Destinos que se cruzan; encrucijadas imposibles; guiños a la historia; coincidencias dignas de mención, como es la que en el mismo día en que Ariel Sharón, padre durante décadas de la colonización israelí de Gaza y Cisjordania, despertaba en su hacienda en el Neguev, con su victoria más dulce bajo la almohada, la Oficina Central de Estadísticas del Estado publicaba -como lo hace antes de cada Año Nuevo- que la población judía de Israel disminuyó de 77,8% en el año 2000 a 76,2% en el 2004, mientras que la población árabe en ese mismo período aumentó de 15,2% a 16,1%; como queriendo susurrarle al oído: “la demografía, Arik, la demografía”.
Destinos que se cruzan; encrucijadas que eran imposibles; guiños a la historia que reserva una de sus páginas, aunque parezca increíble, a maquillajes tan llamativos como un Sharón calificado -ahora- por los analistas de moderado y pragmático, frente a las apocalípticas embestidas del extremismo de ‘Bibi’ Netanyahu, catalogado como “loser” por su capacidad de perder con tozudez en todas las elecciones a las que se presenta, con sondeos que siempre lo convierten de virtual ganador a “ganador virtual”.
Destinos que se cruzan; encrucijadas que eran imposibles, como la que se encuentra el Likud, partido nacionalista en el poder desde casi cinco años, de la mano de uno de sus líderes más extremistas entonces, reconvertido hoy en el Mesías de la paz para muchos ingenuos que ven en la desconexión de Gaza la primera piedra para construir el edificio, sin cimientos, de la convivencia, hoy casi imposible, entre palestinos e israelíes.
Destinos que se cruzan en el Likud, cuya cúpula se decantó por apenas 104 votos de margen por la apuesta continuista de Sharón frente al revuelo inmediato de Netanyahu.
“¿Me escuchan bien?, ¿están seguros de que me escuchan bien?”, les decía Sharón, sarcásticamente a los periodistas, aludiendo al micrófono que fue saboteado durante la convención del partido y que le impidió pronunciar su discurso. Su intención era que, uno tras otro, sus interlocutores incidieran en su triunfo ante su rival más odiado. Y es que el Primer Ministro de Israel está, sin dudas, más satisfecho de haber derrotado a Bibi que de su propio triunfo.
Y lo hizo contra todo pronóstico; cabe recordar que cuando comenzó la campaña sobre el adelanto de las primarias a noviembre, contaba con una desventaja de 20 puntos; con una mano atada a la espalda; con su boca cerrada a golpe de micrófono saboteado; con ministros de su gabinete que -del día a la noche- huyeron cambiando de camiseta; con su instinto de supervivencia y su magia nunca trasnochada como únicos argumentos de peso; con su hijo Omrí y un puñado de fieles bastante desesperanzados como únicos aliados.
Pese a la estrechez de los resultados, Sharón es visto ya como un ganador consolidado, y Netanyahu como un perdedor compulsivo.
Su victoria, sin embargo, deja muchas opciones abiertas, algunas muy pesimistas para sus intereses -como son las que maneja, por ejemplo, su mano derecha y fiel estratega, Dov Waisglass, quien, a pesar de los sondeos, no ve demasiadas posibilidades de imponerse en las primarias de abril dado el enorme peso entre los militantes de la extrema derecha religiosa-. A eso mismo se aferra Netanyahu.
Mientras tanto, Sharón, paso a paso, golpe a golpe, verso a verso, va consolidando ante la opinión pública israelí y dentro del Likud su particular 18 de Brumario. Sus fieles, agrandados tras un triunfo sorprendente, no paran de exclamar: “¡El Rey no ha muerto! ¡Viva el Rey!”
(*) Alude a la fecha del calendario revolucionario francés (9 de noviembre de 1799) en la cual Napoleón Bonaparte tomó el poder para ya no abandonarlo hasta su derrota en 1815.