Buenas tardes a todos: quiero tomar la palabra en nombre de mi hermano Jorge Víctor Sznaider, secuestrado y desaparecido el 12 de mayo de 1979 junto a Hugo Armando Malozowski, Jorge Pérez Brancatto, Mirta Silber, Noemí Beitone y Carlos Pérez. También quiero tomar la palabra por mis amigos Marcelo Gregorio “Guyo” Sember, secuestrado el 30 de mayo de 1976, y por Pablo Alberto Sulkies, secuestrado el 14 de junio de 1976, y por los 30 mil desaparecidos, porque seguirán siendo 30 mil, hasta que los responsables de sus muertes o las instituciones directamente responsables o el Estado, por la continuidad jurídica de sus obligaciones y por la responsabilidad histórica que les cabe, nos digan cuál fue su destino final.
¿Quiénes eran nuestros desaparecidos? Sabemos por el informe de la CONADEP que el 30% de ellos eran obreros y el 20%, estudiantes. El 85% de los desaparecidos tenía entre 16 y 35 años. Más del 60% de ellos fue secuestrado en un domicilio particular y de noche. También sabemos que alrededor de 2.000 personas de origen judío integran las listas del horror.
Estos pocos datos que seguramente la mayoría de los que estamos aquí conocemos pero que me parece que siempre es importante y necesario recordar, nos permiten entender cuál fue el perfil de la población sobre la que se ensañó el aparato represivo del Estado.
Jorge Sznaider, mi hermano, tenía 19 años cuando fue detenido y desaparecido; Pablo Sulkies, 20 y Guyo Sember, 22. Los tres fueron llevados de un domicilio particular durante la noche. En los tres procedimientos intervinieron inicialmente efectivos policiales.
Jorge había hecho la escuela primaria en la escuela Bet Am Medinath Israel de la calle Jonte, el secundario en la Escuela Industrial Ing. Huergo y estudiaba el profesorado de Matemáticas en la Escuela Normal Mariano Acosta cuando fue secuestrado.
Pablo había terminado el Conservatorio Nacional de Música en la especialidad Piano, allí lo conocí en el año 1973, y estaba haciendo el servicio militar en la Marina cuando fue secuestrado. Guyo Sember era profesor de Educación Física egresado del INEF y ejercía la docencia en distintas escuelas. A Guyo lo conocí en 1975 en la escuela Nevé Shalom de la calle Gándara y ejercía allí cuando lo secuestraron.

Los tres provenían de hogares de clase media baja, de padres trabajadores y de padres o abuelos inmigrantes de Europa oriental, los tres se habían formado o se estaban formando como profesores.
Jorge tenía una inteligencia superior; era brillante e irónico y junto con su interés por los números, era muy sensible a todas las expresiones de la cultura popular: desde el fútbol, el box y el automovilismo a la televisión, la historieta y el tango. Había comenzado a escribir y participaba del Taller Literario Horacio Quiroga, donde también concurrían Hugo Malozowski, Mirta Silber y Carlos Pérez. En la escritura de Hugo y en la de mi hermano Jorge, lo judío tenía un lugar importante asociado a su identidad y a su pasaje de niños y adolescentes al mundo adulto; pero sobre todo, lo judío aparecía como un conjunto de valores que se proyectaban en su mirada sobre el otro, el diferente, el distinto, una mirada que siempre tenía la medida del humanismo.
Pablo Sulkies era un virtuoso del piano. Tenía un saber musical que iba más allá de la formación académica, era un intuitivo. Guyo Sember era un enamorado de la educación física y cuando fue secuestrado estaba preparando un libro sobre educación física infantil. Era el profesor preferido de todos los alumnos; de una simpatía y una bondad superlativas. Sus restos fueron identificados en el mes de agosto de 2012 y descansan en el Cementerio Israelita de Lomas de Zamora.
