la mancha de sangre no se borre en la vida”. Como si dijera: golpea mi cuello y ensúciate con la sangre de todos los judíos, “en la sangre sacia la sed”. Yo-nosotros. Nosotros-yo. Lo mismo ocurre con Brenner y con Alterman. La costumbre del poeta-emperador. (“Yo -dijo una vez el kaiser alemán- sufro la mortalidad infantil más alta de Europa. Pero, de todos modos, me reproduzco con el índice más alto de Europa”).
La pregunta más difícil es cómo alejarse un poco. Cómo preservar una medida de distancia interna.
No. La pregunta verdadera es qué significa “alejarse”. ¿Acaso es posible? Y si fuese posible, ¿está permitido?
El hombre de Ashdod dijo: “Este país se mete en los huesos del ser humano. Hablemos de otra cosa. Hay otras cosas en la vida, ¿no?”.
Por supuesto que hay. Si no, el país se convertiría en un monstruo y la historia sería un déspota sin misericordia.
Tal vez es necesario renunciar un poco. La ofensa y la ira de Beit Shemesh se desprenden de la intensidad de la promesa que esta tierra prometió a todos los que vinieron, una promesa incumplida que no podía ser cumplida: no era únicamente un refugio para inmigrantes, no era únicamente hogar y sustento y esparcimiento, sino la concreción de todas las esperanzas. Una sociedad de hermanos. Una vida de pureza, una vida de libertad.
Tal vez haya sido esta una promesa de ensueño: convertir, en dos o tres generaciones, una multitud de judíos perseguidos, asustados, carcomidos por el amor y el odio a sus tierras de origen, en una nación ejemplar para su entorno árabe y modelo de salvación para el mundo entero. Tal vez hayamos pretendido demasiado. Tal vez haya habido aquí, a diestra y siniestra, un mesianismo encubierto. Un complejo mesiánico. Tal vez hubiese sido suficiente menos que eso. Tal vez hubo aquí una pretensión salvaje superior a nuestra fuerza, superior a la fuerza humana. Tal vez sea necesario ahora reducir y renunciar a la profusión de sueños mesiánicos, llámense “reconstrucción del reinado de David y Salomón” o “levantamiento de una sociedad ejemplar que sea una luz para los gentiles” o “concreción de la revelación de los profetas” o “ser el corazón del mundo”. Tal vez sea necesario ahora ser minimalistas. Renunciar a parte de la tierra a favor de la paz interna y externa, renunciar a la Jerusalén celestial a favor de la Jerusalén de Musrara y Katamon, renunciar a la redención mesiánica a favor de las reparaciones pequeñas, las progresivas. Renunciar al fervor mesiánico a favor de la sobriedad de las nimiedades. Y tal vez esta no sea una historia a sangre y fuego, ni de redenciones y consuelos, sino una historia de la experiencia lenta por curar una enfermedad difícil.
Tal vez no haya atajo.
Después de todo, ¿qué hay en el otoño del ´82 y en el difícil invierno de comienzos del ´83? No tenemos “una tierra que es el tesoro de nuestros Patriarcas”, ni “nuestros días como antaño”, sino el Estado de Israel. Con sus territorios conquistados que son, irónicamente, regiones bíblicas que despiertan añoranzas y aspiraciones y con casi la mitad del territorio libanés en el que el pecado y el castigo son ya un macizo compacto.
No tenemos “la tierra del chacal” ni tampoco “la ciudad reunificada”, sino el Estado de Israel. No tenemos “los macabeos resucitarán”, sino un pueblo mediterráneo temperamental y con un gran corazón que va aprendiendo con suplicios y alboroto y cólera a liberarse lentamente tanto de pesadillas horrorosas del pasado como de delirios de grandeza antiguos y nuevos; un pueblo que va aprendiendo a perseverar en lo que logró levantar aquí durante cien años difíciles, a pesar de “la arena y los enemigos”, según palabras del habitante de Ashdod. Un pueblo que va aprendiendo a aferrarse con uñas y dientes a lo que hay. ¿Va aprendiendo? Tal vez no. Pero debe aprender.
