“Cuando hablo del hombre de las ciudades de Europa, no me refiero al lustroso ciudadano que discierne rumbos en las altas esferas de la catástrofe actual. No”. Roberto Arlt. Un argentino piensa en Europa, El Mundo, 16 de septiembre de 1938.
Acaso sea inútil protestar cuando las cosas no son como debiesen. O como los usos y las costumbres pareciesen indicarlo. Los dos pies que alguna vez sostuvieron la misma humanidad, otrora emplazada frente al sobrio -nunca austero- Max Nordau de Villa Crespo, aguardan inquietos ahora, en pleno horario de visita, que alguien se digne a abrirle la puerta del museo y sinagoga de Merano. Uno quisiera salir de la situación cual ortodoxo del Once en el Shabat y en vez de tocar el timbre, evitar ese reflejo tan infructífero como improcedente y comenzar a gritar: abran, que abran, que abran. Que abran de una vez. Es un templo relativamente nuevo el que se yergue en el medio de una manzana cuyo terreno, como el de casi cada institución judía del mundo, está encarcelado, esta vez entre rejas casi herrumbradas. Contrariamente a la Sinagoga Kupa, de Kaszmierz, allá en Cracovia, corazón de la Galitzia judía, este templo está lejos de ser una joya de la arquitectura. Es más bien una especie de sagrado galpón, otrora ataviado de un verde rabioso, ahora vestido de un mustio color beige que lo hace asemejarse a una iglesia presbiteriana de Escocia. Es que la presencia judía moderna en Merano, emplazada en un norte de Italia sempiternamente hostil al migrante, data apenas de mediados del siglo XIX y simplemente ya no se construía como antes. La sinagoga está como oculta, en el corazón de una red de calles angostas y de manos superpuestas. Es duro esperar en vano que el horario de ingreso indicado en la puerta sea respetado. Y podría haber seguido esperando por horas, pero uno opta por irse. No es tan serio.
El hombre anduvo solo demasiado tiempo y se le hizo rutina pensar en cosas malas. Pero además embelleció su alma, oyendo la sabiduría de la gente…
En realidad, el alma judía de Merano, más que este templo, brutalmente arrasado por los nazis, son las termas, una suerte de mar tibio que palpita en el seno de la tierra nutrido desde la montaña. Al costado, el rio, casi seco, en este caso el Passer, tal como en muchas urbes de esta Europa, parte la ciudad al medio como un tajo. Las termas son en parte tributarias de ese rio. En estas termas, galenos israelitas, especialmente Romuald Binder, se dedicaron a investigar y a aplicar en el lugar las virtudes curativas de las aguas termales y así Merano se convirtió en el Carhué de Italia o mejor dicho Carhué –Caroi, como pronunciaban los viejos paisanos- se convertiría en el Merano de Argentina. Algunos de los pacientes de las termas de Merano no necesitan presentación: Sigmund Freud, Franz Kafka, Stefan Zweig y tantos otros que pasaron aquí largas temporadas de curación, reflexión y reposo. No sólo las aguas termales, sino cada elemento de esta tierra, otra etapa del exilio, era estudiado cuidadosamente por los investigadores para aplicarlo a fines útiles para una vida más plena. Así también con la profundización de la vinoterapia, que es la curación del cuerpo mediante la ingesta –dirigida y moderada, se entiende- de la bebida de los pueblos fuertes, ya que los viñedos, se sabe, no faltan en el norte de Italia.
No pudo con el genio y extendió su mano a todo aquel que cruzo por el mismo camino. Pero además alimento su orgullo con el romance popular de cada pueblo…
El Wandelhalle es una hermosa glorieta peatonal paralela al pedregoso y casi vacío Passer, que alberga flores de todos los colores y que brillan, fulgurantes entre orgullosas enredaderas. En sus frescos pasillos, adornados con hermosas obras de arte resistentes a la intemperie, los pacientes de las termas venían a curar sus cuerpos y sus almas de las fatigas y de las penas después del tratamiento. No es difícil imaginar el paso de un Freud caviloso, tratando de poner su mente en caja, velando por sus huesos afligidos y por los de su esposa sin dejar de pensar en la triada del Yo del Súper Yo y el Ello como si se tratase de un axioma; de un Kafka transitando, con indecible dolor, los más verosímiles delirios y ayudado de un bastón para tenerse y caminar. Ver a Zweig, siempre conversador y preguntón, intelectualmente insaciable, transcribiendo sentimientos a la hoja de su mente. O a un Ezra Pound balbuceando sus poesías improbables. Todos ellos vinieron a curarse a las termas de Merano y last but not least también ese gran argentino, que se sabría conquistar a la gran masa del pueblo –aunque sin combatir para nada al capital-, y que había sido enviado por el gobierno del que formaba activa parte para estudiar el «fascinante» proceso que se vivía en las postrimerías de los ’30 en Italia. Aquel primer trabajador, que una vez llegado al poder, demostraría lo mucho que se había encariñado con Tirol del Sur y con sus gentes, ya que en el segundo año de su mandato dio instrucciones precisas a la embajada argentina en Roma para que otorgue 400 visas mensuales a «sud tiroleses» -o para decirlo de un modo más directo, a criminales nazis con papeles truchos-. A fines de aquel 1948, las visas emitidas ya llegaban al millar mensual.