Dos de los responsables del secuestro y desaparición de mi hermano Jorge Víctor y sus cinco amigos, ambos pertenecientes a la Policía Bonaerense, fueron juzgados y sentenciados en 2012 dentro de la causa de Campo de Mayo y murieron recientemente en prisión.
¿Las palabras que describen a Jorge, a Pablo, a Guyo deben escucharse como expresión de esa imagen idealizada que nos hacemos de aquellos que ya no están? ¿Fueron héroes? ¿Eran elegidos? No, absolutamente no. Fueron jóvenes que vivieron su tiempo con intensidad, con un compromiso social y colectivo que los excedía. Pero no importaría si en lugar de ser quienes fueron, talentosos, creativos, solidarios, se hubiese tratado de personas mezquinas o violentas. Los homenajeamos porque además de expresarles nuestro amor, queremos restituirles algo de la dignidad robada cuando los responsables del terrorismo de Estado decidieron que debían ser borrados de la faz de la tierra, como si se tratase de objetos de desecho y no de vidas únicas y singulares.
En este momento estamos ejerciendo colectivamente un acto de memoria, como un recuerdo de lo que vivimos y, en el caso de otros, de lo que escucharon. Como dice el historiador francés Pierre Nora, la memoria, por naturaleza, es afectiva, emotiva, abierta a las transformaciones, pero inconsciente de esas transformaciones. Y aunque la memoria está emparentada con la historia, esta última se diferencia porque es una construcción laica, intelectual, que exige un análisis y que está sometida al juicio de otros historiadores. A partir de los rastros que deja la historia, el historiador trata de reconstruir lo que pudo pasar a través de metodologías controladas, entrecruzadas, comparadas y, sobre todo, trata de integrar los hechos en un conjunto explicativo.

Esto no significa que la historia como ciencia sea neutral u objetiva o que la memoria no pueda explicar. Pero la memoria, encarnada por grupos vivientes, está abierta a las idas y vueltas del recuerdo, de lo que podemos o queremos recordar.
Que los años ‘70 sean memoria o historia, no tiene que ver solamente con el hecho de que se trata de sucesos relativamente recientes y que una parte importante de sus protagonistas aún estamos aquí para recordar, para “volver a pasar por el corazón”, que eso significa recordar.
Es que hay memorias en puja sobre los años ‘70, sus violencias políticas y las violaciones a los derechos humanos por el aparato del Estado. Y es comprensible. Lo único que no es comprensible es que se apropiaron de bebés y niños y les quitaron su identidad, y que nos privaron de la despedida a nuestros seres queridos. En esto no hay distintas verdades. Y mientras no se resuelva, pasado y presente coexistirán y la memoria será el único instrumento para seguir reclamando.
Más allá de algunas lecturas con las que no coincido que afirman que la prosecución de los juicios contra los represores implica un avance en el orden de la Justicia, pero no de la Verdad porque casi no tenemos información sobre nuestros desaparecidos que provengan de fuentes militares, hay que seguir con los juicios pendientes y, a la vez, hay que buscar caminos transversales para que digan lo que saben.
El pasado reciente también nos grita desde esa especie de ley del eterno retorno que es el intento de restauración por diferentes vías de la teoría de los dos demonios. La reposición de la simetría entre violencia de Estado y violencia de las organizaciones armadas de izquierda está presente en algunos discursos oficiales, de los medios de comunicación y también funciona como sentido común de muchas personas.
En el nivel de la Justicia existe una condición permanente del Estado que trasciende el tiempo de sus gobernantes y que no se equipara con la responsabilidad y el tratamiento que desde la Justicia se le debe otorgar a grupos civiles autónomos. Por eso diferenciamos la acción sistemática del terrorismo de Estado y la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, de los actos de violencia llevados a cabo por las organizaciones armadas.
Pero además de la respuesta racional, jurídica, entiendo que está la dimensión simbólica y emocional. En el camino de quienes desde sus ideales adoptaron la lucha armada como metodología de acción política, hubo muertes, hubo muertos.
