Perdonar y perdonarnos

Un Estado no puede alimentar sus argumentos existenciales favoreciendo el odio al extraño, al extranjero, al inmigrante, al refugiado o a las demás personas excluidas de la sociedad. Un país realmente democrático sólo puede construirse donde hay perdón.
Por Alberto Mazor

Perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor, sin amargura, sin la herida abierta; perdonar es recordar sin andar cargando eso, sin respirar por la herida; entonces te darás cuenta que has perdonado.
Confucio

Hace catorce años atrás, el sargento de Tzáhal Lior Vishinsky, zl, cayó en una acción militar en Rafah, en el sur de Gaza, pocos meses antes de la desconexión israelí de la franja palestina. Su padre, el veterano actor del Teatro Camery de Tel Aviv, Shlomó Vishinsky, fue inmediatamente entrevistado por varios medios. Ante la inminente y terrible pérdida, su mensaje fue uno: «Para poder continuar viviendo humanamente, lo más inteligente es perdonar».
Sus palabras me siguen conmoviendo aún hoy, no sólo porque provienen de alguien que ha perdido a su ser más querido en un lugar del cual Israel ya planeaba desconectarse, sino porque llegan hasta el fondo del problema vital del perdón.
La fuerza de estas palabras no radica sólo en que muestran la grandeza de un corazón capaz de perdonar a los agresores; su energía, me parece, resalta más aún en su valiente apelación a la inteligencia: «Lo más inteligente es perdonar».
Fue Blas Pascal quién escribió que: «El perdón no es un sentimiento, sino una decisión». El perdón no es un simple sentimentalismo, es una condición para poder vivir una vida plenamente humana.
En contraste con esa afirmación nos es difícil ver a nuestro alrededor muchas personas que hacen del rencor el doloroso centro de su vida y a veces incluso el principal motor de su existencia. Familiares que no se hablan, vecinos que no se tratan, matrimonios que se separan entre violentas recriminaciones, dirigentes políticos y estadistas faltos de toda visión, que ponen a diario en peligro la vida de sus ciudadanos.
A esas situaciones extremas se llega casi siempre porque se piensa ingenuamente que no es necesario dialogar, que no hace falta pedir perdón, que el tiempo solucionará las afrentas. Sin embargo, todos tenemos comprobado que el paso del tiempo, en la gran mayoría de las ocasiones, no hace más que agrandar las heridas y ensanchar el resentimiento.
Como diría uno de los personajes de Bashevis Singer en su novela Satán en Goray: «El tiempo es un falso curandero».
Lo que hace falta no es dejar pasar el tiempo, sino aplicar la inteligencia para limpiar bien la herida, para distinguir entre la agresión y el agresor, para descubrir el camino del perdón.
En muchos entornos, la reacción casi instintiva ante la agresión es precaverse construyendo muros que protejan, delimitando muy bien las responsabilidades, funciones y competencias de unos y de otros, y arbitrando unos sistemas públicos de control. Todos tenemos experiencia de que esta actitud es, a la postre, del todo insuficiente para una convivencia humana de calidad, sea ya en una empresa, en una comunidad de vecinos o en un prolongado conflicto entre diferentes pueblos y religiones.
Indudablemente, hay que ser prudentes y precavidos tomando medidas necesarias para que no puedan repetirse las agresiones, pero tratar de perdonar significa tomar la decisión inteligente de derribar las vallas para construir puentes que permitan el acercamiento y el diálogo.
La experiencia humana muestra que mientras se identifica al agresor con el agravio, no es posible que cicatrice la herida ni es posible el perdón. Más aún, si con el tiempo ésta llegara finalmente a cicatrizar, casi siempre queda como secuela un sordo resentimiento contra el agresor capaz de abrirla nuevamente -e incluso de ensancharla– cada vez que voluntaria o involuntariamente reviva en la imaginación o en los intereses políticos inmediatos.
Ese rencor es capaz de llenar la vida de los pueblos, incapacitándolos para perdonar. Éstos defienden constantemente su indignación, sienten que el hecho de haber sido heridos tan profunda y frecuentemente les exime de la obligación de indultar, pero son quienes más lo necesitan. No se trata de olvidar lo ocurrido o de resignarse, sino de tomar una decisión consciente de dejar de odiar, porque el odio no ayuda nunca. Como un cáncer, éste se extiende a través del alma hasta destruirla por completo.
No puede construirse una sociedad sana a partir del odio. También la aversión tiene su mecanismo, odiando terminaremos odiándonos y el prójimo no será ya un blanco por lo que hace, sino por lo que es. Y cuando se odia al otro por lo que es, no hay solución posible: hay que hacerlo desaparecer.
Un Estado no puede alimentar sus argumentos existenciales favoreciendo el odio al extraño, al extranjero, al inmigrante, al refugiado o a las demás personas excluidas de la sociedad. Un país realmente democrático sólo puede construirse donde hay perdón.
No sólo somos bestias cuando matamos, sino también cuando odiamos; en cambio, somos realmente humanos cuando, como el actor Shlomó Vishinsky en su momento, a pesar de su inmensa tragedia y de su irreparable pérdida, estamos dispuestos a sobreponernos y a perdonar.
¡Gmar Jatimá Tová!