Experimento un permanente malestar al leer las páginas de la Hasbará, aquello que se traduce literalmente por esclarecimiento y que tiene como misión esencial responder, a través de información veraz, a los prejuicios que se han desarrollado en el mundo moderno, especialmente en Occidente, hacia el estado de Israel y el pueblo judío. Mi inconformidad con respecto a este tipo de fuentes no corresponde con mi lealtad o deslealtad a una causa que, en principio, pareciera tener justicia. El problema fundamental es que estas fuentes se han dejado arrastrar por las corrientes nacionalistas dominantes en Israel, que forman parte del consenso, y que los obliga a asumir posiciones que poseen elementos xenófobos, y que elevan la identidad nacional como valor supremo.
En una de sus charlas hace más de 40 años, el distinguido filósofo y profesor de la universidad hebrea de Jerusalén, Yeshayahu Leibowitz, externaba su preocupación por aquellas posturas que erigían al nacionalismo como valor fundamental: “No entiendo… definitivamente no entiendo, por qué la guerra está permitida, solamente entre diferentes pueblos y no entre seres humanos que pertenecen al mismo pueblo. Si existe la misma contradicción abismal entre los valores por los que uno está dispuesto a sacrificar su vida, uno está obligado, por tanto, a confrontarse con aquel que desprecia y niega esos precisos valores y trata de mermarlos. Y, ¿qué importancia tiene si ese “otro” pertenece a mi pueblo o a otro pueblo? Eso debería de ser así, a menos que se sostenga que el ‘pueblo’ es en sí el valor fundamental y está por encima cualquier otro. Esa es la esencia de la concepción fascista”.
Efectivamente, uno de los problemas básicos de las páginas de la Hasbará es, sin duda, que el pueblo judío se ha convertido en valor fundamental por encima de cualquier otro, pero más allá, también su representación política es intachable (cuando menos públicamente, hacia el exterior) y los defectos de la democracia israelí deben ser escondidos o atenuados. En una de las páginas dominantes de la Hasbará en español, Hatzad Hasheni, se publicó recientemente un artículo denominado “Sí, yo soy del partido del pueblo judío”. El autor, Gabriel Ben Tasgal, pone en evidencia esta postura de manera clara: “Intuía mi pertenencia al PPJ desde hacía tiempo, pero recién ahora he logrado verbalizarla. El PPJ es una agrupación de afiliación no corpórea en donde sus individuos priorizan el bienestar del pueblo judío frente a otras identidades. El acólito del PPJ no siempre coincide con los votantes del Partido del Universo (PU). En la mayoría de los casos, lo que es bueno para el pueblo judío también beneficia a la humanidad toda. Pero no siempre es así. Cuando los Aliados abandonaron a los judíos sin atacar Auschwitz (ya que no se trataba de una prioridad estratégica para derrotar a Hitler) el universalista podría llegar a “comprender” más no así los votantes del PPJ. Los del PPJ sabemos que siempre hemos sido los judíos los que hemos pagado el precio de la maldad humana. Es hora que dicho pueblo reciba el apoyo que se merece o un apoyo más contundente y priorizado que en el pasado”.
Este tipo de percepciones parecen derivarse de aquella visión que Leibowitz señalaba, en la que el pueblo queda colocado como valor supremo. La idea metafórica de Partido del Pueblo Judío intenta convencernos de que el objetivo por el que se debe luchar es, ante todo, el interés político del pueblo judío. ¿Y acaso no hay proyectos sustentados en el interés del pueblo judío que se contraponen uno con el otro? ¿Es el interés del pueblo judío crear un estado de Halajá, donde se desprecien los derechos de las mujeres, los homosexuales y las minorías étnicas? ¿O es el interés del pueblo judío generar un Estado democrático, liberal y plural? Tal visión minimiza y marginaliza, sin duda, cuestiones y valores que no ocupan un lugar central en la agenda destinada a enarbolar el orgullo nacional. Más aún, el hecho de que los judíos siempre hemos sido los que pagamos “el precio de la maldad humana”, nos colocaría, según esta concepción, en una supuesta situación privilegiada a partir de la cual, sin importar la posición de fuerza que tengamos en cualquier contexto histórico, podremos justificar nuestro autoritarismo siendo que heredamos un pasado de sufrimiento y persecuciones.