Sobre esas muertes ocurridas a raíz de atentados o enfrentamientos gestados por las organizaciones armadas de izquierda, repito –como escribí en la nota publicada en el diario Página/12 en enero 2016, en la que cuestionaba dichos negacionistas de Darío Lopérfido-, que cada muerte es una tragedia. Y que me sentía y me siento humanamente identificada con el dolor de los familiares que perdieron a algún ser querido por la violencia política de los ‘70. Creo que vamos a ser una sociedad mejor el día que no le pongamos banderas a nuestros muertos y que vamos a ser una sociedad mejor aún, el día que no tengamos muertos por o de la política.
Hace pocos días leímos que el Estado argentino busca indemnizar a soldados conscriptos que murieron cuando guerrilleros atacaron un cuartel en la provincia de Formosa, en el año 1975. Creo que se trata de una reparación justa. También pesa la idea de que quienes atacaron ese cuartel, luego desaparecidos, no pueden ser considerados “víctimas del terrorismo de Estado”. Pero lo son. El Estado de Derecho los reconoce no por sus acciones, sino porque fueron desaparecidos por el aparato represivo del Estado. Puede ser considerado una paradoja y hasta puede resultar moralmente insoportable para muchos, pero el hecho se apoya en una racionalidad que afirma que el Estado ejerce el monopolio de la fuerza, pero el uso de esa fuerza no es ilimitado y está sometido a normas de derecho.
Además, una teoría de los dos demonios construye la idea de una sociedad a la que le pasaron cosas pero al margen de su propio involucramiento y responsabilidad. Una sociedad espectadora, también una sociedad víctima donde los actores son otros.
Lo que pasa en una sociedad siempre es muy complejo; cada vez que les quieran dar respuestas simplistas es porque tienen pereza intelectual, porque los subestiman o, directamente, porque buscan engañarlos. Los rumbos que asumen los hechos sociales a veces ni siquiera pueden ser previstos y menos, controlados por sus propios protagonistas.
Pero en ese caos potente y trágico que fueron los ‘70 en la Argentina, hubo participación política consciente de millones de personas a través de distintas formas de militancia y activismo en lo partidario, lo gremial, lo social, lo cultural, lo artístico. Y esa participación atravesó todas las estructuras y organizaciones del país: las universidades, los cultos religiosos, las instituciones profesionales, las propias fuerzas armadas.
Por eso, la acción represiva paramilitar y parapolicial que ya venía funcionando desde dentro del gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón y después, de manera sistemática, con el plan de desaparición forzada de personas, no tuvo como objetivo central terminar con los sectores que habían elegido la lucha armada como forma de acción política.
Los grupos armados ya estaban reducidos en 1975. Lo que el golpe de Estado de Videla y su banda quiso imponer fue un Estado de terror para disciplinar a esa mayoría movilizada de la sociedad y terminar con cualquier expresión de disidencia. Querían exterminar el espíritu del Cordobazo, Ese enorme estallido urbano que había unido a obreros y a estudiantes combativos y que marcaba un rumbo de acción política diferente por su carácter independiente de los factores de poder tradicionales y por su carácter masivo.
Cada vez que quieran limitar los hechos de los ‘70 a un enfrentamiento entre dos ejércitos, uno regular y otro irregular, recordemos que los informes de la CONADEP registraron formalmente los casos de 9 mil desaparecidos. En 1977 el número de presos políticos también llegaba a las 9 mil personas. Más de 1300 individuos figuran en el mismo informe como víctimas de ejecuciones sumarias por parte de las fuerzas de seguridad. Y los números más conservadores hablan de 300 mil exiliados por razones políticas. Esto suponiendo, además que no todas las personas que participaban de una u otra manera en política fueron desaparecidos, presos, asesinados o exiliados.
Pero los números más abultados hablan para 1975 de la existencia de 1300 miembros armados permanentes y en todo el país entre las dos principales organizaciones guerrilleras de la época: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros.
