Un nombre, el de Mahmud Abbas. Un sello, en su pasaporte. Una realidad, la ausencia de soldados israelíes en Rafah por primera vez desde 1967.
Una esperanza para millón y medio de palestinos que tienen, unos más que otros por carencia de documentación, la posibilidad de salir al mundo por la puerta, nunca abierta de par en par, de Egipto.
Una ceremonia, al mediodía, bajo los acordes del himno palestino para un pueblo todavía sin patria, bajo las oraciones del Corán cantadas por un imán de la región, bajo el otoñal sol de justicia, palabra no siempre bien pronunciada en árabe, en hebreo o en inglés en esta tierra tan castigada.
Un discurso; y otro, y otro; del hombre fuerte de Gaza, Mohamed Dahlan; del enviado especial de la Unión Europea; del jefe de los servicios de inteligencia egipcios; y, sobre todo, de Mahmud Abbas, quien desde la muerte de Yasser Arafat, y luego de su llegada al poder, no había podido ofrecer algo contante y sonante a su desilusionado pueblo.
“¡Gaza ya no es una prisión!”
“¡Gaza ya no es una prisión! Los palestinos no sufrirán más humillaciones ni insultos al cruzar la frontera. Nos hace falta el puerto, el aeropuerto y la independencia de nuestra patria, pero el futuro es hoy mejor que ayer y nos obliga a no mirar tanto al pasado”, dejó dicho Abbás en una carpa montada de prisa y corriendo para la ocasión.
Una foto de familia; la de todos los actores responsables de la segunda buena noticia -después de la desconexión unilateral de Israel y como consecuencia directa de ella- en una Franja tan partida como su nombre indica, con las heridas profundas en el alma; con viejas cicatrices en el corazón; con llagas en las manos de tanto aferrarse a la barra de la espera interminable; con grietas en los pies de tanto andar de un lado para otro sin dirección ni destino algunos; desorientados muchos años por una dirigencia ocupada más que nada en sus luchas internas y confundidos por algunos líderes carentes de visión que, como decía Abba Eban, “nunca pierden la oportunidad de perder una oportunidad”.
Los soldados israelíes no posaron para la instantánea por razones obvias, pero vigilaban la ceremonia desde un dirigible y no dejaban de mirar de reojo -al puesto fronterizo- a través de 43 cámaras de televisión.
Quizás ahora esas manos sigan teniendo llagas, pero serán de cargar maletas para cruzar el umbral del inicio de la libertad de movimientos. Quizás ahora esos pies sigan agrietados, pero lo estarán por andar hacia una dirección reconocida, hacia un destino garantizado con la esperanza de poder, en un futuro, pasar también sin problemas los cruces fronterizos con Israel.
Un puesto fronterizo; moderno, con detectores de explosivos, de metales; con ordenadores y rayos X; con cámaras de televisión por circuito cerrado que retransmiten en directo todas las imágenes a una oficina de enlace en la localidad de Kerem Shalom (El Viñedo de la Paz), en la que comparten mesa y mantel israelíes, palestinos y europeos.
Una dignidad, un orgullo, una confianza, recuperados, uno a uno, gracias a un paso al frente que no acabará con el conflicto, muy complicado aún en Cisjordania y en Jerusalem Oriental, pero que ayuda a aflojar una cuerda, casi siempre, a punto de romperse.
Comicios claves
Se avecinan elecciones en el horizonte; las legislativas palestinas a fines de enero; las generales en Israel a fines de marzo; ambas serán claves para el futuro del conflicto, para la continuación del proceso de paz, para la situación en todo el Medio Oriente.
Abbas y Sharón sacarán, sin duda, ventajas en los comicios por de lo vivido con la apertura del cruce de Rafah.
Un nombre, una ceremonia, un discurso; y otro; y otro. Una foto de familia; unas manos con llagas; unos pies agrietados. Una frontera abierta; una dignidad semisalvada; un orgullo casi recuperado. Dos anhelos, el de ellos y el nuestro.
Gaza. Hoy más cerca que nunca del resto del mundo.