Francia

La génesis del espectro Macron, el nieto de la nada

Un presidente que antes de 2016 era un perfecto desconocido y una fuerza política compuesta por amateurs -toreros, peluqueras, karatecas, jugadoras de voleibol, empresarios y otros representantes de las fuerzas «vivas»- están al frente de una Francia que tiembla y que estremece la endeble construcción política europea.
Por Alejandro Ninin, desde París

En estas horas en las que Francia da al mundo y a sus ciudadanos la impresión de transitar una etapa de acefalía y en orden a tratar de comprender cómo se llegó a esta situación, es necesario recapitular los orígenes de la aventura política, rocambolesca, que lleva el nombre de Macronia. Este análisis es indispensable para comprender lo que pasa hoy en Francia. La singular coyuntura política que se vive en Francia, con el marcado debilitamiento del gobierno neoliberal de Emmanuel Macron, el presidente más joven de la historia del país, hizo que en espacio de un mes dejasen el gobierno el popular el ministro de Medioambiente, Nicolas Hulot, y también renunció a su cargo «el primer policía de Francia» -apelativo con el que el país conoce al Ministro del Interior-, el poderoso político socialista y francmasón de Lyon, Gerard Collomb. El país estuvo sin ministro del Interior designado al mismo tiempo que la ultra alerta terrorista declarada permaneció en vigor. Las proezas de Mbappé, de Griezmann y de Pogba, y la vibrante victoria franco gala en el mundial de Rusia, – contrariamente a casos que nos son muy conocidos, como el de la dictadura argentina en 1978-, no otorgó al habitante del Palacio del Elíseo sino una semana de oxígeno ya que al cabo de la misma estalló un escándalo enorme, un verdadero asunto de Estado: el Affaire Benalla.

Benalla, la piedra del escándalo
Alexandre Benalla es un individuo francés de origen magrebí. Un oscuro personaje que integra del círculo muchísimo más que íntimo del presidente. Otrora adherente al Partido Socialista y mutado en macronista en el momento preciso, fue conchabado por el candidato Macron como el encargado de asistirlo -en calidad de jefe de seguridad-, durante la campaña electoral de 2017. Luego de la victoria -pírrica- de Macron, Benalla fue nombrado como «Encargado de misión», lo que en derecho francés define a una especie de empleado sin funciones muy precisas, pero que en todo caso, huelga decirlo, cobra sus haberes del erario público. Su nombramiento, como es de norma, no fue publicado en el Boletín Oficial y con eso está todo dicho.

