Dios y el Diablo en el taller
La aparición del Diablo en el Antiguo Testamento es, más bien, tardía. Satanás, servidor de Dios, lo persuade de probar al fiel Job. Su argumento (no exento de cierta psicología intuitiva) es el siguiente: Job no te ama gratis, quítale sus bienes y dejará de dirigirte alabanzas y ofrendas. De este modo, Job lo pierde todo menos la vida. Así comienza la historia de Job y una de las reflexiones más inquietantes en lo tocante a la responsabilidad divina en el sufrimiento del justo.
Si comenzamos este recorrido hablando de Job, es a los efectos de instalar una diferencia respecto de cómo aparece Satanás en el Nuevo Testamento. En él, la aparición del Diablo, lejos de ser tardía y subordinada al poder omnímodo de Dios, reviste carácter fundacional (recordemos que se enfrenta a Jesús en el desierto tentándolo con los reinos de este mundo). A diferencia del texto judío, no se menciona en los evangelios que Dios lo haya enviado. Así, el Diablo adquiere autonomía, y el enfrentamiento tiene el carácter dualista que atravesará tan fuertemente la narrativa cristiana.
Ahora bien, si desde una perspectiva histórica partimos de la base de que el Nuevo Testamento debió incorporar forzosamente elementos de la teodicea judía, podemos suponer que el dualismo, la lucha de los espíritus buenos contra los malos, el diablo, los ángeles, el “misterio” y demás elementos de la mística cristiana estaban más que presentes en la cosmogonía judía. Y si esto era realmente así, ¿cómo se manifestaban y en qué consistían?
A la derecha Michael y a la izquierda Gabriel
Los sabios del Talmud solían condenar denodadamente la hechicería. En sus páginas se advierte que de diez medidas de magia que hay en el mundo, Egipto posee nueve. La larga estancia de los hebreos a orillas del Nilo los acreditaba como magos cuyos servicios eran altamente requeridos. Nos encontramos aproximadamente en los inicios de la Era Común, aquella que el historiador Salo Barón consideró como “la más sincrética de la historia”, en la que restos de la tradición hermética egipcia convivían con el Zoroastrismo persa y los babilonios introducían la astrología, sin olvidar la visión del Carruaje de Ezequiel, la cual daría lugar a una tradición esotérica propia del judaísmo (los místicos de la “Mercabá”).
Un Dios incognoscible, sin cuerpo ni atributos corporales, está muy alejado de la masa de fieles y necesita intermediarios. Es por eso que el monoteísmo nunca fue una barrera muy eficaz contra ciertos “seres intermedios”, divinidades menores que poblaban el universo cotidiano del judío de la antigüedad.
Algunos de ellos eran Uriel, Rafael, Michael, Sarquel, Gabriel, Sarafiel, Iahoel y Remiel. Sin olvidar a Metatrón el escriba de Dios, el que estaba “más allá” de su trono y que revestía funciones de demiurgo. Entre sus labores se encontraba anotar las virtudes de los hombres en el libro de la vida y mantener a raya al Leviatán.
Demostración cabal de que los ángeles eran una presencia absolutamente integrada a la vida cotidiana es la fórmula árabe para el saludo, “salam aleikum”, la cual se enuncia siempre en plural porque se refiere al saludado y a los dos ángeles que constantemente lo acompañan. (¿Tendrá idéntico carácter nuestro “shalom aleijem”?).
Una bella canción en ladino, perteneciente al romancero judeo-español, dice en su estribillo: “A la derecha Michael y a la issiedra Gabriel y sobre la cabeça shejinat el Dió cada día y cada noche…”. La “shejiná” era el espíritu divino, una suerte de emanación. En la diáspora, luego del exilio y de la destrucción del templo, Dios ya no se le manifestaba al hombre en forma directa, pero la shejiná acompañaba a los hijos de Israel.
Vale la pena realzar el exquisito detalle del vocablo “Dió” en lugar de Dios: al tener en el castellano la terminación “s” carácter de plural, los judíos sefaradíes, ferozmente monoteístas, decidieron eliminarla al referirse a la divinidad.
Como dato curioso es de destacar que el ritual mortuorio de llamar al difunto con el nombre de su madre hunde también sus raíces en la angelología: nadie quiere, frente a espíritus seguramente bien informados, designar en forma equivocada a una persona cuyo padre natural quizá no sea aquel al cual se tenía por progenitor.