Todos ellos, el General, Freud, Kafka, Pound, Zweig-, como yo ahora, dejaron pasar cansinos, soleados mediodías bajo los techos del Wandelhalle pensando un poco en nada o pensando un poco en todo. El Wandelhalle, sí, módica obra suprema del buen gusto y de la belleza Habsburgo va feneciendo coronado por un hermoso café vienés que antecede al legendario Paseo de Invierno. Al cruzar el puente sobre el Passer, uno debe emprender un tortuoso y empinado camino de una hora. No es un esfuerzo inútil, ya que al cabo de la marcha se descubre un verdadero paraíso terrenal. Porque contiguos al castillo de Trauttmansdorff se extienden unos de los jardines más bellos del viejo mundo, sueño loco de la endeble, de la mismísima emperatriz Sissi, y capaces de suscitar en el espíritu diversos grados de profunda emoción. Todos los colores de la paleta, todos los verdes, todas las gradaciones imaginables de los amarillos, de los rojos, los de los naranjas, aun las fragancias que de las flores emanan, están plasmadas magistralmente, no en la tela, sino en la naturaleza, configurando una obra de arte tan natural como divina, y plasmando un cuadro que, por una vez no es una naturaleza muerta colgada en un museo, sino una naturaleza viva en el medio de las creación. Una verdadera caricia para los sentidos y otro de los frutos de aquel Imperio, de aquella Unión Europea bien hecha en la que se hablaban dieciséis lenguas, y germanos, italianos, húngaros y eslavos; cristianos, mahometanos y judíos eran cobijados por el mismo manto real que estimulaba el desarrollo de las artes y las ciencias. Austria-Hungría, la última Roma, aquel estado fastuoso y colorinche, burocrático, aburridoramente previsible por cuya ausencia irremediable llorase amargamente Stefan Zweig en Petrópolis instantes antes de ponerle a su vida un punto final. El Imperio sí, cuya belleza y universalismo torturasen salvajemente la miserabilidad de Adolfo Hitler, quien se juramentó destruir sus restos sin llegar a lograrlo.
Sufrió la humillación que provocó el destierro. Bebió de cualquier agua sin que se la ofrecieran…
Pero Merano, y todo el Tirol del Sur, no son solo belleza incomparable, sino también cobardía inenarrable. Y la iglesia romana, puntal del Imperio Austro-Húngaro también fue funcional al fascismo italiano. Y una vez triturada la cabeza de la serpiente nazi, y producido el desbande de las SS y de la Gestapo ayudó a muchos criminales a escapar hacia la Argentina de Perón. Probablemente en pago de los favores recibidos, sí, pero también aterrorizados por la ola roja que se abatía sobre el oeste. Uno de los investigadores que trató y con éxito de desentrañar las claves de este fenómeno con mayor profundidad fue, sin lugar a dudas, el austriaco Gerald Steinacher. Sus pesquisas dieron como resultado un libro imprescindible para comprender las rutas de la fuga nazi «Nazis on the Run» (Nazis en fuga), ganador del prestigioso National Jewish Book Award y que es sencillamente insustituible.
Desde el punto de vista étnico, el Tirol del Sur –o Alto Adige para los italianos- era, al término de la Segunda Guerra Mundial, un territorio casi completamente germánico desde la anexión italiana fruto de su victoria ante Austria en 1918. Sin embargo, uno de los puntos de Pacto de Acero Mussolini-Hitler establecía taxativamente que Sud Tirol, aun poblada abrumadoramente por Deutsche blütigers –personas de sangre alemana-, seguiría perteneciendo a Italia y que el límite del paso de Brenner que separaba a Italia de la Großdeutschland sería siempre respetado por los Panzers. Y así fue hasta el fin de la guerra. Probablemente ese haya sido el único pacto que Hitler cumplió en toda su vida.
