Contrario a lo que pensaron muchos al declinar el siglo XIX, los primeros decenios del siglo XX revelaron al ser humano en su costado más siniestro. Mientras se hablaba del carácter liberador y equitativo de la república, gobiernos surgidos de elecciones generales democráticas hacían trizas la ilusión de alcanzar el bienestar que permitiría el avance tecno-científico. Fue entonces que confrontaciones bélicas de magnitudes nunca vistas enterraban sueños en los yermos campos de batalla.
Los signos más extremos de estos aconteceres surgieron durante el Tercer Reich. Concluido el interludio democrático de la República de Weimar, la crisis civilizatoria se materializó y extendió a la Europa ocupada. Prendió sobre la base de tradiciones culturales fuertemente arraigadas, que incluían la variable antisemita. El trans-histórico mito movilizador fue central para la propaganda de la Alemania nazi-fascista, construida a partir de los once puntos concebidos por Goebbels con el propósito de manipular la subjetividad de tal manera que permita uniformizar el “sentido común” y crezca la insensibilidad. Como señala Jean Pierre Faye, en este proceso fue central la sustitución de “La palabra negativa ´antisemitisch´ [característica de los partidos antisemitas de la década de 1880] por el “… vocablo positivo ´völkisch´, esencial en el lenguaje del nacionalsocialismo.”
El horror descerrajado por los regímenes fascistas y la envergadura alcanzada por el “espíritu del sufrimiento” quedaron magistralmente simbolizados en el bombardeo aéreo a Guernica, la pequeña localidad del País Vasco (1937) que inspiró a Pablo Picasso, anticipando lo que sobrevendría en la siguiente década.
Las raíces y su desarrollo
Desde que Constantino publicó el Edicto de Milán reconociendo al cristianismo como religión oficial en 313 E.C., a caballo de la denuncia de “deicidio” se gestó, profundizó y expandió el fenómeno que mil quinientos años más tarde, en 1873, Wilhelm Marr nombraría antisemitismo. El mito movilizador más persistente y travestido de la Historia de Occidente.
En los períodos de persecución y devastación como ocurrió en el reino de Navarra con la llegada de la cruzada de los pastorcillos en 1321, o durante el asalto a las juderías de Barcelona y otras localidades de Cataluña y de la península ibérica -autorizadas por la autoridad-, los judíos eran percibidos y tratados como extranjeros. Un claro ejemplo tuvo lugar durante la epidemia de peste negra en 1384. So pretexto de evitar el contagio, aun cuando nativos del lugar en que habitaban fueron sometidos al ostracismo a semejanza de los extranjeros. No obstante, accedieron a destacadas posiciones políticas y económicas, incluyendo al mundo financiero.
Los éxitos servían para alimentar el mito de la supuesta “conspiración judía” cuya génesis pareciera encontrarse en la Carta de los judíos de Constantinopla, una falsificación del arzobispo de Toledo, J.M. Silíceo, presentada como “prueba” para que el cabildo de la Catedral de Toledo aprobara el Estatuto de limpieza de sangre. Fue divulgada como una carta de «Los Príncipes de la Sinagoga de Constantinopla» dirigida a los rabinos de Zaragoza preguntándoles su opinión sobre la actitud que deberían tomar ante el decreto de expulsión de los judíos de España en 1492.
Cien años después, en La Isla de los Monopantos, Francisco de Quevedo aportaba la «estructura narrativa» del mito de la conspiración judía. Ya en el umbral del siglo XX, entre 1894 y 1906, el caso Dreyfus en Paris contribuía a la elaboración definitiva del panfleto antijudío más famoso: Los protocolos de los sabios de Sión, publicado en San Petersburgo en 1905. Le siguen la Conspiración Judeo-Masónico-Comunista-Internacional y tantas otras elaboraciones del estilo que dan cuenta que el sujeto judío era una alteridad “tolerada”, no permitida.
Hacia fines del siglo XIX, las mentalidades habían evolucionado acompañando los avances. Fue entonces que el antisemitismo se vistió de científico. Definidos los judíos como una misteriosa “raza” de origen oriental, la persecución se justificaba por la “imposibilidad” de asimilarlos al orden nacional. Esto ocurrió especialmente en los países de población aria. Auto-percibiéndose de raza superiores proponían la segregación que evitara el mestizaje para evitar la “degeneración”. Ello “justificó” la legalización de la violencia extendida.
