Atlas des Kommunismus: El fin de un país, la caída de la RDA

El domingo 4 de febrero concluyó la 12° edición del FIBA (Festival Internacional de Buenos Aires) en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín. La obra de cierre fue Atlas Kommunismus, de Lola Arias, que había tenido dos representaciones previas ese mismo fin de semana en el marco del Festival y que fuera estrenada en el año 2016 en el teatro Gorki de Berlín a pedido del mismo.
Por Natalia Weiss

“Por su carácter inesperado y disruptivo, la caída del Muro de Berlín cobró de inmediato la dimensión de un “acontecimiento”, un viraje epocal que excedía sus causas, abría nuevos escenarios y proyectaba de improviso al mundo en una impredecible constelación. Como todos los grandes acontecimientos políticos, modificó la percepción del pasado y generó una nueva imaginación histórica. El derrumbe del socialismo de Estado despertó una oleada de entusiasmo y, durante breve tiempo, grandes expectativas en relación con la posibilidad de un socialismo democrático. Sin embargo, la gente comprendió con mucha rapidez que lo que había caído hecho pedazos era toda una representación del S. XX.”
Enzo Traverso, Melancolía de izquierda (2018)

 

El género documental, la historia, mi historia
Sin dudas, Lola Arias es una de las figuras locales más importantes del teatro actual. Escritora, directora de teatro y performer, viene realizando diferentes puestas y experiencias que van más allá de las fronteras de nuestro país, y que tiene a Berlín como interlocutora destacada. Dentro de su profuso y rico trabajo, y para pensar la obra que aquí nos convoca, existe una línea de indagación, entre muchas otras que ofrece su trabajo, que busca poner en relación los vínculos entre personas y su/la historia, lo que abre paso a un teatro documental. En una exploración ligada al género documental en sí mismo, lo emocional y lo histórico se conjugan. Piezas como Mi vida después (que forma parte de una trilogía), Campo minado, entre otras, colocan en relación lo personal y lo político, la historia y los afectos. En la primera, los objetos de los padres se vuelven documentos que conforman piezas de una época, como aquí con los años ‘70 en Argentina, llevando a los hijos, nacidos en esos años, a repensar la historia mientras se prueban las ropas de sus progenitores. En el segundo caso, con una puesta que también pasó unas pocas funciones por el teatro San Martín y cuya reposición se espera para este 2019, pone en acto el encuentro de veteranos ingleses y argentinos, que dio lugar también a una película, Teatro de guerra.
En Atlas del comunismo, tal es el nombre en castellano, nuevamente vuelve a ponerse en juego el encuentro de seis actores sociales con distintas vivencias y la transmisión generacional ocupa también un espacio importante desde la construcción de sentido y la empatía del espectador. En términos de subjetividades presentes en escena, existe una línea divisoria importante, marcada por tres jóvenes herederos de la historia de la caída del muro, y cuatro mujeres que, de una forma u otra, fueron atravesadas más directamente en sus propias vidas por él. En el primer grupo, una niña (Matilda Florczyk) vendría a ser el vértice más lejano, y expresa abiertamente que no entiende de qué hablan todo el tiempo, que ella lo que quiere ser actriz. Otros jóvenes, de alguna forma cierran este grupo, pero con implicancias mayores, son hijos de… y componen la perspectiva más actual. Una joven (Helena Simon), transmite por un lado cómo vivió el ser hija de una militante, y, por el otro, su elección sexual y militancia al respecto y su actividad de ayuda a los refugiados, como una forma de resistencia personal. Pertenece a esta facción también un joven (Tucké Royale), que por momentos asume también otros roles actorales, y que cuenta que creó una biblioteca de temáticas LGTBQ en Berlín Oriental, con contenidos considerados poco antes como disidentes. Ellos componen la marca de las problemáticas del presente, los refugiados y a la vida después de la caída del muro de los ciudadanos de Alemania del Este.
Del otro lado, las protagonistas son mujeres que vivieron sus vidas atravesadas por el muro. La mayor de ellas (Salomea Genin), es una mujer de 86 años y encarna el recorrido de la Alemania del S. XX. De origen judío, huyó a Australia con sus padres y allí se acercó al comunismo. Cuando volvió a la RDA para llevar a cabo su sueño político, en un principio se la tomó como una espía de Occidente, pero terminará siendo una espía al servicio de inteligencia de ese país, la STASI, durante 18 años de su vida. Un recital en vivo de una cantante de punk (Jana Schlosser) que, al grito de nazis en la RDA, recuerda cuando fue encarcelada por estas letras, permite un cruce con Salomea. En él, ellas, como casos opuestos, dialogan sobre el rol de cada una en el pasado y lo que pueden pensar de ello en el presente. En el mismo sentido, una actriz de la compañía del teatro Gorki (Ruth Reinecke) narra su experiencia en el teatro y la relación entre la recepción del público frente a las obras y la selección de las mismas en sintonía con el espíritu de cada época.