Resulta ser que durante uno de los mítines en conmemoración del Día de los Trabajadores, el último 1 de mayo en Place de la Contrescarpe, en París, Benalla, disfrazado de policía y habiendo, a todas luces, usurpado ilegalmente esa función, habría atacado a palos y tirando por el suelo a una pareja de ciudadanos, proeza descubierta -como no podía ser de otro modo- por el periodismo -el diario Le Monde en este caso-. No quedan dudas: este íntimo del Presidente ejercía el uso ilegal -parapolicial- de la represión, posiblemente para descargar su resentimiento contra el pueblo francés que protesta, que reclama. A los argentinos que han pasado el medio siglo de vida, el episodio no puede sino recordarles la época en la que el «negro» Massera tiraba a un costado el uniforme de almirante y calzándose una campera de cuero y un par de anteojos oscuros iba junto a sus subordinados a los operativos a patear puertas y cabezas de ciudadanos indefensos.
Después de su muestra de coraje -que fue muy mal recibida por las fuerzas del orden. ya que una transgresión como esta pone en cuestión su monopolio de la represión-, es posible que Benalla haya recibido un reto y fue, en efecto, suspendido, aunque por solo dos semanas, conservando su despacho con vista al del Jefe de Estado. Macron, en una reunión en la deslumbrante Maison de l’Amérique Latine de París, un palacete en el mejor tramo de Boulevard Saint-Germain, y frente a diputados de su armado político, sintió la necesidad de explicitar, en tono jocoso, que Benalla no era su amante. Una precisión que nadie le había pedido.
A causa de la presión de los medios y de la sociedad, y con el paso que le es consustancial, la justicia francesa inició -sin muchas ganas- una investigación preliminar. Después de las demandas judiciales, el fiscal de la República aguantó la bola ardiente tanto como pudo. Así, el Parquet, es decir el Ministerio Público, picó la pelota tres veces en el césped judicial contiguo a la Sainte-Chapelle para tirársela al Tribunal Correccional, que mirando la hora, dio unas volteretas sobre el expediente, que crece sí, pero a fuego demasiado lento para terminar convocando a las víctimas cinco meses después de los hechos. En el Palacio de Luxemburgo, sede del Senado, el corajudo Benalla fue escuchado por los parlamentarios, que lo dejaron irse impunemente por las ramas, reforzando así la sensación de impunidad, cosa habitual en un país que aún no parece haber elaborado lo suficiente la complacencia de una gran mayoría de la población durante la ocupación nazi ni de las atrocidades cometidas por Francia en Argelia. Un país en el cual muchos de sus habitantes colaboraron con la Gestapo y las SS delatando escondites de judíos, francmasones e izquierdistas perseguidos. Un país que contempló inmóvil la partida de los trenes de la SNCF -compañía estatal de trenes que aún conserva el mismo nombre, como si nada hubiese pasado- partiendo desde Drancy en las afueras de París repletos de judíos y con destino final en los campos de exterminio. Un país que no recuerda -o que acaso nunca supo- que la mano de obra desocupada de los torturadores de Argelia encontró ocupación en instruir a los grupos de tareas argentinos acerca de qué puntos tocar en la tortura para obtener el mayor volumen de información de parte de los desaparecidos. De cualquier manera, y aun en el marco de esa pútrida neblina, es justo admitir que Emmanuel Macron fue el primer presidente que reconoció sin tapujos las atrocidades cometidas por Francia en Argelia, cuyas consecuencias siguen siendo sufridas tanto por la población francesa de origen galo como por la de origen norteafricano. Porque 56 años después de los acuerdos que pusieron fin a aquella tragedia, la herida está aún lejos de cerrarse.

El vaciamiento del concepto de participación popular
El Affaire Benalla es sintomático de un fenómeno inédito en Francia: la amateurización total de la política y por consiguiente de la gestión de la cosa pública. Como cualquier otro experimento político, el macronismo tiene orígenes y causas que es preciso desentrañar, ya que ninguno de los grandes medios de comunicación del orbe se ha dedicado a estudiar en profundidad, ni la génesis ni la naturaleza de la coalición política y de clase que propulsó a Macron a la Presidencia de la República francesa. Sin embargo, esta aventura, que reviste más el carácter de un joint venture, de una Unión Transitoria de Empresas para desmantelar el Estado que de una formación política tradicional, es característica de las formas particulares que ha comenzado a asumir en muchas partes la representación popular sobre la cual -al menos en teoría- se basan los sistemas democráticos del mundo.
Resulta difícil comprender cómo la quinta potencia del mundo, el tercer poder nuclear del planeta, esté siendo gobernada por un conglomerado partidario inexistente antes de 2016 y presidida por un hombre que antes de ese año era un perfecto desconocido fuera de los círculos del gran poder patronal y financiero. Formado en la célebre Ecole Nationale d’Administration, verdadero semillero que dio al país tres otros presidentes -Giscard d’Estaing, Chirac y Hollande-, pero contrariamente a estos últimos, Macron no ocupó cargo electivo alguno antes de su meteórico ascenso al Palacio del Eliseo. Su inicio en la actividad política fue un breve coqueteo con el soberanismo tenuemente antieuropeo del exministro de la Presidencia Mitterand, Jean-Pierre Chevènement. Macron comenzó su carrera profesional como inspector de finanzas para ingresar, en 2008, en la Banca Rothschild, firma en la que en el corto espacio de dos años se consagró como socio gerente. Poco se conoce acerca de la trayectoria del hoy presidente entre 2010 y 2012, aparte de una muy tibia militancia en el Partido Socialista que antes de 2012 no mostraba vocación alguna de poder en el auge del conservadorismo «popular» del franco-peronista, del Menem de Neuilly-sur-Seine, Nicolas Sarkozy.
La sorpresiva victoria de François Hollande ante Sarkozy el 6 de mayo de 2012, después de una campaña salpicada de amagues izquierdistas tales como «Le aviso al mundo de las finanzas que estamos llegando», habrán asustado a la City de Londres – donde como se ve hoy en pleno Brexit, abundan los ingenuos-, ya que anticipó a través de su órgano oficial, The Economist, que con un presidente como Hollande «Europa estaba sentada en una pila de dinamita». Estas sandeces no amilanaron en absoluto al ex-Rothschild Macron, acaso conocedor un poco más profundo del personaje que encarna François Hollande, un hombre de un cinismo frio. Porque fue esa anomia total que fue el hollandismo la que abrió un período -el macronismo-, que presenta enormes similitudes con la farandulización de la política argentina en los noventa, aunque ni siquiera con farándula.
Sin haber desempeñado un rol de importancia en la campaña que llevó a Hollande al poder, Emmanuel Macron, nadie supo bien por qué, fue nombrado como secretario adjunto de la Presidencia, un puesto en el riñón del poder pero sin visibilidad electoral alguna. Aunque como dijese Bonaparte, un soldado raso puede tener en su mochila el bastón de mariscal. Y este fue el caso.

