¡Baruj sehigianu lazman haze! (¡Bendito sea quien nos ha conducido hasta este momento!). Más de 80 años han sido necesarios para que se materialice un acto incontestable de deslegitimación oficial en el que el protagonista es el sanguinario y autoproclamado “generalísimo”. Finalmente, fueron trasladados los restos del tirano, del traidor que se levantó en armas contra la Segunda República Española y contra el gobierno democráticamente elegido, contra el Ejecutivo de la España republicana, la que fue pero que nunca volvió a ser.
No nos equivoquemos, su definitiva expulsión del espacio público no constituye una reparación, este acto no subsana nada en absoluto. Se trata de un minúsculo gesto, de la primera ocasión en la que el consejo de ministros comienza un proceso que, en su mejor versión, podría devolver la dignidad a un pueblo que se ha mantenido en silencio, en algunos casos silenciado y en otros cómodamente reservado. Un pueblo que fue testigo, víctima o partícipe del pacto de silencio hecho en una pretendida transición que no se consumó.
Hace ahora 44 años España fue testigo del traspaso de poderes del inicuo finado, hoy el exhumado, al heredero escogido por él mismo, el rey emérito. Una ficción de dignidad institucional, sumada a otros intereses estratégicos, condujeron al herederísimo a permitir caminar los pasos para transitar desde una “dictadura monárquica” hacia una “monarquía parlamentaria”. Sin embargo, durante aquellos años se enterró en las cunetas del olvido el hecho de que un maldito día del año 1939, hace ya 80 años, España dejó de ser una república democrática, y que este hecho no fue el fruto de la voluntad del pueblo sino del ejercicio de la violencia.
Por 44 años, los sucesivos gobiernos del parlamento monárquico se han mantenido neutrales, en mayor o menor medida, ante la figura del asesino de masas. Han mostrado un humillante respeto a quien fuera el represor y esclavizador de aquellos que construyeron el faraónico mausoleo en el que fue enterrado. En aquel “Valle de los caídos”, o valle de lágrimas de las víctimas, fueron enterradas a la fuerza un número significativo de personas cuyas familias han reclamado durante décadas la devolución de los cuerpos de sus seres amados pero que hasta el día de hoy no han recibido respuesta.
La exhumación del criminal despierta a los fantasmas del pasado, pone en pie a quienes fueron sus colaboradores, a sus herederos, a quienes justifican sus monstruosos actos, a los nostálgicos que se encontraban cercanos al plato y recolectaban las migajas, a quienes participaron en la usurpación del patrimonio y hasta el día de hoy no lo han restituido.
Perseguidos y asesinados sin distinción de credos
Se reavivan también hoy los recuerdos de las clases de historia cuando nuestros maestros y profesores, los amordazados y los cómplices por igual, se referían al “régimen preconstitucional”. Hoy finalmente es legítimo afirmar que el exhumado no fue un “jefe de Estado preconstitucional” sino un dictador, incluso podemos repetirlo en voz alta: DICTADOR. Vedado por décadas estuvo el uso de éste título en el espacio público, por supuesto en las escuelas y en los libros de textos, pero podíamos escucharlo de nuestros mayores en los espacios privados del hogar.
Desde hace algunos años se ha extendido un relato mítico, hay quienes afirman que el hoy exhumado “fue bueno con los judíos”, que fue magnánimo con nuestro pueblo. Afortunadamente también hoy podemos reunir las fuerzas necesarias para levantarnos y afirmar: no, no lo fue. Por mucho que les pese a algunos, incluso una víctima es un exceso y hubo cientos de miles, algunas masacradas y otras represaliadas. Entre los perseguidos y asesinados también hubo personas de nuestro pueblo y, recordemos además, el “régimen” del exhumado no respaldó las acciones de los diplomáticos españoles que concedieron la ciudadanía a personas judías en sus delegaciones europeas para salvarles del cruel nazi; por el contrario, el dictador relevó a estos cónsules y diplomáticos de sus puestos en cuanto supo de sus acciones y los condenó al ostracismo de por vida.
Sin embargo, los hechos aquí referidos no son imprescindibles para aportar legitimidad a la afirmación de que su malevolencia también fue dirigida hacia nuestro pueblo. Inclusive si todo esto no hubiese sucedido, si no hubiese dañado a ningún judío o hubiese permitido y facilitado el rescate de nuestros hermanos de las garras del nazismo, incluso entonces seguiríamos estando obligados a afirmar que no fue indulgente con nuestro pueblo.
El mero asesinato de cualquier persona, independientemente del pueblo al que pertenezca, constituye una aberrante violación de los principios y valores fundamentales de nuestra tradición, del valor de la preservación de la vida y de la concepción de destino común que sostuvieron nuestros sabios a lo largo de los siglos. El día en que afirmemos lo contrario nos transformaremos en Caín y estaremos obligados a responder a una incómoda pregunta y a portar sobre nuestras frentes el ot kalon, el indicador de nuestra maldición por convertirnos en los herederos del fratricida.
Por fortuna comenzamos a ver la luz, no todo quedó tan “atado y bien atado” como el exhumado afirmaba, pero quedan muchos más pasos por dar. Otros sicarios de la dictadura han de ser señalados y condenados públicamente, se han de retornar a las familias los cuerpos robados para que les concedan el descanso que determinen adecuado, hay que sacar a los colaboradores y a los beneficiarios del armario, éstos han de devolver el patrimonio ilegítimamente adquirido, los collares, las fortunas, los terrenos y las mansiones.
Ni todas estas medidas ni la exhumación del perverso dictador resucitarán a sus víctimas, entre las que se encuentra también el anónimo Jazquiel ben Baruj. Sin embargo, cada avance será una oportunidad para honrar la memoria de aquellos a quienes les fueron arrebatados sus años y para bendecir sus memorias. Que sea bendita y recordada la memoria de las víctimas por siempre.