Un argentino piensa en Europa

Amberes, ciudad plastificada

Siempre plena de arte, rica en historia, la presencia judía en la ciudad-puerto de Bélgica, que se remonta al año 1000, se mantiene inalterable a pesar de las catástrofes que azotaron a la comunidad durante el siglo pasado y de un retorno, definitivo, a Israel de muchos de sus integrantes. Por Alejandro Ninin, desde Bruselas

Yo amo estas callejuelas de la Europa sórdida y cruel. Amo su inútil, su antihigiénica belleza.
Roberto Arlt, Un argentino piensa en Europa, El Mundo, 16 de septiembre de 1938.

 

Supongamos que al que escribe, un asunto profesional lo haya impulsado a desplazarse desde Bruselas hasta Amberes. No olvidemos ni que para iniciar ese recorrido es preciso padecer un tránsito tortuoso en un tranvía antediluviano, ni que una pena de fin de Ramadán se había posesionado del vagón, mientras el sufrido pasaje contaba cada segundo que lo separaba del destino. Un tránsito ineluctable pero lento hacia la Estación del Mediodía en las ancas obsoletas de una tecnología que domina nuestras vidas. ¿Pero qué hacer cuando la tecnología no funciona porque el servicio público agoniza por falta de inversión estatal? La frustrante peregrinación de una máquina expendedora a la otra -no existen ni boleterías ni boleteros en las economías ultraliberales como esta-, una y otra vez intentando sacar un pasaje en expendedoras que no funcionan. Y a sólo cinco minutos de la partida del tren sobreviene el milagro cuando el boleto impreso es devuelto por la máquina al cabo del enésimo intento. Quedan apenas dos minutos para cubrir 250 metros y no perder el convoy. Lo logro y ya estoy en viaje hacia el norte del país.
Las estaciones de Bélgica -esa suerte de tierra de nadie, ese reino de perfiles perpetuamente abstractos, mi hogar, esa baldía porción de mundo entre la Francogalia y la Batavia- difícilmente hayan sufrido remodelación alguna en las últimas siete décadas. Señalética vetusta, perfiles decadentes y mugre omnipresente dominan la escena. Si uno fuese capaz de mirar en blanco y negro, el presente podría estar aconteciendo en los cuarenta, acaso en plena guerra. Bélgica, corazón de Europa. Si hubiese alguna diferencia entre la estación de Malinas y la de Berazategui sería totalmente en favor de esta última. En el asiento de al lado, un magrebí eleva sus plegarias al altísimo. Allah, Allah, Allah Akbar. Dios es grande, canta el hombre a dúo con su smartphone. Gracias al altísimo, me digo, que no estamos en la Franco Galia, ya que esa sola evocación pronunciada en aquella tierra indómita equivale para las fuerzas del desorden del país a un gatillo que gatilla otros gatillos.

