A simple vista, el 9 de abril el «Campamento nacional» mantuvo su liderazgo en la Knesset, perdiendo solo un escaño. El nuevo balance de fuerzas resultó en 65 miembros de la Knesset del «Campamento nacional» frente a 55 del «Campamento por la paz» (en lugar de 66-54 de la 20.a Knesset). No solo eso, sino que a pesar de la precaria situación legal en la que se encuentra, Netanyahu logró una impresionante victoria personal, al llevar al Likud a una aparente inmejorable situación con una amplia ventaja cuantitativa respecto al resto de sus aliados naturales. Es más, los cinco partidos que acompañan al Likud llegan juntos a 30 representantes, claramente por debajo de los 35 logrados por el Likud solo. Todos los partidos que formaron la estable coalición de la Knesset anterior anunciaron un doble compromiso: quieren seguir en el gobierno en los mismos puestos que tenían y no están dispuestos a sumarse a ninguna coalición alternativa.
Con estos datos de partida, en teoría Netanyahu podría haber anunciado su nuevo gobierno el 10 de abril por la mañana. Sin embargo, y de manera totalmente inesperada, fracasó rotundamente.
En una mezcla de arrogancia y de absolutismo monárquico que identifica las necesidades personales con las del Estado, Netanyahu dirigió las negociaciones coalicionarias con dos premisas, una táctica y otra fundamental de carácter inapelable. La premisa táctica es simple, reducir de manera evidente las responsabilidades de cada socio coalicionario para que la división de fuerzas en el nuevo gobierno sea más acorde a su representación parlamentaria. Esto se intentó principalmente a traves de reducir la calidad de los ministerios a repartir, de vaciarlos de unidades importantes y de dejar en claro que la última palabra en todas las decisiones importantes, en todas las áreas de gobierno, sería de Netanyahu y no de los ministros. La premisa fundamental era clara: implementar todo cambio necesario al sistema judicial israelí a fin de impedir la continuación de las causas criminales en las cuales Netanyahu se ve implicado y probablemente acusado.
Todos entendieron ambas premisas y la jerarquía que las diferenciaba. Por eso, el esfuerzo principal se centró en la segunda. El único escollo parecía ser Kulanu, el partido del Ministro de Economía Moshe Kajlon, quien durante la Knesset anterior protegió sistemáticamente la autonomía del Poder Judicial. Sin embargo, la derrota electoral de su partido (bajó de 10 escaños a 4) lo dejó debilitado en su capacidad negociadora y resentido frente al electorado que lo desertó. La solución a este obstáculo llegó en la forma de un acuerdo de unificación entre el Likud y Kulanu. Bibi le otorgó generosos logros en la forma de puestos dentro del futuro gobierno y de representación dentro de los órganos partidarios. A cambio, Kajlon se comprometió a una obediente disciplina parlamentaria, asegurando así sus cuatro votos a favor de toda enmienda legal deseada por Netanyahu.
Punto ciego
La sorpresa llegó en el nivel táctico. La actitud cínica con la que Netanyahu encara la realidad y la agresividad con la que maneja sus relaciones le generaron un punto ciego respecto a la conducta de Avigdor Liberman. El desprecio mutuo a nivel personal generó que Netanyahu subestime las demandas de Liberman de entrar al nuevo gobierno con al menos un logro tangible en su haber. El menosprecio que guió a los negociadores del Likud solo reforzó la profunda desconfianza de Liberman hacia el Primer Ministro. Las fricciones entre ellos vienen de años atrás y en muchas oportunidades llegaron a agravios públicos explícitos.
El resultado fue que la negociación coalicionaria se atrancó respecto a la enmienda de la Ley de Enrolamiento acerca de las cantidades de jóvenes ultra-ortodoxos que deberán incorporarse al Ejército y las sanciones a aplicar en caso de no llegar a dichos números. Siendo que quedaba claro que aunque regrese al ministerio de Defensa no tendría la autoridad de definir la estrategia a seguir frente a Hamas en la Franja de Gaza, Liberman precisaba mostrar a su propia base que no se había convertido en un títere de Netanyahu. Eso convirtió al tema de las relaciones Estado-laicos-religiosos en el único sobre el cual Liberman podría tener influencia alguna. Una victoria en este tema, en especial teniendo en cuenta que el sub-bloque religioso creció en la nueva Knesset y sus representante se sienten prácticamente intocables, hubiera permitido a Liberman aceptar «tragarse varios sapos» en el resto de los temas candentes. Sin embargo, ninguna de las propuestas conciliadoras sugeridas por Netanyahu u otros mediadores ultra-ortodoxos logró generar la confianza mínima que serían implementadas y por ende Liberman se atrincheró en su posición intransigente.
Netanyahu, en lugar de ceder ante Liberman o de regresar el mandato recibido por el presidente Rivlin de acuerdo a lo estipulado por la ley, se decidió por una política de tierra quemada. Si él no logra ser Primer Ministro, nadie lo será. Faltando minutos para la caducación de su plazo, lideró la disolución de la recientemente establecida 21.a Knesset.
Un nuevo mapa político
Los resultados de las elecciones de septiembre serán definidos principalmente por un solo interrogante: ¿Se ha resquebrajado finalmente la magia de Netanyahu? ¿ha llegado el fin a su capacidad de manipulación política, hasta ahora incomparada?
Tal como lo vimos en los preparativos a las elecciones de abril, en Israel está surgiendo un nuevo mapa político. El nuevo mapa ya no puede clasificarse simplemente entre el «Campamento nacional», que unía a los partidos de derecha nacionalista con los religiosos particularistas por un lado, y por el otro el «Campamento por la paz» que unía a los partidos liberales, socialdemócratas y humanistas junto a los partidos árabes. El bloque parlamentario Azul y Blanco, encabezado por Benny Gantz, que obtuvo la misma cantidad de escaños que el Likud, se convirtió en una posible alternativa gubernamental, que mantendría el sistema legal, la hegemonía tradicional y los valores comunes de la absoluta mayoría de la población judía en Israel. Este bloque no es un clásico miembro del «Campamento de la paz» y definitivamente no es de izquierda, sino que fue formado por tres partidos, dos de los cuales son mayoritariamente compuestos por gente de derecha que temen por la irrevocable erosión de la democracia liberal en caso que Netanyahu continúe en el poder. Las (patéticas) acusaciones contra Liberman, endilgándole haberse sumado a la «izquierda» muestran que en el Likud entienden que más y más miembros de su «campamento» se alejan.
Queda por verse si estos cambios a nivel de líderes se traducen en la votación del electorado. De mantener Liberman y Azul y Blanco sus bases de votantes, es posible que en septiembre estos movimientos tectónicos generen un cambio significativo en la composición de la nueva Knesset y el nuevo gobierno.
Lo que está en juego no es la Ley de Enrolamiento de ultrareligiosos, ni siquiera el futuro del proceso de paz. La puja es entre el sistema democrático liberal tradicional (con todos sus defectos) y un nuevo sistema que promueve visiones nacionalistas particularistas, que impone relaciones jerárquicas y verticales entre los distintos grupos que componen la sociedad y que, de última, supeditará toda norma moral y legal al bienestar personal del líder único que se sitúa en la cima de la pirámide política.
* Director de la ONG Etgar y miembro de J-AmLat