La patética agonía del primer hollandismo
Cuando ya el gobierno hollandista había tomado definitivamente un cariz un tanto militarista y bastante alineado en política exterior, interviniendo activamente en conflictos más allá de las fronteras nacionales como en Mali en 2013 y en Siria, apoyando ostensiblemente al bando rebelde aunque al mismo tiempo combatiendo a ISIS, los escándalos de alcoba del presidente visitando a su amante -hoy su pareja- montado en un scooter, veladas al fin de las cuales, la guardia presidencial le acercaba las medialunas para el café au lait matinal, la falta de respuestas a los problemas acuciantes del ciudadano común, sintetizada en la realidad de seis millones de franceses sin empleo, crearon el caldo de cultivo para la reorganización del gabinete ministerial de agosto de 2014. Macron, que había renunciado a su puesto de subsecretario para dedicarse a la «enseñanza», fue sorpresivamente nombrado ministro de Economía e Industria, convirtiéndose en la cara joven de un gobierno agonizante. Pero como fue dicho, ni su trayectoria política ni su recorrido profesional parecían justificar su nombramiento como jefe del palacio de Bercy, cerebro y corazón financiero del colosal Estado francés. Dada esa carencia de antecedentes, los grandes medios, especialmente el influente canal de noticias BFMTV comenzaron contribuir a la creación de su imagen, cubriendo los desplazamientos del nuevo ministro y sus llegadas cada día a Bercy en una embarcación de alta velocidad después de una travesía a lo largo del Sena, y ofreciéndole generosos espacios en sus horarios centrales para que expresase una y otra vez el latiguillo de que a la sociedad francesa le falta dinamismo, de que había que terminar con la máquina de impedir, de que era necesario reformar el Estado, desregular, privatizar, liberar la acción de las fuerzas «productivas» terminar con el asistencialismo, cosas que cualquier argentino, después de las décadas, ya está harto de escuchar, pero que tienen una amable resonancia para un sector, bastante pudiente de la sociedad francesa.
Desde luego, el nuevo ministro omitía decir que en realidad el asistencialismo en Francia es el de las clases medias hacia las clases pudientes, ya que estas no tributan en relación a su capacidad, mientras que las primeras apenas sobreviven asfixiadas por una presión impositiva brutal. Es en efecto la clase media y media baja francesa, compuesta por obreros, funcionarios, profesionales y pequeños empresarios y comerciantes la que sufraga los gastos para que en este país siga existiendo algo cercano a un Estado que garantice a sus ciudadanos condiciones mínimas de existencia. Y la que también financia la subsistencia de un caudal migratorio omnipresente que no termina jamás de encontrar su lugar, ya sea por faltas propias, por faltas ajenas, o por ambas.