En esa línea, el Ejército admitió 22.000 crímenes hasta 1978, información publicada por el diario La Nación en 2006 con la firma de Hugo Alconada Mon. Las fuentes: documentos desclasificados por el Departamento de Estado de los EE.UU. y que permanecen en custodia en el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad de Georgetown.
Los datos marcan que la acción represiva del Estado se vistió de “lucha contra la subversión”, pero estuvo orientada a acallar a la mayoría de la sociedad a través del miedo que generaba la desaparición como mecanismo difuso e irracional.
Los millones de personas que participaron de la vida política en los ‘60 y ‘70 no tenían la misma mirada sobre el tipo de sociedad que querían y menos, de la vía para llegar a ese ideal de sociedad, cualquiera fuese. En cambio, todos sabían que había un mal de base que era, desde los años ‘30, la recurrencia de golpes de Estado militares, siempre con colaboración civil y que habían coartado las dos experiencias políticas populares más importantes de la Argentina, la del radicalismo y la del peronismo.
Las fuerzas armadas politizadas –es decir, no en el rol de contribuir a la defensa nacional para proteger la soberanía e independencia, la integridad territorial, la capacidad de autodeterminación, los recursos de la Nación frente a los riesgos y eventuales amenazas de origen externo- actuaron contra gobiernos democráticos en nombre propio o, sucesivamente, de sectores conservadores, nacionalistas, integristas, antiperonistas, anticomunistas y antimarxistas y, a veces, de todo eso junto.
Desde los años ‘30, el recurso de la violencia sobre las instituciones del Estado fue la forma en que las FF.AA. y sus aliados civiles tramitaron los conflictos y las pujas de intereses económicos y políticos. Es decir que durante casi 50 años con breves períodos de gobiernos democráticos débiles y el más extenso de Juan D. Perón entre 1946 y 1955, las FF.AA. estuvieron donde no tenían que estar, haciendo lo que no tenían que hacer.
Y terminaron generando una ingeniería represiva que tuvo la particularidad de funcionar como una maquinaria de engranajes que dividía el trabajo diluyendo las responsabilidades y dándole a los procedimientos de secuestro, tortura y asesinato una apariencia burocrática consistente en la ejecución de tareas rutinarias y mecánicas, a la vez que lograba involucrar a gran parte de la corporación militar en su conjunto. Una burocracia del terror al servicio de la deshumanización del otro.
Las FF.AA hicieron lo que hicieron porque el origen de su poder era ilegal. ¿Qué incompatibilidad podía existir para que un gobierno ilegal utilizase métodos ilegales?
Y como corolario, enviaron a otros jóvenes a morir a una guerra sin ninguna posibilidad de victoria.
La vulneración del orden democrático en la Argentina a lo largo de más de 50 años está en el origen de todos nuestros males como sociedad. Pero no es sólo de la FF.AA. y de sus aliados civiles la responsabilidad. También debe leerse como el fracaso, la debilidad, la defección de las instituciones de la democracia liberal y burguesa para conducir el país.
Recién en 1983 los partidos políticos e instituciones republicanas lograron fortalecerse y sentar las bases de un pacto de convivencia democrática, un estado que no es permanente y sobre el que hay que trabajar todos los días y hoy todavía más, a la luz de los avances del fascismo y el nazismo en el mundo bajo formas de democracia autoritaria.
La historia del movimiento de los DD.HH. en la Argentina es una historia luminosa. Aquí están presentes muchos de sus protagonistas y a ellos les debemos gratitud eterna por su ejemplo, porque transformaron dolor en amor y en lucha y porque hicieron crecer valores universales y democráticos de identidad y justicia.