Cuando las fuerzas, fundamentalmente norteamericanas, llegaron a la región, les fue absolutamente imposible distinguir a un germánico nacido en Tirol del Sur –como Josef Schwammberger, nacido en la señorial Brixen y asesino de un rabino el día de Yom Kippur de 1942 y responsable de la masacre de 500 judíos en Polonia- de un germánico nacido en Prusia o en Baviera y antiguo miembro de la Schutzstaffel (SS). Y fue este factor, sumado a la poderosa presencia de la iglesia romana en esta tierra y la complacencia, casi sin límite, de la Cruz Roja para con estos «refugiados», lo que hizo posible que en Tirol del Sur un gran número de criminales de guerra nazis pudiesen forjarse una identidad completamente nueva sin mayores trastornos. Así en Merano, un berlinés de origen protestante parte de la Gestapo, se convertía en instantes en un sud tirolés católico apostólico y romano, nacido y criado en el lugar y que nunca se había movido de allí. Porque la iglesia se ocupaba de expedirles certificados de bautismo con nombres inventados -o a veces hasta con el nombre verdadero- y con esos documentos, el criminal impune accedía a un pasaporte fuese Vaticano, fuese de la Cruz Roja, pudiendo embarcar en Génova con destino a una vida de abuelito bueno allá en Argentina, el país de todos los posibles.
Abuelito dime tú, qué sonidos son los que oigo yo. Abuelito dime tu, porque yo en la nube voy…
El valle del Puster, con sus verdes colinas y sus portentosos horizontes, a menudo recortados por brillantes arcobalenos, contrasta con el rastro de aquellos otros abuelitos que cuando jóvenes vestían uniformes negros y gorras ornadas con calaveras y que acostumbraban gasear a sus prójimos. En ese sitio es casi imposible no caer en el lugar común de evocar a Heidi y su abuelito. En ese estereotipo, Heidi ocuparía el lugar de la belleza sin par de este lugar y los abuelitos el de los nazis y hasta colaboracionistas franceses y de toda Europa que aquí hallaron una tierra acogedora, mientras se preparaban para su nueva vida en la Nueva Argentina.
El abuelito que esto escribe tomó una habitación demasiada sobria en una de esas pensiones con florcitas rojas en sus balcones ubicada en una colina de Terenten. Terenten es un pueblito hermoso al que se llega por sinuosas y empinadas carreteras, cercanas a la antiquísima fortaleza de Franzenfeste. En ella se escondió Max Bernhuber, uno de los «arianizadores» de la propiedad judía en la Alemania nazi. Tres meses después del fin de la guerra, este sujeto fue arrestado por los Carabinieri. Fue entonces cuando las «Special Units» yanquis sintieron la viva necesidad de visitar el paradero de este sujeto -la fortaleza- y allí debieron de sorprenderse al hallar un sinfín de obras de arte confiscadas y una cantidad ridícula de oro en lingotes robada del tesoro italiano y que probablemente a estas horas esté depositada en algún rincón de otra fortaleza, la de Fort Knox, allá en Kentucky.
