A 11 años de la caída de Lehman Brothers

La población ya no aguantará otra crisis internacional

Finalizada la crisis de 2008, el establishment intentó infructuosamente regresar al estado de situación previo al de la quiebra de Lehman Brothers. Pero el mundo les mostró a las elites económicas y a los gobiernos que el modelo al cual querían volver ya había muerto. El descontento social actual a nivel internacional no es sólo resultado de la crisis financiera y económica, sino una reacción contra la hegemonía de unas élites que han roto el contrato social que sostuvo la economía de mercado de la posguerra.
Por Federico Glustein

Felipe González, el expresidente socialista de España, sostuvo en una entrevista al diario El País el 7 de septiembre del corriente año que: “El gran desafío es saber si el modelo económico financiero que se ha instalado en todo el globo es sostenible —y no le meto carga ideológica alguna—. Yo creo que no. (…) hay una realidad, y es que la sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar. Las sociedades no soportarán una nueva crisis. Ese es el primer elemento de análisis: el modelo no es sostenible desde el punto de vista socioeconómico”.
A partir de este extracto, me propongo a hacer un análisis de la experiencia posterior a la crisis del 2008 y cuáles fueron las consecuencias para la población, a más de diez años de este hecho. El capitalismo en su escala global posee una concepción schumpeteriana de la destrucción creativa. Joseph Schumpeter, en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942), en la economía de mercado se da un proceso innovador donde los nuevos productos destruyen viejos y así nuevas empresas van destruyendo a las viejas y a los antiguos modelos de negocios. A partir de ello, se genera el crecimiento económico.
En el capitalismo financiero del siglo XXI, esta destrucción creativa ocurrida en aquella crisis tuvo una particularidad: quiebran los individuos, quiebran las empresas, quiebran hasta los países, pero eso no sucede con dos grandes actores: los bancos y el sector financiero. En aquel entonces, la FED dejó caer a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión norteamericano, y en ese momento, poco tenía de innovador el proceso: a su par, los individuos comenzaron a perder sus casas y empresas productivas comenzaron a despedir masivamente personal. Comenzó el pánico. La diferencia de esa crisis con las otras fue que los ejecutivos se iban a sus hogares con cuantiosas indemnizaciones mientras que las clases populares se abocaban a la miseria. No existía en el mundo gente más arrogante que los ejecutivos de bancas financieras y en aquel fatídico 15 de septiembre de 2008, se los veía como a cualquier trabajador despedido de una empresa, fábrica, etc., formando parte del ejército de reserva de jóvenes ejecutivos listos para reingresar al mercado laboral, pero lejos de los jugosos salarios que ofrecía su burbuja financiera anterior.

La particularidad de la crisis de 2008 es que los Estados habían salido al rescate del sistema financiero en lugar de defender los puestos de trabajo, los hogares o el consumo de aquellos que habían depositado a los gobernantes al frente de los gobiernos. En Estados Unidos ocurrió algo inesperado: se nacionalizaron las empresas AIG (seguros) y Wachovia, la Washington Mutual pasó a manos del Estado norteamericano por poco dinero; las bancas de inversión como Goldman Sachs o Morgan Stanley, las cuales califican las deudas de los países, entre otras de sus actividades, pasaron a ser reguladas por la FED para obtener garantías públicas, ante la posibilidad de una caída. Alemania no se quedó atrás. Desde agosto de 2007 hasta la caída de Lehman Brothers, la intervención del Estado se destinaba en particular a los bancos IKB, West LB, Bayern LB y Sachsen LB, que recibieron aportes de capital, líneas de crédito y garantías sobre las pérdidas aseguradas con activos. Posteriormente, con el rescate de «Hypo Real Estate» a finales de septiembre de 2008 se estableció un plan de apoyo más amplio. De hecho, en octubre de 2008 el gobierno Federal se comprometió a garantizar todas las cuentas bancarias privadas y anunció la creación de un fondo para estabilizar los mercados financieros que ascendió a 48.000 millones de euros. Este fondo, denominado SoFFin, garantizó una financiación bancaria de 40.000 millones de euros y el uso de 70.000 millones para la recapitalización y compra de bienes.
La decisión germana ha jugado, por tanto, un papel decisivo. Si el gobierno alemán hubiera respaldado la responsabilidad mutua de todos los gobiernos de la eurozona, la existencia de un “eurobono” y un importante papel del Banco Central Europeo en el mercado de títulos como prestamista de última instancia, la crisis habría finalizado inmediatamente en mayo de 2009. La aversión alemana a salvar a Grecia y a otros países europeos altamente endeudados (Irlanda, Italia, Portugal y España) aumentó el pavor de los mercados financieros y también el costo de las medidas de rescate, que posteriormente sufriera el gobierno griego de Papandreu y más tarde, Alexis Tsipras. La insistencia de Alemania junto con el BCE, el Banco Mundial y el FMI en aplicar políticas de ajuste en los «PIGS» (Portugal, Italia, Grecia y España) exacerbó la crisis. La recesión resultante disminuyó su capacidad para cumplir con las obligaciones contraídas e incrementó la crucial proporción deuda/PIB. Tanto Alemania como Estados Unidos resultaron ser los “garantes” del sistema financiero a costa de un incremento en la pobreza, el desempleo, la marginalidad, la desigualdad social, los desalojos, entre otras.