La antropóloga Valeria Barbuto, exdirectora de Memoria Abierta, dice que los derechos humanos moldearon de una manera específica la democracia en Argentina y que son inescindibles de gran parte de los debates públicos sobre temas políticos, económicos e institucionales. Los DD.HH. fueron y son resistencia, eje de acción política, consigna de movilización, un elemento en la solución de conflictos, una política de Estado. Tal vez una buena de manera de entender el lugar que los DD.HH. en los distintos gobiernos de la democracia es ver si para cada uno de esos gobiernos los DD.HH. fueron una oportunidad, un obstáculo o ambas categorías a la vez.
¿En qué momento nos encontramos? Suscribo las posiciones del CELS que habla de un cambio de época en el discurso, en las sentencias y en las políticas, con un discurso oficial sobre el terrorismo de Estado que es contradictorio entre los distintos funcionarios, con expresiones del propio Presidente de la Nación que duelen por su superficialidad y desconocimiento.
Comienzan a existir algunas decisiones judiciales convergentes con el discurso adaptativo, de ajuste a las circunstancias del gobierno nacional. El fallo Muiña de la Corte Suprema, el año pasado, tuvo como respuesta la movilización social inmediata y masiva contra la posible aplicación del 2×1 a los responsables de torturas y desapariciones: cientos de miles de personas se convocaron en todo el país y referentes sociales y políticos de un amplísimo espectro ideológico expresaron su desacuerdo.
Los Juicios de lesa humanidad continúan, aunque es necesario superar la inercia judicial que ya era un dato en el gobierno anterior. Ya pasaron demasiados años, se vuelve más complejo avanzar en la causas y muchos de los acusados mueren durante el proceso. También es importante destacar que entre 2006 y 2017 se dictaron 201 sentencias en las que se condenó a 864 personas por delitos de lesa humanidad y se absolvió a 109. Y que 2017 fue el año de mayor cantidad de juicios finalizados en todo el período.
Un punto muy alto a destacar del gobierno actual es la política de restitución de su identidad a los soldados caídos en Malvinas. Nunca más cierto como en este caso que “la guerra fue la continuación de la política por otros medios”. Los muertos de Malvinas son los muertos de la dictadura militar. Otro espacio posible de convergencia entre todos los argentinos y como titularon algunos diarios, un hito en la historia de nuestro país, tan llena de ausencias y de vacíos.
En la mirada de los DD.HH. sobre la coyuntura, preocupan los decretos que habilitan a las FF.AA. a realizar seguridad interior, el estímulo del “gatillo fácil” contra la delincuencia común, la dificultad para canalizar la protesta social en el espacio público que no sea a través de la represión, el estado de las cárceles, los argumentos estigmatizantes utilizados por funcionarios estatales cada vez con más frecuencia para referirse a los migrantes, el avance de reformas que habilitan la vigilancia y vulneran la intimidad personal, la banalización sobre el uso personal de armas y la lista sigue.
Se trata de desafíos de enorme complejidad: algunas son deudas de la democracia, otras, son políticas del actual gobierno que debería sopesar con mucha mesura. Estamos atravesando una coyuntura muy sensible y más allá de que quisiéramos vivir en un país integrado y estable, mientras tanto, al menos, por favor, trabajemos para que no haya más muertes evitables por violencia institucional.
Quiero agradecer a la Asociación de Familiares de Judíos Desaparecidos en la Argentina. A todos los considero casi como mi propia familia. Quiero agradecer a AMIA por este espacio amoroso que generaron pero, sobre todo, porque sabiendo que no todos pensamos lo mismo, alimentan el diálogo y de esa manera, todos cambiamos un poco. No creo que exista otra manera de resolver los enormes desafíos que tiene nuestro país si no es a través de un diálogo sincero y productivo. Finalmente quiero agradecer a mis padres, León y Paulina, de 92 y 86 años. Han sido luchadores incansables, inteligentes, siempre entendiendo mejor que cualquiera las cosas que pasan. Por ellos se llegó al juicio por mi hermano Jorge, en 2012. Y en medio de su dolor, igual pudieron ser padres, suegros y abuelos amorosos. A ellos el reconocimiento de toda mi vida por su dignidad.