La caída del Muro trae así aparejada una gran incertidumbre en la elección del repertorio porque lo que cae con él es una manera de pensar, de vivir y de ver el mundo. Las últimas dos mujeres son: una mujer judía intérprete de francés que trabajaba para el gobierno (Monika Zimmering) y una mujer vietnamita (Mai-Phuong) que ingresó dentro del plan de migración de trabajadores de los países socialistas hermanos. Su relato, además de dar cuenta de las condiciones de vida durante la RDA para su comunidad, traza un puente entre la discriminación de su grupo durante ese período con la de su lugar de inmigrante a posteriori. En ese tramo, como con el relato de Helena y de Tucké, surgen las derivas actuales de segregación, su lugar en el sistema actual. En particular, en su intento de montar un bar con su marido alemán, la enfrenta a la violencia de neonazis que acuden al mismo y la insultan en su calidad de extranjera, lo que lejos de tratarse de una excepción se enmarca en un notable aumento de organizaciones neofascistas en la ex RDA, esto debido sin duda a complejas y múltiples razones.
De este modo, los actores sociales se vuelven protagonistas de una obra que apela a su propia historia, a través de una narrativa del yo, que, a su vez, propicia el encuentro con el otro, con otras experiencias de vida, con otros puntos de vista sobre los mismos hechos. El tiempo de la escena hace que lo que sucede sea en tiempo presente, y produzca un encuentro que convoca, de distintas formas, a repensarlo a partir del pasado. Sin embargo, si bien lo real parece irrumpir y ser un material puro que se despliega sin más, existe sin duda una puesta en escena, una articulación y escritura autoral, que elabora textos que son dichos por performers que llevan a cabo roles. Es en el mismo cruce entre el mundo histórico y la construcción (ficcional) que se abre paso esta creación que no deja de inscribirse dentro de lo propiamente teatral.

Arte y política
A un interesante despliegue de cámaras y presentaciones escénicas que se valen tanto de recursos teatrales como musicales y cinematográficos, lo que conforma una marca de estilo de la directora, se agregan al acontecimiento escénico dos folletos, uno presentado en alemán e inglés proveniente de la puesta alemana del Gorki, y, exclusivo para la presentación local, un glosario de términos históricos y siglas fundamentales para reconstruir el hilo de las distintas expresiones esbozadas. Este agregado no es casual, no sólo porque se trata de una historia de otro país, sino porque también subraya, al no dejarlo únicamente en una cuestión anecdótica, el carácter definitivamente político de la propuesta. Y en forma de proclama feminista (lo personal es político), opera sobre el desencanto, la pérdida de creencias, la desilusión de un modelo que no fue lo que muchos esperaban. Pero, como advierte la menor del elenco: “Hablamos del comunismo, pero no del capitalismo”. De este modo, Arias pone en discusión aquello que se fue hilvanando durante toda la obra: los efectos del pasado siguen vivos en el presente, y obligan a cuestionarlo.
El propio título es problematizado sobre el escenario, cuando quienes participaron activamente en la ideología que le dio nacimiento al acontecer histórico aclaran que aquello no se trató de comunismo, sino que el comunismo era el fin y el socialismo un pasaje. El siglo XX y sus ideas políticas, la convicción de que las mismas tomaban finalmente cuerpo, su dimensión subjetiva, se ubican en el principio de la puesta con la representación de la caída del muro y las ambivalencias que significó para los protagonistas de esta historia. Y es el arte quien abre este espacio, quien rompe toda continuidad, toda lógica naturalizada, el que hace estallar el tiempo lineal para abrir paso a la compleja trama de temporalidades heterogéneas de nuestra contemporaneidad, y que nos deja conmovidos en un terreno donde aflora la incertidumbre. Pero también la convicción de que la única forma de ubicarnos y de representar el mundo es de una forma política, como lo es también el combate contra los fantasmas del pasado que ya están entre nosotros.