10 años sin Rabin:

Entre el estupor y la «reconciliación»

El asesinato de Rabin pareció traer aparejado un sinceramiento en las relaciones entre religiosos y laicos, para dirimir el perfil de Estado judío que existirá en el futuro. La "reconciliación" vino a adormecer nuevamente ese debate. "El gobierno de Israel anuncia con estupor..." La frase aún resuena en la memoria auditiva de la mayoría de los israelíes. El asombro, ciertamente, fue el motivo central del anuncio oficial sobre el asesinato del entonces primer ministro, Yitzjak Rabin.

Por Sergio Rotbart (Desde Israel)

Por supuesto que Eitan Haber, el vocero gubernamental, expresó además «el dolor y la profunda conmoción» provocadas por el atentado. Pero la palabra «estupor» describía de manera fehaciente la sensación tanto de los miembros del gobierno como del grueso del público.
En noviembre de 1995 no resultaba tan claro. Con el tiempo, el significado especial de esa palabra se volvió más notorio. Afirmar que el asesinato de Rabin fue captado con estupor era aceptar que lo increíble había sucedido, que algo inimaginable efectivamente tuvo lugar. ¿Qué era, pues, lo increíble? El hecho de que el asesino era judío: eso era lo inasimilable, la fuente del estupor. Lo que asombró a tantos fue la identidad del asesino, no la huella personal sino su nacionalidad. Si el criminal hubiese sido árabe, la opinión pública se habría conmovido, pero no necesariamente asombrado, por el magnicidio.
La sospecha ante el asesinato de judíos motivado por sentimientos nacionalistas está dirigida casi automáticamente, como si fuese un acto reflejo, hacia los palestinos, y por ello ese tipo de violencia no despierta asombro. En estos casos, la reacción generalizada es de conmoción y de intensa rabia, e incluso de odio y venganza indiscriminados (expresados en la sentencia «mueran los árabes»). Tampoco el asesinato de árabes perpetrado por judíos, como el cometido por Baruj Goldstein en Hebrón en 1994, es percibido como algo asombroso. En esos casos, la conmoción y la indignación sí se manifiestan, pero no hay una sensación de estupor.
Cuando se supo, inmediatamente después del asesinato de Rabin, que el asesino era judío, el hecho generó el profundo desconcierto que produce lo insospechado, la violación de uno de los sentidos comunes más arraigados en la cultura en la que esa conmoción se produce. Y uno de los presupuestos determinantes de la cultura israelí es, precisamente, la existencia de la unidad y la solidaridad nacional judías, elevadas a la categoría de principio sagrado cuando recrudece el conflicto con la otra comunidad nacional con la que comparte un mismo territorio: los palestinos.

La unidad como mito fundacional

Dado que la formación de la cultura israelí ha estado indisolublemente ligada a la del conflicto étnico-nacional, la idea de una mancomunión indisoluble al interior de la propia comunidad tiene el carácter de mito fundacional. Cualquier intento o evolución que pongan en duda el principio de la unidad nacional serán catalogados inmediatamente en el rango de amenaza existencial, y consecuentemente destinados a ser eliminados.
Igal Amir, el asesino de Rabin, no solamente atentó contra el jefe del Estado israelí, sino que también -y sobre todo- puso en cuestión la creencia en la existencia de un lazo de solidaridad que une a todos los judíos, en Israel y en todo el mundo, más allá de las divisiones sociales, étnicas, culturales, ideológicas y políticas que podrían separarlos. Esa unidad debería impedir actos de violencia entre judíos, fundamentalmente cuando se originan en diferencias ideológicas y/o políticas.
A través de su acto criminal, Amir puso al descubierto una verdad ausente del discurso sobre la unidad nacional: que la violencia y el crimen son constitutivos de la realidad histórica israelí, y no un factor externo, asociado cotidianamente a la «política exterior», en la que se incluye al conflicto con los palestinos y al problema de la seguridad. Esa verdad, oculta en la creencia masiva en la solidaridad trascendental, fue revelada violentamente el 4 de noviembre de 1995.
Cuando la polémica interna (entre judíos) en torno a las formas de resolver el conflicto externo (con los palestinos) se agudiza y radicaliza, como ocurrió durante el período previo al asesinato de Rabin, entonces los límites entre lo externo y lo interno se desdibujan y la violencia aflora también al interior de la comunidad propia. Yitzjak Rabin -conviene recordarlo- fue asesinado por un individuo luego de haber sido anatemizado como traidor por los numerosos opositores a su política de partición territorial como vía hacia la reconciliación con los palestinos. El «pecado» de Igal Amir, por lo tanto, no fue haber considerado al primer ministro de Israel un traidor, sino el haber confundido los campos de batalla y haber atentado de manera tan extrema contra el principio básico de solidaridad intranacional, que en esos años se había debilitado como consecuencia de los acuerdos con los palestinos y la polémica en torno a la partición territorial. Por eso, si bien el asesino fue juzgado y condenado a prisión perpetua por el crimen que cometió, el estupor provocado por su identidad nacional debía ser canalizado hacia la restitución del consenso. De lo contrario, se corría el riesgo de que la desintegración de la unidad interna imaginada alcanzase el grado de una amenaza existencial, como la proveniente de «afuera», de los enemigos extra nacionales (árabes-palestinos).