A mis ojos Ashdod es una ciudad bella y buena. Y es todo lo que tenemos propio. En la cultura y en la literatura: Ashdod. Y todo aquel que añora secretamente los encantos de París o Viena, la aldea judía o la Jerusalén celestial, que no se desprenda de su añoranza (¿qué somos sin nuestras nostalgias?) pero recuerde que Ahdod es lo que hay. Y no es justamente la materialización espléndida de la revelación de los profetas ni del sueño de las generaciones, no es justamente “un estreno mundial”, sino una ciudad a la medida del hombre. Si intentáramos observarla con una mirada sosegada, seguramente no nos avergonzaríamos de ella.
Ashdod es una ciudad a la medida del hombre a orillas del mar Mediterráneo. Ya veremos lo que saldrá de ella finalmente, cuando, con un poco de serenidad, llegue la paz.
Paciencia, es lo que digo. No hay ningún atajo.
Marzo de 1983.

1) Alusión a una canción patria compuesta en 1908: “Po be-eretzjemdat-avot…”.

 

El mismo mar
Adi Keissar(1)

En Ashdod es posible encontrar casi todos los conflictos de la sociedad israelí: un centro comercial enorme abierto los sábados y una comunidad ortodoxa efervescente, una grieta entre congregaciones junto a honorables representantes de cada aliá, discusiones entre la derecha y la izquierda sobre la seguridad en el sur. Y, a pesar de todo, parece que algo logra unir los diferentes componentes en un rico mosaico cultural. Adi Keissar visitó la ciudad que le enseñó a mirar la discriminación que hay en la geografía y descubrió un oasis optimista.

Del libro:
“Ashdod es una ciudad mediterránea pequeña, agradable, no presuntuosa, que tiene un puerto y un faro y una central eléctrica y fábricas y muchas avenidas arboladas. No pretende ser París o Zurich y tampoco aspira a ser Jerusalén. Es una ciudad planificada por socialdemócratas: sin bulevares imperiales, sin monumentos, sin mansiones de comerciantes ricos. Es toda presente. Una ciudad limpia y también casi tranquila.
Los automóviles en la calle no hacen sonar sus bocinas y los peatones no corren. Parece que aquí casi todos se conocen. Si hay pobreza, no es ostentosa. Tampoco es estrepitosa la riqueza en el suburbio de los chalets junto al mar. Es la ciudad de los obreros y los tenderos y los artesanos y las amas de casa. Esto no es una “luz para los gentiles” ni tampoco un barrio carenciado, sino una ciudad portuaria pequeña y clara que se está extendiendo rápidamente hacia el sur y el este”.

Música de jazz sobrevuela por sobre los comensales de las cafeterías del centro comercial Garden. Camareros y camareras giran en torno a las mesas, toman pedidos, teclean en las pantallas touch, regresan de la cocina cargados de raciones. Es un mediodía de septiembre, el calor y la humedad aún se sienten, pero con menor intensidad, anunciando que una nueva temporada se avecina.
En una de las calles se agita un cartel que invita a los habitantes a un baile popular con Zack Ochayon en el parque Ashdod junto al mar, una niña observa hipnotizada una fuente que despide un chorro de agua. Edificios altos y nuevos se yerguen, grúas recortan el cielo claro, palmeras dan frutos y en el horizonte descansa, azul y liso, el mar Mediterráneo.
Por la vereda, entre las paradas de ómnibus, las personas caminan mientras palabras en francés se oyen por doquier y son absorbidas por el aire cálido. A unos pasos, una muchacha le pregunta a un hombre acerca de la nueva ubicación de la parada que busca. Sh tiene 18 años, nació y creció en Ashdod. Sus padres llegaron en los ‘90 desde Etiopía. Hace poco terminó sus estudios secundarios e intenta comenzar una preparatoria premilitar. “Mi hermana me comentó sobre la preparatoria y un amigo me habló sobre una preparatoria específica. Me tomaré este año para descubrir mi orientación en la vida, y mientras tanto, también aportaré algo. Todavía no sé lo que quiero hacer en el Ejército”, cuenta. Le pregunto acerca de la vida en Ashdod y sus habitantes. “Es una zona mezclada -responde-, no es selectiva para determinadas personas. Siento que aquí la gente es abierta, más cálida. En el ómnibus siempre encontrarás personas agradables que te ayudarán, si lo necesitas, y no gente fría que ignora a los demás. Ese hombre que me vio perdida, se dirigió a mí para ayudarme”.