El espectro cobra forma
El entonces ministro de economía parecía totalmente ajeno a las dolencias del pueblo francés, porque en vez de dedicarse a tratar de aliviarlas desde su sitial fue a partir de principios de 2016 cuando intempestivamente, y aún siendo parte del gabinete ministerial, comenzó a convocar a representantes de las fuerzas «vivas» a una serie de reuniones en las que se discutiría un proyecto político, no con miras al futuro mediato, sino al inmediato -las siguientes presidenciales-, cosa que sorprendió a propios -el PS en el gobierno- pero sobre todo a extraños -la derecha tradicional gaullista, entre ellos-. Desde el vamos, Macron proclamó que su movimiento no sería «ni de izquierda ni de derecha», y que su único programa sería el de «hacer otra cosa», «tratar de avanzar», «hacer frente a las trabas de la sociedad» (Le Figaro, 7 de abril de 2016) entre otras vaguedades y abstracciones que son parte histórica del folklore neoliberal del mundo entero.
No mucho después, ya sólidamente instalado en el candelero, renunció a su cargo para dedicarse a la consolidación de su novel movimiento político, denominado En Marche!. Era el comienzo de un sprint admirable, ya que lo que le llevó casi cuatro décadas al inolvidable Ingeniero Alsogaray en Argentina, en el sentido de imponer un programa de corte neoliberal a través de un gobierno electo; que lo que le tomo veinte años a Mauricio Macri, llegar a la Casa Rosada; que lo que le tomó cuatro décadas a Mitterrand y a Chirac; Macron lo conseguiría en sólo una docena de meses, configurando así un fenómeno cuyo único antecedente que viene a la memoria es el de Alberto Fujimori en el Perú de los albores de los noventa.
En el otoño europeo de 2016, el impetuoso exministro hizo un viaje, también profusamente difundido por los medios del establishment, más allá del Canal de la Mancha, donde organizó una cena a la bicoca de 7.500 dólares el cubierto para recaudar fondos, aunque seguramente para hacer caja grande se haya reunido con importantes vacas sagradas de la banca londinense que lo deben haber recibido con los brazos abiertos. «Me faltan talentos, tiempo y dinero», dijo Macron en aquel banquete (Libération, 9 de septiembre de 2016). Sin embargo, cuando regresó a París en el tren Eurostar ya debe haber tenido los bolsillos lo suficientemente llenos, porque pudo alquilar de inmediato el Palacio de los Deportes de Bercy, que no es barato, como sede de un mitin político al cual algunos lenguaraces dijeron que los empleados del ministerio de Economía fueron amablemente invitados a asistir para ocupar todos los claros, incluso los de la primera fila. Lo que sucedió aquella noche en Bercy parece extraído de una reunión del ministerio de Ondas de Amor y Paz del Pastor Giménez o de algún otro pastor evangelista norteamericano. Emmanuel Macron sobreactuó groseramente las técnicas que le enseñase su esposa Brigitte, años mayor que él, cuando era su profesora de teatro en el bachillerato, allá en Amiens. Como si estuviese bajo los efluvios de una posesión satánica, en total trance, repitió, levantando los dos brazos y a los gritos pelados «Gracias a ustedes, gracias a ustedes, gracias a ustedes» unas diez veces de manera ininterrumpida, ante el asombro de la escasa concurrencia y de casi todos los medios que difundieron profusamente y en directo lo sustancial de aquel disparate. Asimismo, y también al cabo de aquel 2016, Macron ya había publicado su libro blanco, lleno de abstracciones y generalidades bajo el título camaleónico de «Révolution». Cómo no pensar en aquellos versos, inmortales, salidos de la pluma, del alma del gran escritor oriental Mario Benedetti y que rezaban: «No me ensucie las palabras, no les quite su sabor y límpiese bien la boca si dice Revolución».