El imperativo reconciliador

Las consideraciones que Elías Canetti formuló en su obra Masa y poder resultan apropiadas para esclarecer el tema. El escritor, que en su ramificado periplo de vida fue un ejemplo de judío migrante entre naciones, hablante de varias lenguas y conocedor de muchas culturas, escribió lo siguiente: «El ataque exterior a la masa sólo puede fortalecerla. Vuelve a cohesionar con tanta mayor intensidad a los físicamente separados. El ataque desde adentro es, en cambio, realmente peligroso (…) La masa lo siente como un soborno, como algo ‘inmoral’, ya que se halla en oposición con su clara y transparente convicción básica. Todo aquel que pertenece a la masa porta en sí un pequeño traidor que quiere comer, beber, amar y ser dejado en paz. Mientras realice tales funciones sin hacer demasiado alarde de ellas, se le permite continuar. Pero no bien se hace notar en alta voz, comienza a ser odiado y temido. Se sabe entonces que ha prestado oídos a la seducción del enemigo. (…) La masa es siempre algo así como una fortaleza sitiada, pero sitiada de manera doble: tiene al enemigo extramuros y tiene al enemigo en el sótano (…) Las acciones del enemigo son abiertas y visibles cuando trabaja en las murallas; ocultas y traicioneras en los sótanos» (bastardillas en el original).
Si bien Yitzjak Rabin fue catalogado de traidor por haber «prestado oídos a la seducción del enemigo», y de esa anatemización es responsable gran parte de la dirigencia del campo nacionalista-religioso, su asesinato no prudujo un debate público serio y valiente acerca de la violencia como práctica constitutiva de la sociedad israelí. En cambio, el asombro por la emergencia de la violencia como método de resolución no del conflicto con el «enemigo externo», sino de las disputas políticas e ideológicas entre los grupos de la misma comunidad (violencia que estuvo siempre presente en la historia, pero ocultada mediante la ficción de la unidad trascendente), ese estupor fue rápidamente neutralizado y canalizado a recomponer los rituales y los enunciados de la cohersión interna.
Así, el mea culpa colectivo por la fragilidad de la democracia y la precariedad de la tolerancia, que surgió tras el asesinato de Rabin y pareció convertirse en una subcultura juvenil, se esfumó y dio lugar al imperativo de la «reconciliación». La derecha y la izquierda, los nacionalistas integristas y los liberales pacifistas, los religiosos y los laicos, los etnocéntricos y los universalistas, todos debían volver a ponerse de acuerdo en la preservación del presupuesto básico de la solidaridad nacional. Y un grupo volvía a quedar excluido del ritual social dominante: los palestinos. Era posible, entonces, seguir un «proceso de paz» tambaleante que contemplaba la expansión de los asentamientos judíos en los territorios palestinos «autónomos» y la represalia colectiva ante los actos de terrorismo que convertían a todos los palestinos en una población encerrada y sitiada. El enemigo interno, el que emana de los sótanos, fue acallado; el enemigo externo, que actúa más allá de los muros de la fortaleza sitiada, fue restituido.
Volvamos a Elías Canetti, que vio un vínculo muy estrecho entre la intensidad de la pertenencia a la masa y el estado de guerra, una «empresa sorprendente» en la que «se decide que se está amenazado de exterminio físico, y se proclama esa amenaza públicamente ante todo el mundo». Una vez anunciada esa «sentencia colectiva», los individuos tienden a fortalecer sus lazos de pertenencia a la masa, dado que «nadie desea enfrentarse a la muerte solo». El autor de Masa y poder argumentó: «El que las guerras puedan durar tanto tiempo, hasta el punto de que aún se mantengan cuando hace mucho que están perdidas, se vincula con la pulsión más profunda de la masa: mantenerse en su estado agudo, no desintegrarse, seguir siendo masa. Este sentimiento es a veces tan fuerte que se prefiere sucumbir a ojos vista, en vez de reconocer la derrota y con ella vivir la descomposición de la masa propia». Si mientras dura la guerra «hay que permanecer siendo masa», como contrapartida «la guerra verdaderamente llega a su fin cuando se deja de serlo».

Fuente: www.wzo.org.il/spanish).