Las primeras declaraciones del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, al concluir su visita protocolar al Museo y Memorial del Holocausto “Yad Vashem” en Jerusalén, fueron de apoyo para su canciller Ernesto Araújo. Este había declarado días antes en varios medios y en forma reiterada en su blog, que “el nazismo fue un movimiento de izquierda”. Bolsonaro, consultado, respondió que: “Por supuesto, ¿acaso no llevaba el partido nazi la palabra socialismo en su nombre?”. Más allá de la anécdota, que dio lugar a infinidad de sarcasmos en las redes sociales, podrían causar asombro la oportunidad y la locación escogidas. En definitiva, las decenas de años de investigación recogidos en el museo de Yad Vashem (que Bolsonaro acababa de visitar hacía minutos) apuntan en forma inequívoca en un sentido contrario: la combinación única de una teoría seudocientífica de las jerarquías raciales con el más descarnado darwinismo social que caracterizan el régimen nacional-socialista son, sin muchas vueltas, las marcas de la ultraderecha. Sostener lo contrario es casi una forma, no muy sofisticada, de negacionismo. Sostenerlo en una visita oficial en Israel (la primera del presidente brasileño fuera de América Latina) y en el marco de un clima de apoyo mutuo inédito entre los líderes de los dos países, puede parecer paradójico.
Este argumento (el nazismo era de izquierda) es uno de los axiomas repetidos en los círculos de la “Nueva” Derecha, en especial en Estados Unidos y en Europa, junto con teorías conspirativas como el “Deep State” (el “Estado dentro del Estado” que maneja los hilos por detrás de los acontecimientos públicos, independientemente de la voluntad popular), un desprecio creciente y agresivo hacia el rol de los medios masivos tradicionales de comunicación (acusados de crear falsas realidades, “fake news”, y ocultar la verdad), una hostilidad creciente hacia todo lo extranjero y en especial los movimientos migratorios, y un intento permanente de socavar el modelo representativo de la democracia liberal y la separación de los poderes, a partir de una dinámica permanente de la sospecha y la introducción de un discurso de la “fidelidad” nacional. Hay más que un tufillo antisemita en el accionar de esta “nueva derecha” pos-democrática, por ejemplo en la constante referencia al millonario judío de origen húngaro George Soros, al que se acusa de financiar cuanta causa “progresista” hay en el mundo, en un intento de socavar las identidades nacionales.
El lector desavisado o que, como un contemporáneo Rip Van Winkle, hubiera dormido ochenta años y se despertara hoy, no se sentiría extrañado, ya que en apariencia nada de nuevo tienen estas ideas, que se asemejan a las que dominaron la política europea de los años ‘30 y tuvieron fuerte presencia también en el continente americano. Pero pasaron ochenta años y no se pueden sostener estas ideas abiertamente sin una interpretación de la historia contemporánea que explique el nazismo, cuya memoria aparece como un límite último que no puede ser traspasado, un absoluto Otro frente el que todos deben posicionarse. Esa memoria entonces, necesita ser atacada y minada sistemáticamente y acomodada a beneficio de aquellos para los que la misma no se ajusta a su proyecto político. La gran sorpresa del lector desavisado sería descubrir que, entre los que militan esa deformación de la memoria histórica se encuentra una buena parte de la actual administración israelí(1).
La internacional pos-democrática
En estos primeros años del siglo XXI un fantasma recorre el mundo. El gobierno de Bolsonaro acaso sea la última y más pintoresca (aunque no por eso menos letal) manifestación de una auténtica internacional pos-democrática que agrupa a los militantes de la organización “Alt-Right” en Estados Unidos y al ex-estratega de la administración Trump, Steve Bannon (quien define su proyecto político como la mancomunión de todos los partidos conservadores nacional-populistas del mundo)(2), a los líderes del grupo Visegrad (Hungría, Polonia, Eslovaquia, República Checa) y su estrategia de “euroescepticismo no-liberal” como la describe el premier Húngaro Viktor Urban, a diversas iglesias evangélicas y a organizaciones libertarias que predican el fin del Estado benefactor (inclusive en países donde el Estado benefactor ha desparecido hace décadas o nunca ha existido).
En casi todos los casos no es necesario raspar demasiado la corteza externa del partido para encontrar personajes o ideas que comulgan abierta o embozadamente con el antisemitismo tradicional o con alguna de las versiones más aggiornadas de la conspiración judía para dominar el mundo. Ideas parecidas se pueden escuchar en los márgenes de la administración Trump y entre muchos de los admiradores del presidente Putin, verdadero héroe de la “mano dura” que estaría haciendo falta, sostienen, para manejar al mundo.