Las elites financieras y económicas junto a los gobiernos quisieron volver al mundo tal cual era previamente a 2008. Sin embargo, luego de diez años, el mundo les mostró que el modelo al cual querían volver ya había muerto. El descontento social actual no es sólo resultado de la crisis financiera y económica, sino una reacción contra la hegemonía de unas élites que han roto el contrato social que sostuvo la economía social de mercado y el Estado social de la posguerra. Ese descontento ha traído, como ocurrió en los años ‘20 y ’30 del siglo pasado, una ola global de populismo político nacionalista, tanto de derecha como de izquierda. La raíz profunda de este descontento con el modelo económico que emergió en los años ‘70 es el hecho de que la prosperidad económica ha aumentado de forma espectacular pero el bienestar de la mayoría no.
Los jóvenes que hoy día tienen entre 18 y 30 años eran pequeños o no estaban inmersos en el mundo del trabajo. Pero en la actualidad no consiguen empleos y, si lo hacen, en la mayoría de los casos son de baja calidad y salarios, dado que el 34% de la totalidad de los trabajos en la actualidad pertenecen al sector informal. La recuperación económica de los diez años posteriores a aquel fatídico 2008 logró un crecimiento del PBI que no se ha distribuido más que en los sectores más ricos, la concentración industrial y de los servicios se ha intensificado. Y cuando se monopoliza el mercado, los que pierden son los consumidores, porque los precios que se fijan son superiores, pero, a su vez, las empresas que competían con las grandes transnacionales concluyeron absorbidas o finiquitadas. El beneficio social de la existencia de Pymes es contrapuesto con el beneficio económico que trae aparejada la concentración de los mercados.
Hay que poner atención también en el comportamiento de los altos directivos de las corporaciones. No han aprovechado los beneficios extraordinarios que trae consigo la concentración para aumentar la inversión y los salarios. Paradójicamente, se han valido para recomprar acciones de sus empresas. El resultado fue, por un lado, remitir grandes cantidades de dinero a los accionistas y, por otro, aumentar la cotización de las acciones. Y como una enorme cantidad de recursos y ganancias de los directivos proviene de opciones sobre las acciones de sus compañías, esta política de recompra de acciones los ha hecho también a ellos muy ricos y ha orientado su gestión al corto plazo. Por ende, la plaza de trabajadores en las grandes compañías no solo no ha incrementado sino que se ha reducido, y la incorporación de bienes de capital ha sido la más baja de los últimos 60 años.