“¿Se sintieron aquí los últimos acontecimientos sucedidos con la comunidad etíope?”.
“Siento esas cosas, que te miran diferente, que hay supuestos sobre los etíopes, que son así y asá y eso influye en las personas. Después de las manifestaciones por Salomon Teka(2), algunas personas advirtieron a amigos míos: ‘Hasta ahora estuve a favor de ustedes’. ¿Qué pasa entonces? ¿Hasta ahora nos aceptaban y de pronto no? ¿Por qué es algo que hay que poner a prueba? -el rimo del habla de Sh se intensifica- Me juzgan por lo que hago. Hay estereotipos de etíopes y así es como los demás me convierten en eso. La gente cree que, por ser etíope, automáticamente soy eso que ellos piensan”.
El silencio se instala entre nosotras y me pregunto si ella vislumbra una solución, si es optimista sobre el futuro. “Es posible pensar el futuro con optimismo, pero es difícil verlo en nuestra realidad -responde-, que está llena de vicisitudes y hay un sentimiento de inestabilidad. Mis padres llegaron al país con un objetivo. Con el mismo objetivo con el que llegaron otras personas. Querían ver Jerusalén. Al principio todo les fue muy difícil, por cómo los trataron. Se esforzaron mucho. Muchos otros hubieran renunciado, pero ¿cómo se puede renunciar a la historia? ¿A algo que es tan importante para el pueblo entero?”, ella le pregunta a un público invisible y también a mí, con sincera emoción.
Mientras hablamos, se acerca una mujer mayor y se dirige a Sh en idioma amárico. Ella le indica cómo ir al sanitario en el centro comercial y después de una breve conversación, le propone acompañarla. Se despiden de mí y me dejan en la acera, reflexionando sobre las palabras de Sh. Sobre la distancia permanente entre lo que ella es y cómo la sociedad la ve, sobre lo que dijo acerca de cómo su comunidad está a prueba, mientras la que tendría que estar a prueba es la propia sociedad en su relación con los oriundos de Etiopía. Pienso también en que ella confió en mí para decir lo que me dijo, a pesar de que un leve temor la acompañó a lo largo de nuestra conversación.

Ashdod es una ciudad tranquila. Primero la conocí a través de palabras y recién más tarde como un lugar físico. En los primeros días del servicio militar, la pregunta “¿de dónde sos?” era la primera que surgía entre nosotras durante la instrucción, inmediatamente después de intercambiar los nombres, tal vez antes. Me acuerdo que una vez, en esa situación, un grupo de chicas respondió: “Kibutz Esh David”. Todas se rieron y yo fui una de las únicas que no comprendió el chiste. Después, una aclaró: “Ashdod”(3).
Esa época me enseñó hasta qué punto la geografía israelí está llena de grietas por las que se cuela un dolor amargo, el mismo dolor que esas jóvenes soldadas intentaron endulzar con el chiste. Unos años más tarde me encontré con “Poemas en ashdodeo”, escritos en los ochenta por Samy Shalom Shitrit, que creció en la ciudad. “Les escribo poemas / en lengua ashdodea / y no entenderán nada”. Los destinatarios eran las personas del centro que debían aprender su lengua, hablar en su idioma y no al revés. Shitrit invirtió las relaciones de fuerza entre el centro y la periferia y en ese encuentro poético tan cargado Ashdod determinaba el tono, mientras él demostraba su enojo con maldiciones en lengua marroquí y también súplicas y brazos extendidos y deseos de decir: ¡mírennos!