Casi todas las urbes importantes del Tirol del Sur están dispuestas a lo largo de un anillo rodoviario que circunda la elevación orográfica conocida como los Alpes Sarentinos. Así, yendo de norte a sur por el oeste se halla Merano y por el este está Brixen. El círculo se cierra en la dialéctica, la italo-germanica Bolzano. Y un poco más al sur, camino de Trento, hay un pequeño pueblito que se llama Tramin, y que los italianos llaman Termeno. Regenteado desde 1933 por una de las expresiones políticas del nazismo sud tirolés, el Völkische Kampfring, sus autoridades permanecieron en el gobierno de esta municipalidad hasta seis meses después de la caída del Eje, para volver, debidamente reciclados al poder tiempo después y permanecer allí in saeculorum saecula. Tramin está edificado a la vera de un camino de subidas y bajadas pronunciadas, al costado de la cual típicas cervecerías germánicas y edificaciones bien tirolesas confieren al lugar un indudable encanto. Aunque seguramente no sólo fue por aquel encanto que Adolf Eichmann y Josef Mengele se afincaron largo tiempo en Tramin, sino y sobre todo porque las autoridades comunales les entregarían documentos con sendas identidades falsas que los convirtieron en sud tiroleses nacidos y criados aun cuando el primero había nacido en Renania y el segundo en plena Baviera. Ambos dejaron Tramin llamándose Riccardo Klement y Helmut Gregor respectivamente. Y gracias a estos papeles, ambos pudieron acceder a los ansiados pasaportes de la Cruz Roja y embarcar, en Génova, hacia la Argentina para comenzar a vivir su vida de abuelitos buenos que el caso de Mengele sería interrumpida de resultas de su oportuno ahogo en una playa brasileña en 1980 y en el de Eichmann, por virtud de la inapelable Operación Attila. En el juicio a Eichmann en Tel Aviv, por razones que no se conocen cabalmente, la acusación no sintió la necesidad de preguntar en qué circunstancias y con qué ayuda Eichmann había sido protegido en Tirol del Sur y había podido llegar a la Argentina. Probablemente hubiese sido ir demasiado lejos, ya que hubiese puesto en evidencia toda una red de complicidades que fueron desde la Cruz Roja a las iglesias cristianas, y desde los servicios de inteligencia «occidentales» hasta la diplomacia argentina. ¿Supresión del efecto, dejando intacta la causa? ¿Obediencia debida a la israelí? Posiblemente, aunque conviene no olvidar para ser imparcial en el análisis que entonces el Estado de Israel era aún demasiado joven: solo trece años de existencia. Difícil, sino imposible, malquistarse con todo el mundo, en pleno esfuerzo por consolidarse, por crecer.
Abuelito dime tú, porque huele el aire así…
Tanto Eichmann como Mengele habian venido descendiendo desde los escombros humeantes de la Alemania nazi hasta Innsbruck, capital del Tirol bajo administración austríaca, para, después de coimear a guarda fronteras –fascistas- italianos en Brennero, ingresar en la tierra firme y segura del Tirol italiano. Contrariamente a Gerhard Bast, jefe de la Gestapo de Linz, que fue asesinado en el linde de Brennero por uno de estos pasadores, Eichmann y Mengele tuvieron más suerte e ingresaron sin inconvenientes en Sud Tirol, hallando escondrijo y sosiego en la bella ciudad de Vipiteno -o Sterzing como la llaman los germano hablantes-.
Estas líneas son escritas en el hermoso hostal y restaurante Goldenes Kreuz – cruz dorada-, que en realidad debería llamarse «la cruz gamada» ya que fue el primer alojamiento de Josef Mengele en el Sur del Tirol. Es domingo. Sólidas y gruesas columnas sostienen la estructura del salón principal dando un marco totalmente germánico a la escena. Aquí siempre se reunió la flor y nata de Sterzing, y Mengele no parece haber estado para nada inquieto por estos lares sino más bien todo lo contrario.
Los comensales discuten en voz alta o irrumpen en agudas risotadas chocando jarras de cerveza. La moza deposita en mi mesa un Wiener Schnitzel –una milanesa de doble apellido- recalentada y recocida que me hace extrañar la comida del Edelweiss de la calle Libertad o la del Hermann del Botánico –posibles acusaciones de chivo no valen, estoy demasiado lejos como para cobrarlos en especies-. No cuesta mucho imaginarse al «ángel» de la muerte en la mesa de enfrente empuñando su chopp y ensartándole el tenedor a la milanesa -perdón, al schnitzel- a la que se me antoja imaginarme profiriendo un alarido de dolor. La moza del lugar me informa que le debo 47 pesos europeos y sin que yo le diga «Ja, sttimt» se me queda con el billete de cincuenta sin darme el vuelto tratando de hacerse perdonar la travesura por virtud de una sonrisa de látex. En sus ojos inertes hasta podría llegar a reflejarse la presencia fantasmal de un don Mengele.