Un reflejo de la Tierra Prometida
La estación de Amberes es una joya arquitectónica cuya riqueza ornamental no puede sino asombrar al visitante. Es una pena que en su seno majestuoso el viajero infeliz esté condenado a no encontrar jamás el rumbo. Allí, en la probeta de los túneles, los tranvías se travisten en subterráneos o hasta se truecan en micros que nunca pasaran por donde uno los presienta. Huelga decir que estoy perdido. Un taxista, muy a pesar suyo ya que percibe que mi viaje será corto, acepta dejarme a medio camino entre la estación y la Gran Plaza legendaria. Aterrizo sin aviso en el viejo barrio israelita. Las instituciones judías aquí -como allá abajo, en el Sur del mundo- discurren su libertad encerradas entre horribles paredones preventivos. Los rebes apuran el paso de un edificio al otro de la zona, a veces a la sombra de la sinagoga holandesa, majestuosa, y el paso confiado por la calle de mujeres musulmanas de chador da al viajero la impresión de una coexistencia entre ambos universos que por lo menos superficialmente diríase pacifica. Muchos de los integrantes de la comunidad judía de Amberes, cuyo número roza hoy los 20.000 miembros, optó por regresar a Israel, mientras muchos de los que eligieron quedarse se dedican al comercio, mayormente de diamantes. Se trata de una población fundamentalmente ortodoxa y predominantemente jasídica.
La presente comunidad israelita de Amberes se estableció en la ciudad hacia 1816, aunque la primera presencia judía se remonta a 1023, cuando Balduino IV invitó a dos rabinos acompañados por treinta fieles a establecerse en la ciudad. Fue también en este barrio, en 1941, durante la ocupacion nazi de Bélgica, donde tuvo lugar el pogromo de Amberes orquestado por el Partido Nacional Flamenco y que dio comienzo a una escalada de terror sostenido que llevaría a que un 70% de la población judía de esta ciudad pereciese en los campos de exterminio.
El caos indescifrable del transporte público de la capital belga halla su correlato natural aquí en Amberes. También en ese barrio todos los tranvías parecen conducir a todas partes y a ninguna. ¿Cómo llegar a la Gran Plaza? Sacar un boleto es impensable porque tengo un billete de 50 euros que el conductor del tranvía no tendrá la menor intención de cambiarme. Las máquinas expendedoras sólo aceptan billetes de diez. Sin saber qué hacer, ya en calidad de polizón hecho y derecho, me senté a contemplar el discurrir de las estaciones, esperando resignado el asalto del vagón por parte de los colosos defensores de lo justo. El tranvía desciende a las entrañas de la tierra metamorfoseándose en subte. Para en dos estaciones y me bajo. Mi argentinada es coronada por el éxito.

Belleza del pasado y horrores del presente
Cerca de la Gran Plaza, pegada al modesto monumento erigido a la memoria de Rubens, exitoso mercader del don que le fue dado, me enfrento a la esporádica pero agresiva luz del norte europeo, una luz grisácea y tramposa que perfora los ojos como dagas. Entro a otra sucursal de la famosa cadena de cafeterías norteamericanas, incrustada como otras en cada atracción turística de Europa Occidental. Después de un par de sonrisas fingidas, una empleada, precarizada, me da un balde de loza que contiene un tercio de café, un tercio de espuma y un tercio de agua hirviente. Trago un tercio mezcla de los tercios y dejo la mitad.
Mucho más que cualquier otra ciudad del norte de Europa, Amberes está siempre repleta de españoles. ¿Nostalgias del Siglo de Oro? ¿Añoranzas del costado belga del Imperio español? Debe haber una razón acaso más prosaica, que nadie sabe a ciencia cierta.
Al igual que los centros históricos de casi todo el Viejo Mundo, el de Amberes está perpetuamente en obras: grúas, caballetes, fachadas cubiertas con pedazos de plástico, esqueléticas formaciones tubulares que arruinan la visita, que ofenden el buen gusto; baldosas destruidas ubicadas en manzanas contenidas en cercos semejantes a corrales. La Catedral, yergue sus torres, la una alta, la otra más baja, mal vestida con harapos de polipropileno. Y sin embargo me dijeron que estamos en Europa. Esto es Europa. Sí.