El 18 Brumario de Emmanuel Macron
Después de la gafe del «Merci à vous» a repetición y a los alaridos, su destino parecía sellado a la intrascendencia. Aunque una pequeña luz se le había abierto. Dos semanas antes de la mise en scène de Bercy, Hollande estaba destinado a ser el candidato a su propia reelección. Sin embargo, fino conocedor de la política francesa como que sabe de memoria cada rellano del país franco galo y percibiendo una segura derrota, prefirió dar un paso al costado -aunque ahora no deje de cantar «Volver»-, Benoît Hamon, vencedor de la interna socialista, se consagró candidato del Partido, picando en punta en el terreno de la izquierda. Diversas desinteligencias, pero por encima de todo una guerra de egos entre Hamon y el líder de la izquierda motejada en Francia de «extrema» -y que no lo es en absoluto-, un francmasón y exsocialista, Jean-Luc Mélenchon, afecto a los gestos ampulosos y a los conceptos huecos, frustraron la constitución de un amplio abanico de izquierda que podría haberse impuesto en las elecciones. A la derecha, sorpresivamente, el líder conservador, thatcherista hecho, derecho y confeso, François Fillon, que había comenzado la campana al frente de las encuestas y que había prometido «romper todo» («casser la baraque», es decir desmantelar los vestigios del Estado de Bienestar en Francia), terminaría roto él mismo, ya que fue ametrallado a citaciones judiciales por reales y presuntos escándalos de corrupción, especialmente por los contratos de ñoqui de su mujer desde 1981 a 2017. Todo esto hubo de debilitar mortalmente sus chances. Apoyado en lo más rancio de la derecha conservadora de sesgo ultracatólico, casi lefebrista, Fillon había vencido al todopoderoso barón de Burdeos, Alain Juppé, un noble, casi un reyezuelo, -un reyezuelo prontuariado-, en la segunda vuelta de la interna en la que Nicolas Sarkozy quedó reducido a la nada política.

Con una derecha conservadora fuertemente golpeada por el Affaire Fillon, una izquierda fragmentada entre sus diferentes sectas y una extrema derecha -la de los herederos de Vichy, esto es la Francia Nacional Socialista- que no pudo jamás representar más que una quinta parte del electorado, en todo caso en primera vuelta, proyectaron claramente hacia la sociedad la fuerte impresión de que el joven Macron sería el mal menor. Sobre todo para la clase media bien pensante que habita las grandes urbes del hexágono francés y que no quiere, por nada del mundo, ningún tipo de proceso político fuera de libreto, ningún cambio brusco o profundo, aunque fuese progresista, que pueda llegar a sacudir su modorra perpetua. Fue así que a la hora de contar los garbanzos, el candidato espectral se impuso por ajustado margen en la primera vuelta, reuniendo solo el 24% de los sufragios emitidos, solo 3% por encima de la extremo derechista Marine Le Pen, frente a quien debería afrontar el ballotage.