La concepción de segregar a grupos de dhimmis es antiquísima. En 717 E.C. el califa Omar II obligó a los judíos al uso de insignias amarillas y a los cristianos les impuso estrellas azules. En esta tradición se instala la estrella pintada de amarillo que los nazis impusieron a los judíos en Alemania y en Francia en siglos posteriores.
La dimensión política del antisemitismo
Luego de la derrota y descubierta la inmensidad del genocidio judío en Europa, al interior de las recién creadas Naciones Unidas (UN) surgió un movimiento a favor de la creación de un Estado Judío. Por la Resolución de NU 181(II) del 29 de noviembre de 1947 se recomienda un plan para resolver el conflicto entre judíos y árabes en la región de Palestina mediante la creación de dos Estados. Sin entrar a discutir la legitimidad y los derechos de las partes, uno de los emergentes a partir de la creación del Estado de Israel es que el antisemitismo incorpora a su significado histórico la dimensión política.
Desgastada la acusación de deicidio y desacreditado el concepto de raza, en el contexto de la actual globalización y de la consiguiente proliferación de nuevas diásporas, la percepción del judío como extraño extranjero perdió peso. No obstante, el prejuicio y la violencia anti judía persistieron incluyendo nuevos rostros justificadores, y repetidamente proyectada sobre Israel.
Ante ello, a comienzos del siglo XXI comenzó a instalarse la concepción que sostiene que antisemitismo y anti-sionismo son asimilables. Quienes postulan el criterio consideran que las posiciones críticas hacia el Estado de Israel son formas inexorables de antisemitismo. Quienes se oponen argumentan que la crítica a políticas de Israel no puede ser asimilada con antisemitismo a menos que la intención concreta sea deslegitimar la existencia del único Estado judío, proyectando mitos atemporales como el de la ´conspiración judeo-sionista y atributos negativos de reciente creación como warmongers, es decir impulsores y beneficiarios de la guerra.
Un ejemplo del dilema es la interpretación de la contenciosa ley que declara a Israel “Estado- Nación del pueblo judío” impulsada por el Primer Ministro Netanyahu aun cuando contradiciendo la concepción de padres fundadores del Estado.
Criticada acerbamente por el Presidente Rivlin y resistida por la oposición, y por miembros del Parlamento pertenecientes a la coalición gobernante que se abstuvieron de votarla, desde sectores ideológicos de extrema derecha y también de extrema izquierda surgió un discurso que homologa al Estado de Israel con el Tercer Reich. Poco importó la concreta vigencia del sistema democrático que permite el disenso a diferencia de los regímenes fascistas. Inentendible acusación si se desatiende la fuerza del nexo que facilita la coincidencia: el atemporal y compartido mito anti judío internalizado a lo largo de milenios.
Hace veinticinco años, la voladura de AMIA (1994) volvió a ratificar la patológica permanencia del antisemitismo como polimórfico fenómeno de violencia étnica extendida. AMIA fue elegida por los terroristas como blanco por tratarse de una organización judía. Nada importó que fuera una organización centenaria, cuya obra trasciende las fronteras de la colectividad judía. Ello no explica por qué Argentina fue elegida en 1992 y en 1994 como primer objetivo del terrorismo islamista en las américas, precediendo al ataque al World Trade Center, en Nueva York el 11 de septiembre de 2001.
Como advertía el exiliado anti fascista Gino Germani en la década de 1960: el antisemitismo permanece oculto en el imaginario social hasta que hechos y grupos ideológico-político lo activan.
El abordaje del complejísimo fenómeno anti judío requiere un análisis multifactorial y un tratamiento multidisciplinario, especialmente en el actual contexto nacional e internacional de exacerbación de antagonismos y tensiones. Cuando el discurso denunciante se da sin fundamento cierto profundiza y consolida el prejuicio.
* Directora Instituto Elie Wiesel. Advisor Academic Committee HBI, Brandeis University