Liderazgos antisistema
La reacción de la población ha sido clara a nivel electoral: los partidos liberales tradicionales (liberales demócratas, conservadores, socialdemócratas y demócratas cristianos) no han resuelto los problemas sociales derivados de la crisis y, en reiteradas ocasiones, se intensificaron. La aparición de los Salvini, Bolsonaro, Trump, Kurz, pero también de los Tsipras, López Obrador, Corbyn o Iglesias es una clara respuesta de las poblaciones al cataclismo generado por la crisis global y las políticas de austeridad de estos gobiernos liberales. Tampoco es casual la aparición de “outsiders” de la política presidiendo países como Ucrania, El Salvador o Italia, sin una ideología aparente y formando coaliciones a veces con izquierdas y a veces con derechas.
Asimismo, con la aparición de gobiernos de derecha antiinmigrantes, nacionalistas y en su mayoría alineados a sectores religiosos duros, devino una reforma tributaria regresiva, a punto tal que llevó a duplicar el déficit fiscal de las grandes naciones capitalistas. También, flexibilización laboral. Para estos, el factor cultural es más importante que las cuestiones económicas. Es decir, las victorias de Trump en 2016 o del Brexit —la salida de Reino Unido de la Unión Europea, decidida en un referéndum el mismo año— se podrían explicar más por el miedo identitario —el miedo al inmigrante, el miedo de la mayoría a dejar de serlo, a la decadencia de la propia cultura— que por la crisis económica.
En la campaña electoral, Trump supo vincular los agravios de millones de votantes blancos de clase trabajadora por la deslocalización industrial, con el fantasma de llegada de millones de inmigrantes que amenazaban la identidad estadounidense. La nostalgia de un pasado idealizado y puro es el refugio ante un presente de desigualdades crecientes y estancamiento del poder adquisitivo. Hay una mezcla de factores económicos y sociales–culturales. A pesar de que las derechas europeas han estado (y están) en contra del Estado de Bienestar Europeo –y por eso es más chico que en la década del ‘60-, parte de las campañas políticas tratan sobre la amenaza a la reducción de beneficios sociales, económicos y culturales por la llegada de migrantes extranjeros. A su vez, el viraje anticapitalista contra las instituciones responsables de la crisis internacional llevó a las poblaciones a elegir a representantes vinculados a poderes locales empresarios e incluso transnacionales. El mundo postcrisis es menos occidentalista y más nacionalista, con la aparición de grandes actores como China o Rusia.
En este sentido, entiende Felipe González que hay un problema de falta de normas. Y tiene razón, pero poco han hecho los Estados para evitar que los poderes concentrados transnacionales hagan cumplir las normas, sino que les han dejado en bandeja la posibilidad de que rompan las normas. La movilidad ascendente y descendente está aplastada por la política, las empresas y los sindicatos, por todos los actores. Sí, la política responde a las empresas, pero los sindicatos responden ya no a los trabajadores como población objetivo, sino a los propios intereses sindicales como una empresa más. Las centrales obreras de Europa respondían a partidos políticos en lugar de ser representantes de un colectivo de obreros, y pagaron culpas en parte de la crisis del 2008.
Hoy en día se discuten otros temas, y por eso la sociedad no puede tolerar otras crisis. ¿Por dónde empezar a hablar de la situación de la economía actual? ¿Por los nuevos tipos de trabajo? ¿Empezamos por las plataformas virtuales que generan empleo precario? Quizá del hecho de que ya no se habla de jornadas laborales semanales o mensuales, sino que se discute del salario por hora. ¿Cuáles son los derechos laborales en ese espacio? Los Estados tienen que regular esas nuevas formas de relaciones laborales, de la ocupación en el sentido más amplio, para evitar el abuso. Pero se tenía que haber empezado ya a afrontar el tema de aquellos que están obligados a sobrevivir como autónomos. De los cuentapropistas que antes de las plataformas como Uber o Glovo ya eran precarizados con contratos basura, bajos salarios y derechos. Los repartidores de pizza eran precarizados antes de la aparición de las apps y nadie daba cuenta de ello. Eran “parte del sistema” y el Estado y los sindicatos los toleraban.
Hoy, si se llega a dar una crisis en 2020 como muchos señalan, dejaría fuera del sector trabajo a trabajadores del sector formal para pasar a la economía de las plataformas o peor aún, a no poder conseguir otro trabajo. La paradoja del mercado permanente de consumo no quiere dejar a los individuos fuera de la posibilidad de estar consumiendo capitalismo las 24 horas del día. Pero para eso no hacen falta derechos laborales o sociales, sino ingresos magros. Las empresas ya no innovan, sino que pueden contratar free lance a genios de cualquier parte del mundo con bajos salarios sin la necesidad de algún tipo de cadena que los ate. Y despedirlos cuando quieran, cuando venga una nueva crisis, pequeña o grande, ya no importa.
Para terminar, es bueno hacer un paralelismo entre las ideas de Schumpeter y Felipe González. Para el español, “la sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar. Las sociedades no soportarán una nueva crisis”, mientras que basándonos en las ideas del austro-norteamericano a partir de ello se va a generar un nuevo modelo capitalista. Ambos coinciden en la necesidad de un Estado fuerte y solidario, que ponga adelante el interés social para evitar que el capitalismo se lleve puesta a la sociedad. Los ciclos económicos son cada vez más chicos, en eso hay acuerdo, pero la resolución de estos tienen que ser favorables para la sociedad. El capitalismo individual y emprendedor está siendo impuesto en el nuevo modelo para socavar la organización social, laboral y cultural, solo para que las grandes transnacionales sigan haciendo sus ganancias extraordinarias a costa de Estados cada vez más dóciles y personas domesticadas con populismos que venden falsas antinomias. Se trata de libertades, y de quien las pierde y quien las gana.