El templo del divino mercader
Tomo asiento en las gradas posteriores del templo, al costado de pilares gigantescos sobre los cuales descansa el techo abovedado. Los vitrales filtran la luz agresiva produciendo en mis sentidos el efecto de un caleidoscopio. El barroco se respira en cada parte, el barroco plasmado sabiamente por el próspero mercader del don que Dios le dio. Rubens, Pieter Paul, el hijo de esta villa, el amberino que supo plasmar en la tela los óleos, a menudo nauseabundos, de la gran Contrarreforma. Y que montó en su atelier un verdadero dream team de maestros de la pintura de los Países Bajos españoles, que proveía de imágenes, no sólo a la Iglesia romana, sino también a otros mercaderes y gentes de abolengo.
Lo mercader, se sabe, no quita lo genial, sino acaso todo lo contrario. Porque nadie como Rubens digitó las luces y las sombras para plasmar las más inverosímiles imágenes de la certera propaganda religiosa de su tiempo. Esa luz que emana de los cuerpos inertes por las muertes, esos cuerpos que dimanan claridad y oscuridad al mismo tiempo, esa luz que se extingue como un soplo en los negros vericuetos de la vida. ¿Cómo no maravillarse frente a eso?
Casi todas las obras que pueblan ese espacio trasuntan esa relación dialéctica entre sufrimiento y búsqueda del equilibrio, entre penitencia y de perdón, entre bien y de mal, entre luz y oscuridad -si tales dimensiones existiesen en verdad-.
Este templo fue castigado primero por el furor iconoclasta, luego por las hordas de galos enardecidos por los efluvios de una revolución que jamás comprendieron totalmente, hasta hallar reposo cuando Napoleón el Grande, el último emperador romano, como ya había hecho con el pueblo judío en sus dominios, lo salvare de la ruina perpetua. Aunque sólo después de la caída definitiva del Gran Corso que las obras, geniales, de Rubens fueron devueltas a este templo. Así, la Catedral amberina sobrevivió a todos esos estragos, pero al observar la triste imagen que producen los andamios clavados en los muros, la miserable vista de los paños de polipropileno, a uno le parece poco probable que en este templo, así como en la ciudad entera, puedan sobrevivir a este estadio del capitalismo que todo lo invade. Como a esta Catedral que no es sino un bazar al que todo el mundo asiste sólo porque se supone que tiene que asistir, para contemplar las obras de alguien de quien se sospecha la importancia, pero del cual no se comprenden ni las obras ni el contexto de confrontación entre visiones e intereses contrapuestos que establecieron las condiciones para que el artista las produzca.
Aquí, justo a mi lado, hay un grupo de paquistaníes que miran sin comprender a ciencia cierta el motivo de tanta veneración, asiáticos que se pasean circunspectos, con cara de entendidos, sobando las obras con los ojos, señoras gordas -no pocas argentinas- que eternizan a Rubens en sus iPhones, mientras que yo, que tampoco entiendo mucho, paso mi tiempo disparando fotos, reproduciendo ad infinitum estas obras en un esfuerzo, fútil, que asombraría al mismísimo Walter Benjamin.

Turistas, un enjambre sin control que oscurece la ciudad
Se acerca el mediodía. Las hordas de turistas afluyen hacia el centro, invadiéndolo todo, sedientos de encontrar en Amberes aquello que se supone que es importante encontrar. Elefantes en la ciudad de juguete, se abalanzan sobre los monumentos, transitan explanadas, ascienden largas escalinatas que salpican con el multicolor de sus atuendos coloridos, andrajosos, mientras los locales buscan refugio en la seguridad de sus hogares, muchos de los cuales albergan a turistas.
El Ayuntamiento, la curiosa estatua en el centro de la Gran Plaza, la fortaleza de piedra que oficiase otrora de castillo, todo absolutamente todo está también sea recubierto de preservativos plásticos sea bloqueado por andamios. Resulta probable que este tipo de estado de obras perpetuo que se vive en Amberes -y en toda Europa- tenga alguna relación con la necesidad de la clase política europea de echar mano al erario público para sacar tajada de la obra pública y financiar la actividad política. Obras son amores. Obras eternas como el verdadero amor. Obras faraónicas, casi nunca pertinentes. Obras cosméticas como por ejemplo la renovación del Palacio de Justicia de Bruselas, al cual darle una simple lavada de cara va a llevar, al paso que vamos -está en remodelación desde hace casi una década-, más tiempo, más andamios y sobre todo más polipropileno que lo que le llevó al genial arquitecto y francmasón Joseph Poelart planificar el edificio y hacerlo construir.