Alertas de la memoria
Este tipo de apropiación del sufrimiento del pasado, como herramienta política, ha sido perfectamente analizada por Alain Finkielkrau su libro El judío imaginario: «Los partidarios de la memoria judía dicen: los muertos informan a los vivos, los ponen en guardia y les abren los ojos; los enemigos de la memoria judía dicen: esos muertos no sirven para nada, estorban, debilitan nuestra visión, ocultan los problemas actuales… Unos y otros sólo conciben unos muertos útiles. Yo mismo he pasado toda mi larga adolescencia utilizando a los muertos. Anexionándomelos sin ningún pudor. Apropiándome vorazmente de su destino. Pavoneándome de su agonía. Ahora sé que la memoria no consiste en subordinar el pasado a las exigencias del presente ni adornar la modernidad con unos colores que la dramatizan. Si el futuro debe ser la medida y la referencia de todas las cosas, la memoria es injustificable, pues quien se dedica a reunir los materiales del recuerdo se pone al servicio de los muertos y no al revés».
Es a partir de esta lectura que, personalmente, he hecho un esfuerzo permanente por no subordinar el pasado al presente y no apropiarme del sufrimiento de otros con el fin de confirmar mi identidad. Sin embargo, confío en que parte de mi herencia judía debe incluir la empatía por el sufrimiento de las minorías y las acciones necesarias para evitarlo. Mi preocupación personal por los solicitantes de asilo en Israel, cuya situación es apremiante por la falta de reconocimiento de las autoridades políticas en Israel, me ha empujado permanentemente a poner en evidencia que el asunto no es ni siquiera mencionado en las páginas dominantes de la Hasbará en español. Le hice una alusión a Gabriel Ben Tasgal a ese respecto en las redes sociales –a partir de la publicación en Nueva Sión de un artículo de Mario Shejtman sobre las elecciones en Israel– al sostener que “una de mis maneras de apreciar a una democracia es a través del trato que da a las minorías más desprotegidas. Es uno de los termómetros más indicados para hacerlo,” le escribí. El hecho de que el tema parezca subsidiario, marginal, le expliqué-, habla precisamente de cómo se acentúa esa visión «democrática» de la mayoría étnica todopoderosa. “La comunidad de refugiados eritreos y sudaneses tiene casi la dimensión de la comunidad judía de México. ¿Qué diríamos de un gobierno si con esa negligencia y desprecio hubiesen sido tratados nuestros ancestros? ¿Qué le enseñaríamos a nuestros hijos si un ministro mexicano hubiera llamado a los judíos que encontraron refugio en México ‘un cáncer en el cuerpo de la nación’, como hizo la actual ministra de cultura de Israel, Miri Regev?”.
Ben Tasgal me respondió a esta pregunta argumentando que los judíos de México son ciudadanos mexicanos y han construido dignamente ese país, “por lo que extranjerizarlos cómo lo haces tú en tu ejemplo, sigue confirmando que acerté antes en calificar de chorradas a tu endeble maniqueísmo”.
La cita anterior, proveniente de uno de los virtuosos de la Hasbará, pone en claro que hay minorías y minorías. Los judíos mexicanos son ciertamente mexicanos, no son extranjeros, precisamente porque el Estado mexicano los recibió y los reconoció, después de que encontraron refugio en el país. Está claro que los judíos lo merecen. Pero, ¿por qué el Estado de los judíos tiene que brindar los mismos derechos y prerrogativas a otros refugiados que no son judíos? Los refugiados africanos en Israel, a diferencia de los refugiados judíos en México, sí son extranjeros –explica Ben Tasgal- y no hay motivo, según la Hasbará, para exponer el tema públicamente. Puesto de otra manera, no forman parte del Partido del Pueblo Judío.
De ahí que considero que es preciso estar alerta, en resumidas cuentas, frente a las tácticas y los propósitos de la Hasbará. Tomar en consideración la necesidad de reivindicar los derechos del pueblo judío, sin omitir las contradicciones que hay al interior del mismo pueblo, sin dejarnos arrastrar fácilmente hacia un discurso consensual, constituido de elementos nacionalistas y con tintes xenófobos. La discusión no es si uno está a favor o en contra del Estado de Israel sino qué clase de Israel queremos.