Ni en ese entonces, ni tampoco ahora, entiendo cómo es posible que un país geográficamente tan pequeño haya logrado crear brechas tan grandes entre un lugar y otro. Pero los años han transcurrido y la Ashdod de ese poema tan cargado, la del chiste incomprendido, creció y se fortaleció y hoy se habla de ella en conceptos de industria, diversidad cultural y su “rivière”.
Ashdod es muy variada desde el punto de vista poblacional. Las olas migratorias más grandes y significativas de la ciudad pueden dividirse, en gruesos trazos, así: en los años ’50 llegaron las primeras familias de Marruecos, en los ’90, los inmigrantes de la ex Unión Soviética y durante los 2000, los franceses. Además, hay también allí una gran comunidad georgiana, otra de originarios de Etiopía, Egipto, Rumania, ortodoxos, etc.
En la variada vida cultural de Ashdod se destaca especialmente el legado de los oriundos del norte de África. Una de las instituciones más interesantes de la ciudad es el “Centro de la cultura andaluza y de la poesía litúrgica en Israel”, en cuyo marco funcionan la “Orquesta andaluza Ashdod”, “Shirat Ha-bakashot”(4), el “Festival Tor Ha-zahav” y el “Festival Ashdod de poesía”. Uno de los grandes festivales anuales es “Meditarrina”, en el que se presentan artistas israelíes e internacionales. Es un festival de música mediterránea que pasea por ciudades como El Cairo, Casablanca y Atenas. Todas estas iniciativas ubican a Ashdod, desde una perspectiva cultural muy clara, como una ciudad mediterránea.
La realidad en el refrigerado centro comercial Ashdod City, donde está ubicada la estación central de ómnibus, ratifica los datos que aparecen en el papel, ya que en los puestos de comida se escucha una mezcolanza de idiomas: hebreo, ruso, marroquí, francés. Junto a una de las mesas está sentada Luisa Tzutziashvili, habitante de Ashdod de 60 años, y su hermana Ety Ilan, de 61, que llegó desde Jerusalén de visita. Emigraron a Israel en su adolescencia, junto con sus padres, procedentes de la ciudad de Kutaisi, “la segunda en tamaño de Georgia, teníamos allí una buena vida”. “Entre los georgianos se acostumbraba a hacer arreglos matrimoniales, se hacía lo que los padres decían. Me casé en Haifa y nos instalamos con mi marido en Ashdod. Estoy aquí hace 40 años y amo todo lo que hay en esta ciudad”, se enorgullece Tzutziashvili. Y agrega Ilan: “Cuando ella llegó acá, todo era arena. Ashdod se desarrolló mucho. Cuando vengo a visitar, salimos a pasear”. Me cuenta que trabaja como examinadora en la Universidad Hebrea en el Monte Scopus. “Soy una examinadora muy estricta”, dice con una carcajada. Le pregunto qué piensa acerca de la vida en Israel, modelo 2019.
“Todo está en manos de Dios. Tenemos un Estado fuerte desde el punto de vista de la seguridad. No tengo miedo. Lo que sí, no se puede ceder ante ellos. No se puede tirar del hilo cada vez. Se les da un dedo y quieren toda la mano. Y también hay disparates en la economía y la gente se deteriora. El costo de vida es caro. Hay que dar oportunidades a las parejas jóvenes. Y también a los ancianos y a los discapacitados, por supuesto. En la televisión se ven manifestaciones de discapacitados, también de heridos de guerra, que Dios los proteja a todos. Hace falta aquí misericordia”.
El celular de Ilan suena y ella se entrega inmediatamente a la llamada. Espero unos minutos mientras observo a la gente alrededor. Junto a una mesa contigua, tres mujeres toman café y hablan en marroquí. Ella se da cuenta de que estoy esperando y me dedica una sonrisa. Me levanto. Le agradezco la breve conversación y salgo del centro comercial.