Y en paralelo, es posible encontrar en todos los ejemplos citados una actitud positiva hacia el Estado de Israel, y en especial hacia el liderazgo de Benjamín Netanyahu. Acaso el mayor “éxito” de la política exterior de Israel en los últimos años sea el haber encontrado un lenguaje común con una gran cantidad de líderes y organizaciones políticas a nivel mundial que en el pasado hubieran sido vistos con sospecha por la sociedad israelí y por los judíos.
Pero este “suceso” encierra una paradoja: ¿Se puede ser velada o abiertamente antisemita al mismo tiempo que admirador de Israel y socio de su gobierno? Se argumentará que si bien existen personajes que coquetean con el antisemitismo militando esta internacional parda, sus liderazgos son afines a Israel y sus políticas no son antisemitas. ¿Se habría entonces quebrado el círculo mágico que había hecho de Israel, en el pasado, el “judío de los países” (al decir de los divulgadores de la derecha judía)?
Una posible línea de interpretación para entender esta paradoja, sería vincular las afinidades electivas entre el actual gobierno israelí y los idearios políticos de esta Internacional de la derecha. En definitiva, Israel, y en especial en la década de Netanyahu, puede considerarse un ejemplo exitoso de un régimen que combina democracia (dentro de las fronteras de la línea verde) y ocupación militar (fuera de ellas), permisivismo sexual, libertad de prensa y un sistema judicial autónomo con represión militar y detenciones “administrativas” por tiempo indeterminado, capitalismo salvaje combinado con generosos beneficios estatales a los “fieles”, todo eso parece el sueño dorado de los Urban y compañía. Esta interpretación estaría en sintonía con aquello que marca Enzo Traverso en “El Fin de la Modernidad Judía”: hoy en día el antisemitismo ya no sería un elemento aglutinador de las sociedades nacionales occidentales (más preocupadas por el Islam), y los judíos, como grupo, dejamos de ser el semillero de una intelectualidad crítica para ser parte de un establishment conservador. En ese “giro” el rol del Estado de Israel sería crucial, al establecer una relación inédita entre los judíos y el Poder político, con lo que estaría revirtiendo la “anomalía judía”, ese estar y no estar, pertenecer y no pertenecer a un tiempo a las sociedades de Occidente, esa “trampa de la ambivalencia” como acertadamente la llamaba el finado Zygmunt Bauman.
La estrategia de dormir con el enemigo
Más allá de las diferencias de interpretación con Traverso, creo que esta paradoja encierra también una verdad más prosaica: el antisemitismo sigue siendo parte de la matriz cultural de Occidente. Sus imágenes, sus símbolos, su sempiterna sospecha, su lógica conspirativa, florecen en las redes sociales. El negacionismo y la banalización del Holocausto nunca tuvieron más difusión. En paralelo, las políticas de Israel y el encono que despierta entre las fuerzas políticas “progresistas” y de izquierda, sumado a campañas de desprestigio como el BDS, fuerzan a los gobiernos de Israel a buscar aliados internacionales en lugares antes impensables. Así, la buena relación con el gobierno israelí es la coartada perfecta de gobiernos y organizaciones que se saben tocados por el antisemitismo. Por ejemplo, puede el gobierno polaco legislar cuál es la “verdad” sobre la participación polaca en los crímenes del Holocausto, y contar con el respaldo “histórico” del gobierno israelí, en un autentico pacto de canallas que ha sido calificado por ilustres historiadores israelíes como una traición de su gobierno a la memoria de las víctimas.
En su monumental novela ucrónica “La Conjura contra América”, Phillip Roth describe la llegada a la presidencia de los EE.UU. de Charles Lindberg, el aviador simpatizante de Hitler y fervoroso defensor del “aislacionismo” americano en la Segunda Guerra. Uno de los personajes de la novela es el tío Monty, uno de los “judíos de Lindbergh”, aquellos activistas comunitarios que se acercan al nuevo régimen para hacer carrera, que los recibe con los brazos abiertos porque le permiten minimizar sus contornos antisemitas y el terror que provocan entre la comunidad judía. La política de alianzas del gobierno de Netanyahu parece colocar a Israel en el rol del tío Monty, el “judío de los países” que se codea con los antisemitas del mundo. No es menos paradójico que justamente los defensores del orgullo nacional judío encuentren sus mejores interlocutores entre quienes pueden convivir con neonazis, negacionistas, supremacistas blancos, y conspicuos cazadores de conspiraciones de banqueros, intelectuales e izquierdistas.
* Docente de historia y sociólogo. Conferencista en el Instituto Yad Vashem de Enseñanza del Holocausto.
1. Esta nota se escribe el 5.4.19, tres días antes de las elecciones en Israel, con la esperanza de que la actual administración de Benjamin Netanyahu encuentre la vía de salida y se encuentre con su destino judicial hasta que el lector llegue a estas líneas.
2. «Steve Bannon Is Done Wrecking the American Establishment. Now He Wants to Destroy Europe’s». New York Times. March 9, 2018.