Pagado de sí mismo, viéndose como un nuevo Napoleón, o como el hijo de Júpiter -el mismo calificó su propia, su patética gesta como «jupiteriana»-, sintió la necesidad de emborracharse de gloria por su magra victoria en primera vuelta. Con los fondos del nuevo partido, La République en Marche, cuyos aportantes habían crecido considerablemente al ver a Macron como el pingo que pudiese ganar el gran premio e imponer las reformas que favorecerían sus intereses, el equipo de campaña alquiló el local completo de la famosa brasserie “La Rotonde” de Montparnasse. El mismo reducto al que León Trotski concurría todos los días para leer los diarios y conspirar contra el zarismo, fue donde se dio reunión la flor y nata de la Francia por venir. Un puñado de desconocidos, que ocuparían puestos claves en la administración pública -Benalla, entre ellos-y algunos, pocos, aunque demasiado conocidos como Jacques Attali o Daniel Cohen-Bendit.
Nuevamente la prensa, usando del sentido común, dedujo que este tipo de celebración ostentatoria no se condecía con las angustias y los sufrimientos que el pueblo francés debe afrontar cada día. Cuando los periodistas le hicieron notar la contradicción de celebrar el haber llegado primero en primera vuelta con solo el 24% y con tanta pompa en medio de una situación social muy difícil, Macron se sacó totalmente frente a las cámaras para vociferar haciéndose el campechano que él no tenía ninguna lección que recibir del ambiente parisino y que haría lo que a él le pareciese. Voilà.
Su soberbia debe haber sido un duro golpe para la clase media, aunque siendo Marine Le Pen su contrincante, debió asimilarlo y tragando el amargo ricino se dispuso a votar de todos modos por él. Días después, la nación franco gala se detendría frente a las pantallas de la tevé para presenciar el gran debate entre Macron y ese retazo del ayer que es Marine Le Pen, mitad Juana de Arco mitad Charles Maurras. El match arrancó con un Macron dubitativo y con una Le Pen, que, defecto de familia, lucía muy confiada frente a un hombre mucho menor. Lo que Le Pen no imaginaba era que su prédica constante contra la moneda única europea iba a ser la falencia que determinaría su inapelable knock out en el debate. Porque Macron punteó a Le Pen preguntándole si no era una irresponsable. Y jugándola de paladín de la clase trabajadora le tiró la segunda mano: «¿Va hacer usted en suerte que los salarios se paguen en nuevos francos devaluados y que los franceses tengan que pagar sus gastos en la moneda fuerte que es el Euro?». A Marinette le deben haber temblado las piernas y sorprendida no supo que contestar. Trastabilló intelectualmente dos o tres veces, manoteando papeles marcados con resaltador sin saber qué responder, grogui frente a las cámaras, mientras Macron ya viendo la sangre que manaba de la bestia herida, se ensañó más y más contra las incoherencias de su contrincante, poniendo al desnudo su ignorancia congénita. El émulo de Juana de Arco se chamuscaba en la pira de sus contradicciones mientras iba mostrando más y más su electoralismo barato, su nacionalismo de ocasión, su fascismo de utilería, su chovinismo aburridor. Al fin de la justa, a nadie le quedaban dudas sobre quién iba a ser el próximo presidente de Francia. Y los resultados de la segunda vuelta así lo confirmaron: Macron se impuso con el 66% contra el 34% de Marine Le Pen, que rescató no pocos votos de la derecha «moderada». Queda como saldo que un tercio de los electores de Francia no le hicieron asco a votar por las ideas del lepenismo, lo cual es, a todas luces, bastante preocupante.

Bienvenido a casa
Las elecciones parlamentarias, que en países con una institucionalidad más afinada tienen lugar en la mitad de los mandatos presidenciales, en Francia se realizan casi inmediatamente después de la presidencial, lo cual las convierten en un mero trámite por la cual el ejecutivo, generalmente pasa a ostentar automáticamente dos de los poderes del Estado al garantizarse con una mayoría adicta a lo largo de su mandato. Este fue el caso de la mayoría que alcanzó el macronismo. Sobre 308 diputados del partido oficial creado hacía apenas un año, 279 no habían tenido jamás experiencia parlamentaria. Por ello, es fácil colegir la razón por la cual sus manos se levantan automáticamente para aprobar proyectos en la línea del gobierno y si hubiese algún accidente, Macron usará, como ya lo hizo, del equivalente de los DNU argentinos. Lo que se dice una democracia plena.
Apenas dos meses de haber asumido el nuevo gobierno se dio una situación bastante extemporánea. En una reunión ultrasecreta con parlamentarios cuyo tema fueron las reducciones presupuestarias en las Fuerzas Armadas, el general Pierre De Villiers, jefe de Estado Mayor de los ejércitos franceses, sostuvo que la situación en el ámbito castrense era «insostenible» y que él no tenía la intención de «dejarse c…» (se laisser baiser) por el nuevo Jefe de Estado (Le Figaro, 14 de julio de 2017). Todo un pronunciamiento. La patria militar francesa, que se ilustró en Indochina y en Argelia, no podía terminar de digerir la derrota de Marine Le Pen. Por una vez la reacción del Presidente Macron fue firme y fue drástica: «Yo soy su jefe y soy yo quien le indicaré cuál es el presupuesto que asignaré a las fuerzas a su cargo». El insolente jefe militar no tuvo otra salida que renunciar, algo que sucedía por primera vez en la V República, es decir desde 1958. El mismo año en el cual Arturo Frondizi asumía como Presidente de los 20 millones de argentinos. Frondizi recibiría, antes de su derrocamiento, unos treinta planteos militares. Si se hubiese mantenido firme frente al primero, tal vez el segundo no hubiese tenido lugar. Es lo que hizo Macron, cortando de raíz todo cuestionamiento castrense a su autoridad. Ciertamente, la injerencia militar en asuntos de Estado es lo último que hubiese faltado en esta Francia. Como es de uso en Francia y a falta de mejor ocupación, el general De Villiers habría de publicar un libro conteniendo todos sus rezongos y que ya duerme, hace tiempo, el sueño de los justos.
Apañado por el Primer Ministro Edouard Philippe, y en lo referente a la concepción de la sociedad y el Estado, el gobierno abreva en las conclusiones de los Foros del Havre, ciudad de la cual Philippe fue mayor. Estas reuniones, regenteadas por el inefable Jacques Attali, asesor de Mitterrand, Chirac, Sarkozy, Hollande y desde luego Macron, resultan, cuando analizadas con detenimiento, una simpática reformulación de las ideas neoliberales o como hubiera dicho el difunto autor intelectual del Rodrigazo y mentor del presidente Macri, Ricardo Mansueto Zinn, la instauración de una «ética de la responsabilidad» en detrimento de la solidaridad social, de la Fraternidad, uno de los tres valores basales de la República francesa. En esos foros se habla, como siempre, de remover las trabas que pesan sobre los «emprendedores» de terminar con el pernicioso y contra productivo asistencialismo, en definitiva y como hubiese dicho también Zinn de «achicar el Estado para agrandar la nación» para «liberar las fuerzas productivas» y poner en marcha la locomotora francesa.
Hablando de locomotoras y de trenes, la pulseada que el gobierno mantuvo con los sindicatos del gremio, también terminó siendo ganada por Macron, que al doblegar las medidas de fuerza de los trabajadores y quebrar las huelgas, asestó un duro golpe a la organización tradicional del trabajo ferroviario en Francia encarnada en los célebres cheminots. Una serie de leyes y medidas fragilizaran la situación de ese sector, no sólo frente a la indiferencia, sino casi frente a la hostilidad de una parte decisiva de la sociedad francesa frente a los reclamos de los trabajadores que dificultaban sus desplazamientos.