Por la vereda de enfrente pasa un grupo de chicas con faldas largas y camisas con mangas largas llevando oboes. Se dirigen hacia el mar y voy tras ellas. Esta es una ciudad de avenidas amplias y rotondas que permiten una caminata serena y eso me recuerda cómo se siente uno cuando las veredas están libres, sin bicicletas ni monopatines eléctricos que te rodean por todos lados.
Dos nenas caminan a mi lado hablando en voz alta. De repente, una de ellas dice que debe irse y sale corriendo mientras grita: “¡Respondé la video llamada!” y se esfuma por una de las calles. Unos segundos después aparece en la pantalla de su amiga y ambas continúan con la conversación que estaban manteniendo antes. Junto al parque Ashdod me topo con la publicidad de un show de “Ushpizin(5) musical”. Grandes carteles informan que Yardena Arazi recibirá a Ilanit. En otra fecha se presentará Ramy Danoj con los sonidos del laúd. Observo la publicidad y descubro una realidad muy variada, en la que hay algo para cada uno.
El camino se abre más cuando nos acercamos a la playa. A la derecha, el puerto con su atmósfera industrial destruye un poco el ambiente pastoral. A la izquierda, la marina, en la que se yerguen los mástiles de los veleros anclados allí. Jóvenes descalzos con trajes de surf sosteniendo barrenadores pasan a mi lado. A medida que me acerco a la “Playa de los arcos”, puedo sentir una brisa agradable y la sal del mar.
Una ciudad con costa es más abierta; el horizonte siempre promete nuevos mundos. Una ciudad que tiene agua siempre propone algo de tranquilidad para el alma: el agua que fluye tiene algo en su movimiento, en la invitación del mar a quitarse lo cotidiano y sumarse a él, a sumergirse en las aguas que corren para disfrutar o purificarse en el gran mikve. Y, fundamentalmente, una ciudad es producto de la mano del hombre mientras el mar es obra de la creación y la tensión entre ambos introduce un poco más de viento en las calles y en el alma. Llego a la playa exactamente a la hora en la que el sol arroja oro sobre el agua.
Una música suave asciende desde las cafeterías y los restaurantes pegados unos a otros en la construcción que se eleva sobre el mar con una estética ochentosa. Junto a una mesa, una pareja toma café. Junto a otra, varios hombres juegan a los naipes. La playa se ve ordenada y limpia, con poco movimiento por tratarse del mes de septiembre. Un anciano sale corriendo del agua chorreando, desata la cadena de la bicicleta y se apura para irse de allí. Cerca de él, unas chicas jóvenes están sentadas sobre la arena comiendo fruta y conversando. Un hombre mayor que presta atención a la botella de soda que tengo en la mano me pregunta: “¿Por qué se dice que no es sano beber soda?”. Le respondo: “¿Por qué no es sano?”. Él continúa: “Dicen que contiene algo más, no solo CO2. No sé. Preguntale a Internet. Escibí -me dicta- ¿por qué no es sano beber soda?”. Se encuentra con un amigo. Ambos pertenecen a familias llegadas del norte de África. Piden permanecer en el anonimato; el primero, D. tiene más de 70 años; su amigo E., de 60, agrega: “Ya estoy aquí el suficiente tiempo como tragarme cualquier cosa”.
Cuando les cuento sobre las conversaciones que tuve antes, E. aporta con tono determinante: “El país es lindo, es agradable, pero quien lo administra… Antes había unión, había garantía mutua. Hoy todo eso se terminó. El país fracasó. En los titulares hay prosperidad, crecimiento. La pregunta es: ¿para quién?”.
Le pregunto por la seguridad, sobre la caída de misiles en la ciudad durante los últimos años. “¿Los misiles? Es un bono que recibimos”, dice con amargo cinismo. Antes de que le conteste, D. vuelve a la conversación y objeta: “Tenemos un primer ministro excelente. Sabe que no hay solución con los de Gaza. ¿Para qué entrar a matar y que nos maten y que dentro de dos años pase lo mismo? Cuando haya un objetivo claro para entrar con nuestras fuerzas, entraremos. Cuando no se repita lo mismo”.