Después de todo, es agradable caminar, pasito a pasito, por la peatonal de Vipiteno, coronada por una hermosa torre medieval ornada con hermosos frescos heráldicos, que se erige entre la Altstadt -ciudad vieja- y la Neustadt -con perdón de la palabra-. Acodado en la barra de una taberna leo de ojito el diario de la región, el Alto Adige, escrito en italiano. Hubo elecciones hace poco y constato, sin demasiada sorpresa que la pulseada no fue sino entre dos expresiones partidarias, la italianófila y la germánica, aunque ambas de la derecha casi extrema. Los partidos ecologistas y la izquierda democrática no figuran ni a placé. «¿Uer arr iu from?», me interpela un parroquiano, germánico, visiblemente beodo chapuzando un inglés ceceoso. «Aus Frankreich? ¿No arabe?, bueno, entonces sea usted bienvenido», me espeta. Nada parece haber cambiado demasiado en este rincón del mundo. De todos modos, el rechazo al diferente es universal. Uno se sorprende cantando aquel hermoso cuplé del carnaval uruguayo:
Volver no tiene sentido/tampoco vivir aquí/El que se fue no es tan vivo/El que se fue no es tan gil/por eso si alguien se borra/que le podemos decir/No te olvides de nosotros/y que seas muy feliz.
En efecto, no es infrecuente ni inexplicable que el que erra desde hace casi una década por los senderos del globo sufra alucinaciones donde el pasado ideal –ideal en el recuerdo- de la Argentina europea se mezcla con el filoso presente de la Europa brutal. La angustia del desarraigo, del no tener a donde regresar –aquel país que amamos ya no existe, ni debe haber existido jamás- hace que a veces, perdido por los recovecos del Viejo Mundo voces, sonidos y rimas del tiempo pasado se arremolinen en su mente en un esfuerzo fútil para que el pasado se convierta en presente y el sur en el norte. Volver sobre lo andado es privilegio exclusivo del recuerdo.
No me pegues soy Giordano/No me tomes soy Cinzano/No me mires soy Bolzano
Bolzano, la más italianizada de las ciudades del Tirol se abre a los sentidos como una flor. A pesar de que la influencia italiana es innegable, arquitectónicamente y poblacionalmente esta dominación se constituyó en torno al viejo casco histórico irreductiblemente germánico. Esa fue la estrategia de implante demográfico aplicada por el conquistador: encorsetar al Bolzano austríaco en un cerco de italianidad. Un enorme arco erigido por el fascismo sienta testimonio de aquella patética gesta. Se trata del Monumento a la Victoria. Lictores y columnas romanas, y otros rasgos de la arquitectura fascista -cuyo edificio cumbre es la Estación de Milano Centrale-, elogian la superioridad de los herederos autoproclamados del César en esta leyenda inscripta en el frontispicio: HIC PATRIAE FINES SISTE SIGNA. HINC CETEROS EXCOLVIMVS LINGVA LEGIBVS ARTIBVS, es decir : «Aquí, en la frontera de la patria, establecida por la bandera, educamos desde ahora a la gente en el idioma, el derecho y la cultura». Lo que equivale a decir algo así como : «Aquí se sitúa la frontera entre la civilización y la barbarie vándalo germánica». Aun hoy, casi cien años después de su erección, la existencia de este monumento en la entrada de Bolzano sigue siendo percibida, con razón, por los sud tiroleses de origen germánico como una provocación del invasor italiano.
Hasta que un día pudo regresar tranquilo, cuando sintió en el cuerpo que alguien lo llamaba
Llueve sobre Bolzano, es imposible pretender comer algo después de las dos de la tarde: le cierran a uno en la cara. La gente se arremolina sobre las peatonales y el mercado al aire libre, y se entrechoca blandiendo sus paraguas asesinos. El centro histórico, ya fue dicho, es totalmente tirolés en su arquitectura, aunque muchos de esos edificios históricos están ahora habitados por vidrieras donde se exponen artículos de dudoso gusto. Si hay algo que impresiona en este Tirol del Sur, especialmente en Bolzano, son los frescos varias veces centenarios aplicados en las paredes de aquellos edificios, que hacen de esos paisajes urbanos refulgentes museos al aire libre. Todos y cada uno de los que habitan Tirol del Sur son perfectamente bilingües dominando tanto el alemán como el italiano, idioma que pronuncian y manejan mucho mejor que en muchas regiones más al sur de esta Italia. El paisaje se hace más y más austriaco al pasar al costado de los Dolomitas y se va uno perdiendo en dirección a la otra parte austriaca del Tirol, la del Este.
Dejar Tirol del Sur es sufrir en el contraste entre lo hermoso y lo espantoso; una región donde convive la energía repugnante de un pasado vergonzoso con la belleza más sublime y el sosiego más profundo, en una relación dialéctica que hace vivir al caminante una experiencia de inusual intensidad.
“No es bueno que el hombre ande solo”. Litto Nebbia.