En nuestra historia contemporánea no es el primer caso en el que una persona con actuación pública es denostada, acorralada hasta la muerte. Acude a nuestra memoria el caso de Héctor Cámpora, presidente de la nación durante cuarenta y nueve días, desde el 25 de mayo de 1973. Recluido en su casa de San Andrés de Giles tras renunciar a la presidencia, salvó su vida al refugiarse en la embajada de México en Buenos Aires, tras el golpe cívico-militar de marzo de 1976. El gobierno de facto, lanzado a una cacería genocida, no iba a dejar pasar la oportunidad de exhibir, a modo de trofeo, la cabeza seccionada del odontólogo identificado con la izquierda del peronismo. Habiéndosele concedido el asilo político, la dictadura no le otorgó el salvoconducto necesario para tomar el vuelo que lo llevara hasta la ciudad de México. Permaneció preso en la embajada, sin poder asomarse a las ventanas o al patio del edificio, por temor a recibir la bala de algún francotirador apostado en las cercanías. En ese período aciago, vio como un cáncer se desplegaba en su interior. Videla recién le otorgó el permiso de salida a fines de 1979, cuando el cuadro de salud era irreversible. Cámpora murió al año siguiente, de cáncer y tristeza.
Persecución y soledad, difamación y acoso son fieles aliados de cualquier enfermedad. La aceleran, le otorgan un marco propicio para su desarrollo. Los jueces de Comodoro Py, el gobierno de Cambiemos, la dirigencia de AMIA y DAIA no mataron a Timerman, pero lo hirieron, lo humillaron, lo degradaron en su condición de argentino y judío. La misma degradación, hostigamiento y humillación que la derecha procesista operó contra Cámpora, contra su ministro de economía, José Ber Gelbard (quien fue expulsado del país, sus bienes confiscados, y su nacionalidad argentina retirada), contra Jacobo Timerman (torturado con saña por el nazi Ramón Camps)…
Hostigamiento, cáncer y tristeza.