La casa de la carne, la casa de la música
Me sentí muy feliz al ver que los empaquetadores de monumentos se olvidaron de poner en una bolsa plástica a un edificio típicamente flamenco que perteneció siglos atrás al Guild (sindicato) de los carniceros:  la Vleeshuis -en holandés «casa de la carne», aunque sin la carne y sobre todo sin la Sarli-.
Se trata de una hermosa estructura medioeval que el gobierno local optó juiciosamente por consagrar a un portentoso museo de la música y de los instrumentos. Disfruté al contemplar las diferentes curvas hechas en su arquitectura para darle forma. Pulsé aquellos instrumentos de viento de singular sonido. Como es un recinto que no despierta el interés de las masas turísticas, acaso sea por eso que el visitante misántropo se sienta transportado a otro tiempo, un tiempo en el cual, amparado en el silencio, el ser humano podía darse el lujo de pensar y de sentir el contento y el solaz que solo pueden dar el silencio y la quietud.

Una nota de brillo en el gris del perpetuo pasado
Regresé a la Gran Plaza esquivando las hordas de turistas; como en casi todas las urbes europeas con pasado de burgo, todas las callejuelas llevan a la Gran Plaza, la Roma de los burgos. La multitud, como sucede en toda Europa, no tomaba en cuenta mi necesidad de espacio para caminar y se cruzaba en mi camino ora corriendo ora bloqueando mi paso, llevándome varias veces por delante. No pude sino hallar refugio en un local de comidas rápidas de origen franco galo. Presa de una migraña silvestre y bastante pronunciada, mastiqué sin ganas el pedazo de carne de dudosa procedencia y de pan de utilería que me dieron.
Dicen que África es el continente del eterno futuro y es probable. Pero si aceptamos eso, debemos también aceptar que Bélgica en particular, y Europa en general, son el país, el continente del perpetuo pasado. En los fulgores de aquel pasado eterno cavilaba, cuando el eterno futuro del que escribo hizo su súbita irrupción. Comenzaba un espectáculo digno de verse: el que solo pueden dar los colores y los sonidos que emanan de las acciones de una familia de origen somalí. La madre de familia absorta en una conversación telefónica interminable. Sus dos críos varones prolijamente ataviados en sedas verdes, o amarillas, empujándose sistemáticamente o pegándose piñas y patadas arteras entre ellos. La hermanita mayor, sin velo, que le tiraba del pelo a la hermanita menor, la cual no podía sino proferir graznidos de intenso dolor. Las miradas desaprobatorias de los indígenas de origen europeo no impidieron que el espectáculo creciese en intensidad y en voltaje cuando de repente sobreviene otro milagro. La cajera, una flamenco hablante, le entregó a la madre varias bandejas llenas de papas fritas, de hamburguesas seguramente mal cocidas y también, como los monumentos de Amberes, empaquetadas en plástico, junto a una promesa de canilla libre de gaseosas rebajadas al 40% de H2O para cada uno. La calma comenzó a reinar. La sociedad de consumo es una religión universal. Sin demora, casi en fila, se sentaron todos en torno de una mesa, asumiendo la escena los perfiles de un ritual, de una última cena de Leonardo y comieron, en perfecto silencio. El orden de esa mesa reflejaba la prolija e inmutable distribución de los astros en el cielo en el marco de un fresco africano trasplantado a los prejuicios de la ciudad de Amberes. Fue, sin lugar a duda de aquel día la única escena de verdadero color situada en el presente, en un lugar que hace siglos vive del pasado. Porque en el pasado, aunque la acumulación existía, la reproducción del capital a gran escala, espoleado por la revolución de las comunicaciones y de la tecnología, estaba lejos de hacer su brutal aparición y entonces el arte, la arquitectura, tenían su razón de ser en una Bélgica, en un viejo mundo, en un Amberes cuyo ser agonizante no cesa de buscar su razón de ser perdida.
Hoy la reproducción del capital a escala planetaria, un juego del que la acumulación es la piedra angular y el boleto de entrada al gran casino, relega al arte, a la belleza, a la categoría de gasto superfluo. El mundo, reconozcámoslo, se ha vuelto cada más feo y esto no puede sino entrañar la pérdida del apetito por la vida, secuela de la parálisis del alma, una realidad que se ve por todo el orbe pero que impera con fiereza en las calles cansadas de esta Europa, en las calles vetustas de esta Amberes en la que aconteció mi día.