-“¡Dejá! Se olvidaron de las personas. Primero, que haya un país normal. No sirve la fuerza, hay que sentarse a hablar. La fuerza no servirá acá”.
-“No es así. Son fanáticos. No se puede hablar con ellos, la democracia no funciona allí. Tenemos un problema”.
-“Este país fracasó. Mi hijo quiere irse”.
-“¿Creés que afuera es mejor?”.
-“Por lo menos allí se vive. Aquí hay que trabajar 24 horas al día y no se obtiene de eso nada. El ser humano brinda tres años de su vida al Estado y ni siquiera tiene dónde vivir”.
-“Es verdad que el Estado tendría que ayudar con la vivienda. Hay que volver al viejo método. Construir para las parejas jóvenes. Para el que no logra llegar a un crédito hipotecario”.
De repente E. se acuerda de mi presencia y me pregunta: “¿Por qué no aplican también el salario mínimo a los ministros?”.
D. me mira, abandona el rol de abogado defensor y se suma a la diatriba de su amigo: “¿Se puede vivir de la jubilación? ¿Son normales los que creen eso?”.
Su amigo agrega: “¿El hombre común puede disfrutar del gas que descubrieron? Con ese dinero podrían haber construido hospitales, ayudar a la gente. No hay una distribución decente, le dan plata a los ricos y a los religiosos”.
-“Pero una cosa hay que reconocerles: la educación de ellos es buena. Pero hay que dar presupuesto tanto a los laicos y como a los religiosos”.
-“¡La distribución no es justa! ¡Los recursos no van adónde tienen que ir y el Estado marcha a la quiebra! ¡Tiene déficit fiscal! Dentro de poco van a meter un nuevo impuesto para que los ciudadanos paguemos el déficit. ¡Vas a ver!”.
Y así continúa la conversación entre ellos. Percibo dolor. Percibo la fatiga de quienes ya dijeron y repitieron esas palabras tantas veces, que ya perdieron su valor. De todos modos, las dicen. El diálogo se desvanece en el aire, pero el dolor aún nos sobrevuela.
En Ashdod también se expresan los problemas que afectan al resto del país. También aquí se quejan del costo de vida, también aquí se oyen sirenas y también aquí se manifestaron los religiosos frente a los laicos en otro capítulo más de la batalla por el carácter cultural y la naturaleza de la sociedad israelí. Pero prevalece la sensación que aquí los conflictos conocidos aparecen en una versión menos cargada. Hay algo aquí más blando que permite una textura de vida más aireada, a pesar de las diferencias entre las comunidades, a pesar de los problemas conocidos.
Pasaron casi 40 años desde que Amos Oz visitó Ashdod para regresar con voces, impresiones y reflexiones sobre lo que podría crecer de la ciudad finalmente cuando llegara la paz. Decenas de años más tarde la paz se ve lejana desde el lugar en el que estamos parados, la paz entre nosotros y nuestros vecinos y la paz interna. Pero parece que una ciudad como Ashdod, en la que hay una diversidad humana tan amplia, que propone una alternativa cultural, que se planta en la experiencia mediterránea, puede acercarnos a la paz y a nosotros mismos.

1) Poeta, nacida en Jerusalén en 1980. Es una de las fundadoras del movimiento cultural Ars Poética.
2) Joven de origen etíope muerto a tiros a manos de un oficial de policía israelí en Kiryat Haim, Haifa, en julio de 2019. Como respuesta, se produjeron disturbios.
3) Juego de palabras que la escritura hebrea permite y que confunde “Fuego de David” con Ashdod.
4) Evento cultural nacido en el seno de los judíos provenientes del norte de África que se realiza durante los meses de invierno, en el que se reúnen en la mañana del sábado, antes de la oración matutina, para cantar poesía litúrgica.
5) En arameo: huéspedes. Tradición de agasajar invitados durante la festividad de Sucot.

Publicado en Yedioth Ahronoth, 8/10/2019

Traducción de Tamara Rajczyk