Lo que vendrá
A pesar de sus éxitos contra la injerencia militar y contra las organizaciones sindicales, y de una política exterior mucho más sólida y multilateral que la de los dos gobiernos que lo precedieron, el gobierno sigue creando no sólo en la sociedad francesa sino también en la escena europea la impresión de un vacío de poder manifiesto. Ministros que dan portazos o que se escapan a sus dominios electorales en busca de sosiego, y por encima de todo, un fantasma que sobrevuela toda Francia: el fantasma del cobro de impuestos en la fuente, o para decirlo de otro modo, la deducción automática de los impuestos de las cuentas bancarias de los contribuyentes. ¿Un corralito con perfume francés? La pregunta será respondida en el primer cuarto de 2019. Hacia mediados de este año, el contribuyente francés fue compelido por el Estado a consignar en su declaración de impuestos el número de la cuenta bancaria en la cual recibe sus ingresos. Todo parece indicar que el Estado tomará de las cuentas todo lo que considere que tenga que tomar, en base a criterios que no han sido explicitados claramente. Si el contribuyente busca vaciar la cuenta consignada poniendo a buen recaudo sus magros dineros antes del manotazo, probablemente quede en saldo deudor con el banco, de manera que las escapatorias aparecen improbables. En términos generales la base imponible será el ingreso del anterior período fiscal, pero como los ingresos son en casi todos los casos fluctuantes y en la mayoría de los mismos de tendencia bajista, es posible predecir que la equidad fiscal va a ser, una vez más, puesta en serio riesgo. Como fue dicho, los grandes grupos económicos franceses y las clases pudientes, persisten en no tributar en relación a su capacidad. Y el Estado debe, en todo momento, apelar a los enflaquecidos bolsillos de la clase media. Y lo hará otra vez con esta nueva medida, al sacar de las cuentas bancarias todo lo que tenga que sacar para intentar llenar el agujero fiscal, que es, reconozcámoslo, atroz. Extraña y dolorosa paradoja en una Francia que nunca a lo largo de su larguísima historia fue tan rica y poderosa como hoy. Y pocas veces tan desigual como lo es en este incierto presente.